Interior del aeropuerto Ben Gurión (Foto: Carlos Pérez Cruz) |
Dado el trato que Israel dispensa
a los palestinos, resulta casi obsceno detenerse a relatar el que dispensa a
quienes viajamos a Palestina. Lo nuestro, como europeítos bienintencionados,
palidece frente a la humillación permanente, la vejación y violencia que sufren
ellos en su vida cotidiana. Pero contarlo no está de más, sobre todo si cuando
lo cuentas abres ojos. Yo los he visto ojipláticos.
Decía Ilan Pappe que los cacheos e interrogatorios a los que nos someten son una invitación para que no volvamos. Las invitaciones, claro está, no obligan (salvo que el cuño que selle el pasaporte sea de expresa prohibición). Y con Palestina, como decía una campaña turística navarra, “ir es volver”. Que lo haría uno sin tener que pasar por su capricho censor pero, vaya, resulta que Palestina carece de aeropuerto. Israel se cargó en tres años el que Aznar había construido en Gaza (nadie en España reclamó un céntimo por daños y perjuicios) y para entrar en Cisjordania pasas, sí o sí, por su celo revisor: bien aterrizando en el aeropuerto Ben Gurion (Tel Aviv) bien cruzando los puentes que unen Jordania con Palestina (sí, ahí también tienen ordeno y mando). Que no te libras, vamos.
A los palestinos les gustaría que, cuando nos pregunten en los controles eso de a dónde vamos y de dónde venimos, digamos que a y de Palestina. Porque es verdad, porque allá vamos y de allí venimos. Pero también lo es que, para Israel, Palestina ni existe y queda extraño convencerles de que, al ladico mismo de donde ellos viven, incluso donde ellos viven, hay un país que no es el suyo. Pero nada, que no lo ven. Contaba Jacobo Rivero que ya le aseguró un chaval del Estudiantes de baloncesto a una de la seguridad de Ben Gurión que venía de allí y ella que no, que Palestina no existe. Y él que usted dirá que no existe pero que yo le digo que he estado allí y que me lo he pasado de puta madre. Un demente, vamos. Que te preguntas: si Palestina no existe, ¿con quién está negociando Israel? (Vale, es una broma… Lo de negociar, digo).
Partimos de una mentirijilla por una cuestión de salud mental. Uno conoce de primera mano a quien le prepararon una buena bienvenida en Ben Gurión por ir de viaje con una guía en la que se leía ‘Palestina’ en su cubierta (¡anatema!); también a quien llegaron a desnudar en Barajas (¿Barajas, ha dicho Barajas – España?) por tener, por lo visto, cara de “voy a Palestina”. Y eso sin llegar todavía ni al puesto de facturación. Que España, si tiene que ceder soberanía a Israel para que El-Al, su compañía aérea, maneje al viajero a su antojo, se la cede (aunque luego se ponga tan farruca con Gibraltar por un quítame allá ese peñón). Si se pretende entrar a Cisjordania y darse un paseo para ver el ambiente y charlar con quien plazca, conviene decir que el motivo del viaje es turismo (lo cual no deja de ser cierto) a esa cosa que llaman ‘Tierra Santa’ (por Jerusalén y Belén pasa uno casi seguro, aunque luego también le dé por echar un ojo al zoológico en que los militares y los colonos israelíes han convertido Hebrón). No hay que flagelarse por ello. Creo que el Mesías los llama “pecados veniales”. No restan puntos en el carnet por punto del paraíso.
En mi primera experiencia de viaje a Palestina, la cosa fue rodada. Tanto para entrar como para salir, no padecí más incomodidades que las que uno presupone en un país que vive obsesionado con la palabra seguridad. Mi noviazgo (de conveniencia) con Lucía y la ilusión por conocer el país (no, en serio, Lucía estuvo estupenda en su papel) fueron claves para pasar por turistas convencionales; la parejita que va de viaje. Este año la cosa no ha ido tan rodada. Para entrar no hubo mayor problema; salir no fue divertido, pero sí una experiencia esclarecedora.
Para profanos en esto de viajar por Ben Gurión, sepan que ya un kilómetro antes de alcanzar la terminal se pasa por un control militar que, como sí me sucedió el año pasado (probablemente por ir con una furgoneta conducida por un palestino) y no éste (probablemente por ir con una furgoneta conducida por un israelí) te puede obligar a bajar del coche, responder a preguntas básicas del motivo del viaje y a responsabilizarte de la maleta. Sepan también que antes de entrar en el aeropuerto, en la misma puerta de acceso a la terminal, se puede ser retenido (lo he sido) por un tipo que te preguntará los básicos “de dónde viene y a dónde va”, mientras revisa por encima el equipaje y apunta qué se yo en una hoja. Sepan igualmente que, antes de facturar, la maleta pasa por un detector de metales del que se puede salir directo a unos mostradores, sitos en medio de la terminal (¡premio este año!), donde su maleta será revisada, sin pudor alguno, delante de cualquier otro viajero que pase por allí. Es decir, calzoncillos amarillentos, bragas y sujetadores sudados, calcetines infectos, vibradores y esposas se exponen a ojos de cualquiera. Una vez en esa mesa, se puede pasar un buen rato… Un buen rato… Largo rato… Como dos horas.
¿Por qué? En mi caso, deduzco que, aparte de por una cuestión de probabilidad estadística, por llevar libros. ¿Qué problema ocasionan los libros? ¿Explosionan en el aire? No sé, pero lo primero que me dijo la chiquilla (la gradación y la edad de los interrogadores fue subiendo con los minutos) es: “lleva usted libros en la maleta, ¿verdad?”. Sí. Y ella directa a por ellos. ¿Qué libros llevaba? He ahí una pregunta trampa porque, ¿de verdad es una cuestión necesaria para la seguridad del aeropuerto saber qué libros llevo conmigo? ¿Supone algún riesgo para el resto de pasajeros? No. Sin duda. Pero uno comprueba pronto que el trámite con la seguridad del aeropuerto poco tiene que ver con ella y sí con... Juzguen ustedes mismos.
Vale, los libros: un libro de fotografías de Hebrón editado por ‘Cooperación Española’ (es decir, el Gobierno de España); un método de árabe para principiantes y un libro sobre Gaza escrito por el director del diario israelí ‘Haaretz’. Son “political books”, me acusaron (¿?). “Everything is political”, respondí. Por lo visto, la política explota en altura. ¿Les hubieran inquietado unos periódicos tanto como unos libros? Son y hablan de política (Rajoy no tendría problemas. Sólo lee deportivos). Cuando hice ver que el libro de Hebrón era un libro de fotografías, respondió que todos los libros las tienen (uhmmm).
Les ahorro detalles de insistencia en las preguntas y el cambio de interrogadores, para no aburrirles. Sí les citaré un detalle significativo. “¿Para qué quiere usted estudiar árabe?”, me preguntó. “¿Por qué no?”. “Habla usted español, ¿para qué quiere saber árabe?”, insistió. Vaya, “estoy hablando con usted en inglés, ¿para qué quiero hablar inglés?”. En realidad podría haberle dicho que, como me encanta este país, quería aprender su idioma. Pero claro, el hecho de que el árabe sea lengua oficial en Israel no implica su reconocimiento. Creo que no le convenció mi explicación de que me encanta la música árabe y que quiero entender sus letras. Eso por no explicarle que un amigo palestino me había dado el libro para que se lo hiciera llegar a una amiga común en España. ¿Por qué no respondí con naturalidad? Porque la siguiente pregunta hubiera sido: ¿cómo se llama su amigo palestino? Y digo yo que no es cuestión de crearles más problemas de los que ya tienen. Ah, el libro lo firma un profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén y mi amigo se lo envía porque quedó sorprendido de la enorme facilidad de nuestra amiga para aprender árabe en los días que pasó en Palestina. No, no es para poder comunicarse con Al Qaeda sin intermediarios.
En todo este relato hay poca sorpresa. Israel aspira al reconocimiento de un país basado en la exclusión de todo aquel que no sea judío. Su sueño es el Estado Judío de Israel, no el Estado de Israel con ciudadanos con igualdad de derechos y obligaciones, con independencia de su origen racial o religioso. Eso implica, obviamente, la exclusión y el rechazo de quien no sea judío. Cualquier parecido con un pretendido Estado democrático es pura casualidad. Estado judío y democrático forman un chirriante oxímoron. Israel exige ser reconocido como tal. ¿Qué encaje tienen, por ejemplo, el millón y medio de palestinos que viven dentro de lo que la legalidad internacional aprueba como Israel?
Hay que armarse de paciencia ante la insistencia en las mismas preguntas por parte de los diferentes encargados de seguridad. Hay que darle la vuelta a cualquier duda que te expongan. Por ejemplo: “¿para qué lleva usted esta grabadora?”. Para grabar sonidos (obvio). “¿Qué sonidos?”. Sonidos ambiente. “¿Para qué?”. Soy músico, la llevo siempre conmigo para grabar sonidos y trabajar luego con ellos. “¿Qué tipo de sonidos?”. Sonidos de la naturaleza, de las campanas, de las llamadas a la oración… Y no mentía. Eso es lo que había en la grabadora. Las entrevistas que hice los días previos (a gente tan peligrosa como periodistas españoles que trabajan enJerusalén, una periodista italiana que vive en Ramallah y una estudiante de periodismo de Hebrón) habían volado de antemano por la red. Y vino entonces la insistencia en que les pusiera lo que llevaba grabado. Y a su insistencia, mi negativa. “¿Por qué, si sólo llevas sonidos?”, dijo con la suficiencia de quien te cree pillado en un renuncio. Por una sencilla razón: porque es mi trabajo y es mi dignidad (y porque ya aceptamos suficiente humillación en muchos ámbitos de la vida como para facilitar de forma voluntaria la barra libre con la que impunemente violan nuestra intimidad con la excusa de la seguridad). Claro que también me podrían haber “pedido” que abriera mi cuenta de correo electrónico o de Facebook, como le pasó a Ana, una amiga periodista acreditada para trabajar en Israel (cuando se aburrieron de ver fotos de sus sobrinos, claudicaron).
Como complemento a la hora y media de interrogatorio, con tensión in crescendo (el asunto “grabadora” no fue agradable), una media más de cacheo minucioso en una estancia aparte. El encargado de someterme al reconocimiento era un chaval en edad pajillera al que, por ventilar el ambiente, pregunté si habían acabado las ‘Macabeadas’. Casi se emociona pensando que le preguntaba por el Maccabi de Tel Aviv, el equipo de basket de la ciudad. No, no. Las ‘Macabeadas’. “¡Ah! No, quedan algunos partidos. Hoy he visto a un equipo de Argentina de tenis”, me contestó, no sin menos emoción. ¿No saben ustedes que son las ‘Macabeadas’? Yo no lo supe hasta este mismo año: Juegos Olímpicos judíos. Tal cual. Olimpiadas sólo para judíos. ¿Qué tal les suena? Si Madrid fracasa de nuevo en la candidatura olímpica, podría ofrecerse para organizar las próximas. Por lo visto, España habatido este año su récord de participantes con 75 españoles judíos en competición. Ya van por la decimonovena edición.
Decía Ilan Pappe que los cacheos e interrogatorios a los que nos someten son una invitación para que no volvamos. Las invitaciones, claro está, no obligan (salvo que el cuño que selle el pasaporte sea de expresa prohibición). Y con Palestina, como decía una campaña turística navarra, “ir es volver”. Que lo haría uno sin tener que pasar por su capricho censor pero, vaya, resulta que Palestina carece de aeropuerto. Israel se cargó en tres años el que Aznar había construido en Gaza (nadie en España reclamó un céntimo por daños y perjuicios) y para entrar en Cisjordania pasas, sí o sí, por su celo revisor: bien aterrizando en el aeropuerto Ben Gurion (Tel Aviv) bien cruzando los puentes que unen Jordania con Palestina (sí, ahí también tienen ordeno y mando). Que no te libras, vamos.
A los palestinos les gustaría que, cuando nos pregunten en los controles eso de a dónde vamos y de dónde venimos, digamos que a y de Palestina. Porque es verdad, porque allá vamos y de allí venimos. Pero también lo es que, para Israel, Palestina ni existe y queda extraño convencerles de que, al ladico mismo de donde ellos viven, incluso donde ellos viven, hay un país que no es el suyo. Pero nada, que no lo ven. Contaba Jacobo Rivero que ya le aseguró un chaval del Estudiantes de baloncesto a una de la seguridad de Ben Gurión que venía de allí y ella que no, que Palestina no existe. Y él que usted dirá que no existe pero que yo le digo que he estado allí y que me lo he pasado de puta madre. Un demente, vamos. Que te preguntas: si Palestina no existe, ¿con quién está negociando Israel? (Vale, es una broma… Lo de negociar, digo).
Partimos de una mentirijilla por una cuestión de salud mental. Uno conoce de primera mano a quien le prepararon una buena bienvenida en Ben Gurión por ir de viaje con una guía en la que se leía ‘Palestina’ en su cubierta (¡anatema!); también a quien llegaron a desnudar en Barajas (¿Barajas, ha dicho Barajas – España?) por tener, por lo visto, cara de “voy a Palestina”. Y eso sin llegar todavía ni al puesto de facturación. Que España, si tiene que ceder soberanía a Israel para que El-Al, su compañía aérea, maneje al viajero a su antojo, se la cede (aunque luego se ponga tan farruca con Gibraltar por un quítame allá ese peñón). Si se pretende entrar a Cisjordania y darse un paseo para ver el ambiente y charlar con quien plazca, conviene decir que el motivo del viaje es turismo (lo cual no deja de ser cierto) a esa cosa que llaman ‘Tierra Santa’ (por Jerusalén y Belén pasa uno casi seguro, aunque luego también le dé por echar un ojo al zoológico en que los militares y los colonos israelíes han convertido Hebrón). No hay que flagelarse por ello. Creo que el Mesías los llama “pecados veniales”. No restan puntos en el carnet por punto del paraíso.
En mi primera experiencia de viaje a Palestina, la cosa fue rodada. Tanto para entrar como para salir, no padecí más incomodidades que las que uno presupone en un país que vive obsesionado con la palabra seguridad. Mi noviazgo (de conveniencia) con Lucía y la ilusión por conocer el país (no, en serio, Lucía estuvo estupenda en su papel) fueron claves para pasar por turistas convencionales; la parejita que va de viaje. Este año la cosa no ha ido tan rodada. Para entrar no hubo mayor problema; salir no fue divertido, pero sí una experiencia esclarecedora.
Para profanos en esto de viajar por Ben Gurión, sepan que ya un kilómetro antes de alcanzar la terminal se pasa por un control militar que, como sí me sucedió el año pasado (probablemente por ir con una furgoneta conducida por un palestino) y no éste (probablemente por ir con una furgoneta conducida por un israelí) te puede obligar a bajar del coche, responder a preguntas básicas del motivo del viaje y a responsabilizarte de la maleta. Sepan también que antes de entrar en el aeropuerto, en la misma puerta de acceso a la terminal, se puede ser retenido (lo he sido) por un tipo que te preguntará los básicos “de dónde viene y a dónde va”, mientras revisa por encima el equipaje y apunta qué se yo en una hoja. Sepan igualmente que, antes de facturar, la maleta pasa por un detector de metales del que se puede salir directo a unos mostradores, sitos en medio de la terminal (¡premio este año!), donde su maleta será revisada, sin pudor alguno, delante de cualquier otro viajero que pase por allí. Es decir, calzoncillos amarillentos, bragas y sujetadores sudados, calcetines infectos, vibradores y esposas se exponen a ojos de cualquiera. Una vez en esa mesa, se puede pasar un buen rato… Un buen rato… Largo rato… Como dos horas.
¿Por qué? En mi caso, deduzco que, aparte de por una cuestión de probabilidad estadística, por llevar libros. ¿Qué problema ocasionan los libros? ¿Explosionan en el aire? No sé, pero lo primero que me dijo la chiquilla (la gradación y la edad de los interrogadores fue subiendo con los minutos) es: “lleva usted libros en la maleta, ¿verdad?”. Sí. Y ella directa a por ellos. ¿Qué libros llevaba? He ahí una pregunta trampa porque, ¿de verdad es una cuestión necesaria para la seguridad del aeropuerto saber qué libros llevo conmigo? ¿Supone algún riesgo para el resto de pasajeros? No. Sin duda. Pero uno comprueba pronto que el trámite con la seguridad del aeropuerto poco tiene que ver con ella y sí con... Juzguen ustedes mismos.
Vale, los libros: un libro de fotografías de Hebrón editado por ‘Cooperación Española’ (es decir, el Gobierno de España); un método de árabe para principiantes y un libro sobre Gaza escrito por el director del diario israelí ‘Haaretz’. Son “political books”, me acusaron (¿?). “Everything is political”, respondí. Por lo visto, la política explota en altura. ¿Les hubieran inquietado unos periódicos tanto como unos libros? Son y hablan de política (Rajoy no tendría problemas. Sólo lee deportivos). Cuando hice ver que el libro de Hebrón era un libro de fotografías, respondió que todos los libros las tienen (uhmmm).
Les ahorro detalles de insistencia en las preguntas y el cambio de interrogadores, para no aburrirles. Sí les citaré un detalle significativo. “¿Para qué quiere usted estudiar árabe?”, me preguntó. “¿Por qué no?”. “Habla usted español, ¿para qué quiere saber árabe?”, insistió. Vaya, “estoy hablando con usted en inglés, ¿para qué quiero hablar inglés?”. En realidad podría haberle dicho que, como me encanta este país, quería aprender su idioma. Pero claro, el hecho de que el árabe sea lengua oficial en Israel no implica su reconocimiento. Creo que no le convenció mi explicación de que me encanta la música árabe y que quiero entender sus letras. Eso por no explicarle que un amigo palestino me había dado el libro para que se lo hiciera llegar a una amiga común en España. ¿Por qué no respondí con naturalidad? Porque la siguiente pregunta hubiera sido: ¿cómo se llama su amigo palestino? Y digo yo que no es cuestión de crearles más problemas de los que ya tienen. Ah, el libro lo firma un profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén y mi amigo se lo envía porque quedó sorprendido de la enorme facilidad de nuestra amiga para aprender árabe en los días que pasó en Palestina. No, no es para poder comunicarse con Al Qaeda sin intermediarios.
En todo este relato hay poca sorpresa. Israel aspira al reconocimiento de un país basado en la exclusión de todo aquel que no sea judío. Su sueño es el Estado Judío de Israel, no el Estado de Israel con ciudadanos con igualdad de derechos y obligaciones, con independencia de su origen racial o religioso. Eso implica, obviamente, la exclusión y el rechazo de quien no sea judío. Cualquier parecido con un pretendido Estado democrático es pura casualidad. Estado judío y democrático forman un chirriante oxímoron. Israel exige ser reconocido como tal. ¿Qué encaje tienen, por ejemplo, el millón y medio de palestinos que viven dentro de lo que la legalidad internacional aprueba como Israel?
Hay que armarse de paciencia ante la insistencia en las mismas preguntas por parte de los diferentes encargados de seguridad. Hay que darle la vuelta a cualquier duda que te expongan. Por ejemplo: “¿para qué lleva usted esta grabadora?”. Para grabar sonidos (obvio). “¿Qué sonidos?”. Sonidos ambiente. “¿Para qué?”. Soy músico, la llevo siempre conmigo para grabar sonidos y trabajar luego con ellos. “¿Qué tipo de sonidos?”. Sonidos de la naturaleza, de las campanas, de las llamadas a la oración… Y no mentía. Eso es lo que había en la grabadora. Las entrevistas que hice los días previos (a gente tan peligrosa como periodistas españoles que trabajan enJerusalén, una periodista italiana que vive en Ramallah y una estudiante de periodismo de Hebrón) habían volado de antemano por la red. Y vino entonces la insistencia en que les pusiera lo que llevaba grabado. Y a su insistencia, mi negativa. “¿Por qué, si sólo llevas sonidos?”, dijo con la suficiencia de quien te cree pillado en un renuncio. Por una sencilla razón: porque es mi trabajo y es mi dignidad (y porque ya aceptamos suficiente humillación en muchos ámbitos de la vida como para facilitar de forma voluntaria la barra libre con la que impunemente violan nuestra intimidad con la excusa de la seguridad). Claro que también me podrían haber “pedido” que abriera mi cuenta de correo electrónico o de Facebook, como le pasó a Ana, una amiga periodista acreditada para trabajar en Israel (cuando se aburrieron de ver fotos de sus sobrinos, claudicaron).
Como complemento a la hora y media de interrogatorio, con tensión in crescendo (el asunto “grabadora” no fue agradable), una media más de cacheo minucioso en una estancia aparte. El encargado de someterme al reconocimiento era un chaval en edad pajillera al que, por ventilar el ambiente, pregunté si habían acabado las ‘Macabeadas’. Casi se emociona pensando que le preguntaba por el Maccabi de Tel Aviv, el equipo de basket de la ciudad. No, no. Las ‘Macabeadas’. “¡Ah! No, quedan algunos partidos. Hoy he visto a un equipo de Argentina de tenis”, me contestó, no sin menos emoción. ¿No saben ustedes que son las ‘Macabeadas’? Yo no lo supe hasta este mismo año: Juegos Olímpicos judíos. Tal cual. Olimpiadas sólo para judíos. ¿Qué tal les suena? Si Madrid fracasa de nuevo en la candidatura olímpica, podría ofrecerse para organizar las próximas. Por lo visto, España habatido este año su récord de participantes con 75 españoles judíos en competición. Ya van por la decimonovena edición.
En el cacheo, el amigo macabeo me pidió que soltara el botón de
mi pantalón y levantara los brazos. Media hora recorriendo milímetro a
milímetro mi cuerpo… con ropa. Algo no tan obvio, dado que acostumbran a
desnudar (como le sucedió a un compañero de viaje que volvió antes). Incluso hay
quien se ha quedado en gayumbos ante un cartel donde se podía leer: “Have faith
in Israel”.
La verdad es que Israel exige fe, mucha fe. Su sistema de discriminación racial no soporta un pensamiento racional. Su sistema de trato en el aeropuerto sigue la misma (i)lógica. En mi caso, si el año pasado logré salir con la menor puntuación de peligrosidad para un no judío (el 1 es sólo para judíos; el resto va de 2 a 6), éste me fui con el sobresaliente en riesgo: 6. Imagino que la Matrícula de Honor es para los expulsados. Sinceramente, no aspiro a tal grado de excelencia. Aspiro a poder volver para ver a mis amigos, cuya condición de árabes palestinos les castiga a vivir encerrados en esa gran cárcel del apartheid que Israel, con el amparo de las grandes –y no tan grandes- potencias occidentales, sigue construyendo día a día. Y es bien sabido que para poder visitar a los presos se necesita el permiso del carcelero. Ya sea en Ben Gurión, ya sea en el Jordán.
© Carlos Pérez Cruz
La verdad es que Israel exige fe, mucha fe. Su sistema de discriminación racial no soporta un pensamiento racional. Su sistema de trato en el aeropuerto sigue la misma (i)lógica. En mi caso, si el año pasado logré salir con la menor puntuación de peligrosidad para un no judío (el 1 es sólo para judíos; el resto va de 2 a 6), éste me fui con el sobresaliente en riesgo: 6. Imagino que la Matrícula de Honor es para los expulsados. Sinceramente, no aspiro a tal grado de excelencia. Aspiro a poder volver para ver a mis amigos, cuya condición de árabes palestinos les castiga a vivir encerrados en esa gran cárcel del apartheid que Israel, con el amparo de las grandes –y no tan grandes- potencias occidentales, sigue construyendo día a día. Y es bien sabido que para poder visitar a los presos se necesita el permiso del carcelero. Ya sea en Ben Gurión, ya sea en el Jordán.
© Carlos Pérez Cruz