Tim Berne, Jim Black y Nels Cline
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)
Como un corte de luz que enciende las velas, Nels Cline apagó
de golpe el sonido y la sala se incendió. Fue como si alguien
hubiera desenchufado por accidente la red eléctrica a la que
estaban sujetos los BB&C y provocado la inmediata combustión del
público, sometido hasta ese instante por una descarga
paralizante de consecuencias liberadoras. Fundidos los plomos de
la música, se liberó la energía acumulada.
Resulta aventurado asegurar que el trío había llegado al final del camino. Jim Black, con las baquetas en suspensión, miraba a sus compañeros como preguntándoles si seguir o darle al cliente la razón. Después de una hora de reloj, ese era el primer momento de ruptura, el primer instante en el que las aguas salvajes de la música quedaban remansadas en un espacio estancado de silencio; el único en que -salvo para un espontáneo que exclamó su placer ante lo que estaba sucediendo al grito de ¡Totalmente hermoso!- los espectadores tuvimos la sensación de poder expresar nuestra alegría incontenible; o nuestro arrebato, como me confesó haber sentido una amiga todavía bajo el embrujo de la alquimia.
El concierto estuvo precedido de una presentación con carácter preventivo de la organización. Tomando como referencia un artículo escrito por Yahvé M. de la Cavada, Giuseppe Fiorentino (director del Aula de Música de la Universidad de Cantabria) expuso las sempiternas dudas acerca de qué es o no es el jazz, término con el que se anunciaba el concierto (y que según Tim Berne sólo podía llevar a confusión). Estamos sometidos de tal forma a la dictadura de las formas y las definiciones que terminamos convirtiendo el disfrute de una experiencia sensorial en una batalla terminológica sin más fin que el de nuestra automutilación. “Pero, ¿esto es jazz?”, me preguntaron al final. ¿¡Y a quién demonios le importaba en ese momento!?
Resulta aventurado asegurar que el trío había llegado al final del camino. Jim Black, con las baquetas en suspensión, miraba a sus compañeros como preguntándoles si seguir o darle al cliente la razón. Después de una hora de reloj, ese era el primer momento de ruptura, el primer instante en el que las aguas salvajes de la música quedaban remansadas en un espacio estancado de silencio; el único en que -salvo para un espontáneo que exclamó su placer ante lo que estaba sucediendo al grito de ¡Totalmente hermoso!- los espectadores tuvimos la sensación de poder expresar nuestra alegría incontenible; o nuestro arrebato, como me confesó haber sentido una amiga todavía bajo el embrujo de la alquimia.
El concierto estuvo precedido de una presentación con carácter preventivo de la organización. Tomando como referencia un artículo escrito por Yahvé M. de la Cavada, Giuseppe Fiorentino (director del Aula de Música de la Universidad de Cantabria) expuso las sempiternas dudas acerca de qué es o no es el jazz, término con el que se anunciaba el concierto (y que según Tim Berne sólo podía llevar a confusión). Estamos sometidos de tal forma a la dictadura de las formas y las definiciones que terminamos convirtiendo el disfrute de una experiencia sensorial en una batalla terminológica sin más fin que el de nuestra automutilación. “Pero, ¿esto es jazz?”, me preguntaron al final. ¿¡Y a quién demonios le importaba en ese momento!?
Tim Berne, Jim Black y Nels Cline
© Carlos Pérez Cruz
Lo que BB&C hace es
“básicamente improvisar habiendo escuchado mucha música,
incluyendo jazz”, me explicaba Nels Cline, que se confesaba
“agotado” ante ese “mal necesario” que es la dialéctica musical
de palabras que tratan de explicar sonidos. Y es que la música
de BB&C no deja de ser una feliz amalgama de vivencias e
infinitos sonidos encontrados que, en su confluencia, dan lugar
a una experiencia única que depende más de los instintos que de
los dictados, y en la que no hay más predeterminación que la de
los instrumentos de los que dispone cada uno. BB&C toma las
decisiones sobre el escenario guiados por una afinidad musical
que les permite jugar con el silencio, que tuercen y retuercen,
hasta devolver el oxígeno de la sala hecho una bola de fuego.
Carece por completo de sentido definir la aterradora belleza de su creación en términos de rock, jazz o electrónica, porque son palabras que apenas permiten intuir la expresión polimorfa de su música. La única definición válida tiene más que ver con la articulación en palabras de la vivencia emocional, de una experiencia absolutamente subjetiva, que con una descripción objetiva de los elementos rítmicos, tímbricos o armónicos que la configuran. Y es así porque no hay patrones ni moldes que sirvan de guía para lo que de principio a fin es un camino de curvas sin aviso y trazo radical, de ascensos y descensos de vértigo adrenalínico; una carretera que se asfalta con la toma de decisiones inconscientes (aun con plena conciencia) que se manifiestan de forma simultánea a su toma en consideración. Quizá esa sea en el fondo la esencia del jazz tal y como lo entendemos (algunos) en este momento de la historia: una expresión musical que expone como ninguna nuestros prejuicios y limitaciones, y que, en sus mejores manifestaciones, nos empuja por un precipicio cuyo suelo es pura incógnita. En Santander hubo que estallar en aplausos para empezar a pisarlo y ser conscientes del invaluable viaje sensorial al que fuimos sometidos. Nos quedamos sin palabras.
Carece por completo de sentido definir la aterradora belleza de su creación en términos de rock, jazz o electrónica, porque son palabras que apenas permiten intuir la expresión polimorfa de su música. La única definición válida tiene más que ver con la articulación en palabras de la vivencia emocional, de una experiencia absolutamente subjetiva, que con una descripción objetiva de los elementos rítmicos, tímbricos o armónicos que la configuran. Y es así porque no hay patrones ni moldes que sirvan de guía para lo que de principio a fin es un camino de curvas sin aviso y trazo radical, de ascensos y descensos de vértigo adrenalínico; una carretera que se asfalta con la toma de decisiones inconscientes (aun con plena conciencia) que se manifiestan de forma simultánea a su toma en consideración. Quizá esa sea en el fondo la esencia del jazz tal y como lo entendemos (algunos) en este momento de la historia: una expresión musical que expone como ninguna nuestros prejuicios y limitaciones, y que, en sus mejores manifestaciones, nos empuja por un precipicio cuyo suelo es pura incógnita. En Santander hubo que estallar en aplausos para empezar a pisarlo y ser conscientes del invaluable viaje sensorial al que fuimos sometidos. Nos quedamos sin palabras.
© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente en la web de www.elclubdejazz.com
Publicado originalmente en la web de www.elclubdejazz.com
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