|
Francesca Borri (Foto: Alessio Romenzi) |
Al final me escribió. Después de más de un año de trabajar
como freelance para él, año en el que contraje la fiebre tifoidea y recibí un
disparo en mi rodilla, mi editor vio las noticias, pensó que yo estaba entre
los periodistas italianos que habían sido secuestrados, y me envió un email que
decía: “Si logras conectarte, ¿podrías tuitear tu detención?”.
Ese mismo día, volví por la tarde a una base rebelde en la
que en la que estaba en medio de ese infierno que es Alepo y entre el polvo, el
hambre y el miedo, esperaba encontrar un amigo, una palabra amable, un abrazo.
En vez de eso, encontré sólo otro email
de Clara, que estaba pasando sus vacaciones en mi casa en Italia. Ya me había
mandado ocho mensajes “¡Urgentes!”. Está buscando mi tarjeta del spa para poder
entrar gratis. El resto de los mensajes en mi carpeta de entrada eran del tipo:
“Brillante artículo el de hoy; tan brillante como tu libro sobre Irak”. Por desgracia,
mi libro no era sobre Irak sino sobre Kosovo.
La gente tiene una imagen romántica del freelance, como un periodista que cambia la certeza de un salario
normal por la libertad de cubrir las noticias que más le fascinan. Pero no
somos libres para nada; todo lo contrario. La verdad es que la única
oportunidad de trabajo que tengo hoy es permanecer en Siria, donde nadie más
quiere estar. Ni siquiera en Alepo. Para ser precisa, en la línea del
frente. Porque los editores allí en Italia sólo preguntan por la sangre, por el
pum-pum. Escribo sobre los islamistas y
su red de trabajos sociales, las raíces de su poder –una pieza, en definitiva,
mucho más compleja de escribir que una línea desde el frente-. Me esfuerzo por
explicar, no sólo por conmover, y la respuesta que recibo es: “¿Qué es esto? Seis
mil palabras y, ¿nadie ha muerto?”.
En realidad debía de haberme dado cuenta en aquella ocasión
en que mi editor me pidió una pieza sobre Gaza porque Gaza, como de costumbre,
estaba siendo bombardeada. Recibí este email:
“Conoces Gaza de memoria”, escribió. “¿A quién le importa si estás en Alepo?”. Eso
mismo. La verdad es que terminé en Siria porque vi las fotografías en Time de Alessio Romenzi, que se había
colado clandestinamente en Homs a través de unas tuberías, cuando nadie sabía de
la existencia de Homs. Vi sus fotografías mientras escuchaba a Radiohead – esos
ojos que me miraban fijamente; los ojos de la gente que estaba siendo asesinada
por el ejército de Assad, y nadie había escuchado jamás el nombre de un lugar
llamado Homs. Se me clavaron en mi conciencia y tuve que ir de inmediato a
Siria.
Pero escribas sobre Alepo o Gaza o Roma, los
editores no ven la diferencia. Te pagan lo mismo: 70 dólares la pieza. Incluso
en lugares como Siria, donde los precios se triplican a causa de una rampante
especulación. Así, por ejemplo, dormir en una base rebelde, bajo fuego de
mortero, en un colchón sobre el suelo, con la lluvia amarilla que me produjo la
fiebre tifoidea, me costó unos 50 dólares la noche; un coche cuesta 250 al día.
Así que terminas maximizando, más que minimizando, los riesgos. No sólo no
puedes permitirte un seguro – cuesta casi 1000 dólares al mes -, sino que no
puedes permitirte un fixer o un traductor. Te encuentras sola en medio de lo
desconocido. Los editores son bien conscientes de que 70 dólares la pieza te obligan
a ahorrar en todo. Saben también que si resultas seriamente herida, existe la tentación de no querer sobrevivir, porque no puedes permitirte caer herida. Pero, de todos modos, te
compran el artículo aunque nunca se compraran el balón de fútbol de Nike hecho
a mano por un niño paquistaní.
Con las nuevas tecnologías de la comunicación existe la
tentación de creer que la velocidad es información. Pero esto se basa en una
lógica autodestructiva: ahora el contenido está estandarizado y tu periódico,
tu revista, no tiene nada que lo distinga, por lo que no hay razón para pagar
por un corresponsal. Quiero decir, para las noticias tengo internet – y es
gratis. La crisis es hoy de los medios, no del número de lectores. Los
lectores siguen ahí y, al contrario de lo que se creen muchos editores, son
lectores brillantes que piden sencillez sin simplificación. Quieren entender,
no simplemente saber. Siempre que publico un relato como testigo de la guerra,
recibo docenas de emails de gente que
dice: “vale, gran pieza, gran retrato, pero quiero entender lo que está pasando en Siria”. Y me encantaría reponderles
que no puedo remitirles a un artículo de análisis, porque los editores
simplemente lo frustrarían y me dirían: “¿Quién te crees que eres, chiquilla?” –
incluso aunque tenga tres títulos, haya escrito dos libros y pasado 10 años en
varias guerras, primero como oficial de derechos humanos y ahora como
periodista -. Mi juventud, por si sirve de algo, se desvaneció cuando se
desparramaron sobre mí trocitos de un cerebro en Bosnia con 23 años.
Los freelance son
periodistas de segunda categoría – aunque aquí, en Siria, sólo haya freelance, porque es una guerra sucia,
una guerra del siglo pasado; una guerra de trincheras entre los rebeldes y los
leales, que están tan cerca que se gritan los unos a los otros mientras se
disparan. La primera vez que estás en la línea del frente, no te lo puedes creer, con
esas bayonetas que habías visto en los libros de historia. Ahora las guerras
son guerras de drones, pero aquí pelean metro a metro, calle por calle, y es
jodidamente escalofriante. Aún así los
editores allá en Italia te tratan como si fueras una cría; consigues una foto
de portada y te dicen que tuviste la suerte de estar en el lugar adecuado en el
momento oportuno. Logras una historia exclusiva, como la que escribí en
septiembre pasado en la ciudad vieja de Alepo, un lugar proclamado patrimonio
mundial por la UNESCO, que estaba en llamas mientras los rebeldes y el ejército sirio
luchaban por controlarlo. Fui la primera reportera extranjera en entrar y los
editores me dijeron: “¿Cómo voy a justificar que el que tengo en plantilla no
ha logrado entrar y tú sí?”. Tengo este email
de un editor sobre esta historia: “Te la compraré pero la publicaré a
nombre de mi periodista”.
Y después está, por supuesto, que soy una mujer. Una tarde,
hace poco, estaban bombardeando por todas partes, yo estaba sentada en una
esquina, con la única expresión que puedes tener en la cara cuando la muerte te
puede llegar en cualquier momento, y otro reportero vino, me miró de arriba abajo
y dijo: “Este no es lugar para una mujer”. ¿Qué le puedes contestar a semejante
tipo? Idiota, este no es lugar para nadie.
Si siento miedo es porque estoy cuerda. Alepo está lleno de pólvora y
testosterona y todo el mundo está traumatizado: Henri, que habla sólo de la
guerra; Ryan, que se pone hasta arriba de anfetaminas. E incluso, con cada niño
destrozado que vemos, sólo se dirigen a mí, una “frágil” mujer, para
preguntarme cómo me encuentro. Estoy tentada de responder: soy igual que tú. Y
esas tardes en las que tengo una expresión de dolor son, de hecho, las tardes
en que me protejo, sacando fuera todas las emociones y sentimientos;
son las tardes en las que me salvo.
Siria ya no va a ser más Siria. Es una casa de locos. Hay un
tipo italiano que se ha quedado sin empleo y que se ha unido a al-Qaeda, cuya madre
le busca alrededor de Alepo para darle una buena paliza; hay un turista japonés
que está en la línea de frente, porque dice que necesita dos semanas de “emociones”;
el sueco graduado en la Facultad de Derecho, que está para documentar evidencias
de crímenes de guerra; los músicos americanos que llevan barbas a lo Bin Laden
que insisten en que eso les ayuda a integrarse, incluso aunque sean rubios y
midan dos metros (traen con ellos medicinas contra la malaria,
aunque no hay malaria aquí, y quieren entregarlas tocándoles el violín). Hay
varios oficiales de varias agencias de la ONU a los que, cuando les dices que
conoces casos de niños con leishmaniasis (una enfermedad que se transmite con
la picadura de un tábano), y que podrían ayudar a sus padres para que vayan a
Turquía a recibir tratamiento, te dicen que no pueden porque es sólo un niño, y
que ellos sólo se encargan de los “niños” en conjunto.
Pero, después de todo, ¿no somos reporteros de guerra? Una pandilla de hermanos (y hermanas).
Arriesgamos nuestras vidas para dar voz a los que no la tienen. Hemos visto
cosas que la mayoría de la gente nunca verá. Tenemos grandes historias para la
hora de la comida, somos los invitados cool a los que todo el mundo quiere
invitar. Pero el sucio secreto es que, en vez de unirnos, somos nuestros peores
enemigos; y la razón es que a 70 dólares la pieza si no estás ahí no hay
dinero, aunque siempre habrá dinero para un artículo sobre las amiguitas de
Berlusconi. La verdadera razón es que si pides 100 dólares, alguien lo hará
por 70. Es una competición feroz. Como Beatriz, que hoy me indicó en la
dirección equivocada para que ella pudiera ser la única que cubriera la
manifestación. Me he encontrado en medio de francotiradores como consecuencia
de su engaño. Simplemente para cubrir una manifestación como cientos de otras.
Aun así tratamos de estar ahí para que nadie pueda decir
que: “pero no sabía lo que estaba pasando en Siria”. Cuando realmente estamos
aquí para lograr un premio, para obtener visibilidad. Estamos aquí
boicoteándonos unos a otros como si hubiera un Pulitzer al alcance de nuestra
mano, cuando no hay absolutamente nada. Estamos apretujados entre un
régimen que sólo te proporciona un
visado si estás contra los rebeldes y unos rebeldes que, si estás con ellos,
sólo te permiten ver lo que quieren que
veas. La verdad es que somos un fracaso. Dos años después, nuestros lectores
apenas saben dónde está Damasco, y el mundo describe de forma instintiva lo que
está pasando en Siria como “ese caos”, porque nadie entiende nada de Siria –
sólo sangre, sangre, sangre. Y esa es la razón por la que los sirios no nos
soportan ahora. Porque mostramos fotos como la del niño de 7 años con un
cigarrillo y un Kalashnikov. Está claro que es una foto planificada, pero
apareció en periódicos y sitios web de todo el mundo en marzo, y todo el mundo
exclamó: “Estos sirios, estos árabes, ¡qué bárbaros!”. Cuando vine aquí por
primera vez, los sirios me paraban y me decían: “Gracias por mostrarle al mundo
los crímenes del régimen”. Hoy, un hombre me ha parado y me ha dicho”: “Vergüenza
debería darte”.
He entendido de verdad algo de la guerra y no lo habría
conseguido desviándome tratando de escribir sobre rebeldes y leales, suníes y
chiíes. Porque la única historia verdadera que hay que contar en la guerra es
cómo vivir sin miedo. Todo puede acabar en un instante. Si lo hubiera sabido, entonces
no habría tenido tanto miedo a amar, a atreverme, en mi vida; en vez de estar
aquí, ahora, abrazándome en esta oscuro y rancio rincón, arrepintiéndome
desesperadamente de todo lo que no hice y no dije. Para quienes mañana estéis
todavía vivos, ¿a qué estáis esperando? ¿Por qué no amáis lo suficiente?
Vosotros que lo tenéis todo, ¿a qué tenéis tanto miedo?
Nota: Por razones de privacidad se han cambiado los nombres, a excepción del de Alessio Romenzi
Francesca Borri ha publicado dos libros, uno sobre Kosovo y otro sobre Israel/Palestina, mientras trabajaba como oficial de derechos humanos. Se pasó al periodismo cuando se dio cuenta que quienes tienen el poder se molestaban más cuando escribía que cuando ejercía de jurista.
Traducción de Carlos Pérez Cruz (disculpas por los posibles errores en la traducción. Se agradecen las correcciones, en caso de necesitarlas).