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sábado, julio 13, 2013

Sanfermines: la fiesta de la degradación

PORTADA

La noticia en el mediodía del día 6 de julio era una tela de enormes dimensiones, situada frente a la fachada del Ayuntamiento de Pamplona. Colores y líneas dibujaban la bandera de Euskadi. El chupinazo sanferminero se retrasaba y las filias y fobias políticas se desataban, como de costumbre, en la ciudad (ahora también en la red). Unos se insultan a otros y todos demuestran apagar la razón para expresarse con las vísceras. Allá ellos. Aborrezco las patrias. A todo patriota le une su ceguera.

A la misma hora en que todo ese guirigay patrio-testosterónico se exacerbaba, una joven daba signos de un más que presumible coma etílico. Dos policías municipales trataban de tumbarla en el suelo del zaguán de la Casa Consistorial. Ella, ojos en blanco, no oponía resistencia, y una vez lograron depositarla, se alejaron dando por cumplido su trabajo. No hacía falta titulación médica para sospechar que aquello era algo más que una simple borrachera, que la muchacha requería atención sanitaria. Se lo hice saber a uno de los policías quien, sin contestar, se alejó de mí como para evitarse un problema. Busqué a alguna autoridad política para hacer constar esa dejación y la presumible urgencia del caso, pero debían de estar arrojándose banderas por algún salón. Tuve que irme para cumplir con mi obligación como músico de banda. A la vuelta, unos 40 minutos después, la Cruz Roja por fin la estaba atendiendo. Ella parecía no responder. Espero que se encuentre bien.

miércoles, julio 10, 2013

Woman´s work (por Francesca Borri)

Francesca Borri (Foto: Alessio Romenzi)
Artículo publicado originalmente aquí.

Al final me escribió. Después de más de un año de trabajar como freelance para él, año en el que contraje la fiebre tifoidea y recibí un disparo en mi rodilla, mi editor vio las noticias, pensó que yo estaba entre los periodistas italianos que habían sido secuestrados, y me envió un email que decía: “Si logras conectarte, ¿podrías tuitear tu detención?”.

Ese mismo día, volví por la tarde a una base rebelde en la que en la que estaba en medio de ese infierno que es Alepo y entre el polvo, el hambre y el miedo, esperaba encontrar un amigo, una palabra amable, un abrazo. En vez de eso, encontré sólo otro email de Clara, que estaba pasando sus vacaciones en mi casa en Italia. Ya me había mandado ocho mensajes “¡Urgentes!”. Está buscando mi tarjeta del spa para poder entrar gratis. El resto de los mensajes en mi carpeta de entrada eran del tipo: “Brillante artículo el de hoy; tan brillante como tu libro sobre Irak”. Por desgracia, mi libro no era sobre Irak sino sobre Kosovo.

La gente tiene una imagen romántica del freelance, como un periodista que cambia la certeza de un salario normal por la libertad de cubrir las noticias que más le fascinan. Pero no somos libres para nada; todo lo contrario. La verdad es que la única oportunidad de trabajo que tengo hoy es permanecer en Siria, donde nadie más quiere estar. Ni siquiera en Alepo. Para ser precisa, en la línea del frente. Porque los editores allí en Italia sólo preguntan por la sangre, por el pum-pum.  Escribo sobre los islamistas y su red de trabajos sociales, las raíces de su poder –una pieza, en definitiva, mucho más compleja de escribir que una línea desde el frente-. Me esfuerzo por explicar, no sólo por conmover, y la respuesta que recibo es: “¿Qué es esto? Seis mil palabras y, ¿nadie ha muerto?”.

En realidad debía de haberme dado cuenta en aquella ocasión en que mi editor me pidió una pieza sobre Gaza porque Gaza, como de costumbre, estaba siendo bombardeada. Recibí este email: “Conoces Gaza de memoria”, escribió. “¿A quién le importa si estás en Alepo?”. Eso mismo. La verdad es que terminé en Siria porque vi las fotografías en Time de Alessio Romenzi, que se había colado clandestinamente en Homs a través de unas tuberías, cuando nadie sabía de la existencia de Homs. Vi sus fotografías mientras escuchaba a Radiohead – esos ojos que me miraban fijamente; los ojos de la gente que estaba siendo asesinada por el ejército de Assad, y nadie había escuchado jamás el nombre de un lugar llamado Homs. Se me clavaron en mi conciencia y tuve que ir de inmediato a Siria.

Pero escribas sobre Alepo o Gaza o Roma, los editores no ven la diferencia. Te pagan lo mismo: 70 dólares la pieza. Incluso en lugares como Siria, donde los precios se triplican a causa de una rampante especulación. Así, por ejemplo, dormir en una base rebelde, bajo fuego de mortero, en un colchón sobre el suelo, con la lluvia amarilla que me produjo la fiebre tifoidea, me costó unos 50 dólares la noche; un coche cuesta 250 al día. Así que terminas maximizando, más que minimizando, los riesgos. No sólo no puedes permitirte un seguro – cuesta casi 1000 dólares al mes -, sino que no puedes permitirte un fixer o un traductor. Te encuentras sola en medio de lo desconocido. Los editores son bien conscientes de que 70 dólares la pieza te obligan a ahorrar en todo. Saben también que si resultas seriamente herida, existe la tentación de no querer sobrevivir, porque no puedes permitirte caer herida. Pero, de todos modos, te compran el artículo aunque nunca se compraran el balón de fútbol de Nike hecho a mano por un niño paquistaní.

Con las nuevas tecnologías de la comunicación existe la tentación de creer que la velocidad es información. Pero esto se basa en una lógica autodestructiva: ahora el contenido está estandarizado y tu periódico, tu revista, no tiene nada que lo distinga, por lo que no hay razón para pagar por un corresponsal. Quiero decir, para las noticias tengo internet – y es gratis. La crisis es hoy de los medios, no del número de lectores. Los lectores siguen ahí y, al contrario de lo que se creen muchos editores, son lectores brillantes que piden sencillez sin simplificación. Quieren entender, no simplemente saber. Siempre que publico un relato como testigo de la guerra, recibo docenas de emails de gente que dice: “vale, gran pieza, gran retrato, pero quiero entender lo que está pasando en Siria”. Y me encantaría reponderles que no puedo remitirles a un artículo de análisis, porque los editores simplemente lo frustrarían y me dirían: “¿Quién te crees que eres, chiquilla?” – incluso aunque tenga tres títulos, haya escrito dos libros y pasado 10 años en varias guerras, primero como oficial de derechos humanos y ahora como periodista -. Mi juventud, por si sirve de algo, se desvaneció cuando se desparramaron sobre mí trocitos de un cerebro en Bosnia con 23 años.

Los freelance son periodistas de segunda categoría – aunque aquí, en Siria, sólo haya freelance, porque es una guerra sucia, una guerra del siglo pasado; una guerra de trincheras entre los rebeldes y los leales, que están tan cerca que se gritan los unos a los otros mientras se disparan. La primera vez que estás en la línea del frente, no te lo puedes creer, con esas bayonetas que habías visto en los libros de historia. Ahora las guerras son guerras de drones, pero aquí pelean metro a metro, calle por calle, y es jodidamente escalofriante. Aún así  los editores allá en Italia te tratan como si fueras una cría; consigues una foto de portada y te dicen que tuviste la suerte de estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. Logras una historia exclusiva, como la que escribí en septiembre pasado en la ciudad vieja de Alepo, un lugar proclamado patrimonio mundial por la UNESCO, que estaba en llamas mientras los rebeldes y el ejército sirio luchaban por controlarlo. Fui la primera reportera extranjera en entrar y los editores me dijeron: “¿Cómo voy a justificar que el que tengo en plantilla no ha logrado entrar y tú sí?”. Tengo este email de un editor sobre esta historia: “Te la compraré pero la publicaré a nombre de mi periodista”.

Y después está, por supuesto, que soy una mujer. Una tarde, hace poco, estaban bombardeando por todas partes, yo estaba sentada en una esquina, con la única expresión que puedes tener en la cara cuando la muerte te puede llegar en cualquier momento, y otro reportero vino, me miró de arriba abajo y dijo: “Este no es lugar para una mujer”. ¿Qué le puedes contestar a semejante tipo? Idiota, este no es lugar para nadie. Si siento miedo es porque estoy cuerda. Alepo está lleno de pólvora y testosterona y todo el mundo está traumatizado: Henri, que habla sólo de la guerra; Ryan, que se pone hasta arriba de anfetaminas. E incluso, con cada niño destrozado que vemos, sólo se dirigen a mí, una “frágil” mujer, para preguntarme cómo me encuentro. Estoy tentada de responder: soy igual que tú. Y esas tardes en las que tengo una expresión de dolor son, de hecho, las tardes en que me protejo, sacando fuera todas las emociones y sentimientos; son las tardes en las que me salvo.

Siria ya no va a ser más Siria. Es una casa de locos. Hay un tipo italiano que se ha quedado sin empleo y que se ha unido a al-Qaeda, cuya madre le busca alrededor de Alepo para darle una buena paliza; hay un turista japonés que está en la línea de frente, porque dice que necesita dos semanas de “emociones”; el sueco graduado en la Facultad de Derecho, que está para documentar evidencias de crímenes de guerra; los músicos americanos que llevan barbas a lo Bin Laden que insisten en que eso les ayuda a integrarse, incluso aunque sean rubios y midan dos metros (traen con ellos medicinas contra la malaria, aunque no hay malaria aquí, y quieren entregarlas tocándoles el violín). Hay varios oficiales de varias agencias de la ONU a los que, cuando les dices que conoces casos de niños con leishmaniasis (una enfermedad que se transmite con la picadura de un tábano), y que podrían ayudar a sus padres para que vayan a Turquía a recibir tratamiento, te dicen que no pueden porque es sólo un niño, y que ellos sólo se encargan de los “niños” en conjunto.

Pero, después de todo, ¿no somos reporteros de guerra? Una pandilla de hermanos (y hermanas). Arriesgamos nuestras vidas para dar voz a los que no la tienen. Hemos visto cosas que la mayoría de la gente nunca verá. Tenemos grandes historias para la hora de la comida, somos los invitados cool a los que todo el mundo quiere invitar. Pero el sucio secreto es que, en vez de unirnos, somos nuestros peores enemigos; y la razón es que a 70 dólares la pieza si no estás ahí no hay dinero, aunque siempre habrá dinero para un artículo sobre las amiguitas de Berlusconi. La verdadera razón es que si pides 100 dólares, alguien lo hará por 70. Es una competición feroz. Como Beatriz, que hoy me indicó en la dirección equivocada para que ella pudiera ser la única que cubriera la manifestación. Me he encontrado en medio de francotiradores como consecuencia de su engaño. Simplemente para cubrir una manifestación como cientos de otras.

Aun así tratamos de estar ahí para que nadie pueda decir que: “pero no sabía lo que estaba pasando en Siria”. Cuando realmente estamos aquí para lograr un premio, para obtener visibilidad. Estamos aquí boicoteándonos unos a otros como si hubiera un Pulitzer al alcance de nuestra mano, cuando no hay absolutamente nada. Estamos apretujados entre un régimen  que sólo te proporciona un visado si estás contra los rebeldes y unos rebeldes que, si estás con ellos, sólo te permiten ver  lo que quieren que veas. La verdad es que somos un fracaso. Dos años después, nuestros lectores apenas saben dónde está Damasco, y el mundo describe de forma instintiva lo que está pasando en Siria como “ese caos”, porque nadie entiende nada de Siria – sólo sangre, sangre, sangre. Y esa es la razón por la que los sirios no nos soportan ahora. Porque mostramos fotos como la del niño de 7 años con un cigarrillo y un Kalashnikov. Está claro que es una foto planificada, pero apareció en periódicos y sitios web de todo el mundo en marzo, y todo el mundo exclamó: “Estos sirios, estos árabes, ¡qué bárbaros!”. Cuando vine aquí por primera vez, los sirios me paraban y me decían: “Gracias por mostrarle al mundo los crímenes del régimen”. Hoy, un hombre me ha parado y me ha dicho”: “Vergüenza debería darte”.

He entendido de verdad algo de la guerra y no lo habría conseguido desviándome tratando de escribir sobre rebeldes y leales, suníes y chiíes. Porque la única historia verdadera que hay que contar en la guerra es cómo vivir sin miedo. Todo puede acabar en un instante. Si lo hubiera sabido, entonces no habría tenido tanto miedo a amar, a atreverme, en mi vida; en vez de estar aquí, ahora, abrazándome en esta oscuro y rancio rincón, arrepintiéndome desesperadamente de todo lo que no hice y no dije. Para quienes mañana estéis todavía vivos, ¿a qué estáis esperando? ¿Por qué no amáis lo suficiente? Vosotros que lo tenéis todo, ¿a qué tenéis tanto miedo?

Nota: Por razones de privacidad se han cambiado los nombres, a excepción del de Alessio Romenzi

Francesca Borri ha publicado dos libros, uno sobre Kosovo y otro sobre Israel/Palestina, mientras trabajaba como oficial de derechos humanos. Se pasó al periodismo cuando se dio cuenta que quienes tienen el poder se molestaban más cuando escribía que cuando ejercía de jurista.

Traducción de Carlos Pérez Cruz (disculpas por los posibles errores en la traducción. Se agradecen las correcciones, en caso de necesitarlas).

miércoles, julio 03, 2013

Germán Díaz, el zanfonista 'cardiofónico'


Lejos de los focos mediáticos y de la exaltación pop(ular), existen mundos en los que habitan músicos asombrosos que hacen felices a quienes los escuchan. No tocan ante miles pero tocan las emociones más profundas de quienes los descubren. Uno de ellos es Germán Díaz, maestro de la zanfona, un instrumento de origen medieval (“una especie de violín mecanizado”) que, en sus manos, es tan actual como una pantalla de plasma. Claro que él, por no tener, no la tiene ni con culo. En su casa no hay tele.

Sin tele, pero con las estrellas perfectamente visibles por la noche, Germán Díaz, que vive en el campo lucense sin apenas vecinos a la redonda, encuentra sosiego e inspiración con “uno de los espectáculos más democráticos y más insuperables de arte”: las nubes. El año pasado organizó un Congreso Internacional de Observadores de Nubes que fue todo un éxito. Por eso, que existan museos que acojan exposiciones en las que llueve y no te mojas, le parece sintomático del tiempo que vivimos: “Estamos tan alienados que no somos capaces de salir afuera a que nos llueva”. Él sale, mira al cielo y compone pequeñas maravillas dedicadas a cirros o nimboestratos, aunque todavía no –que yo sepa- a las mammatus, nubes que evocan unas mamas y que descubro paseando con él (y no mirando una aplicación de móvil que las emula…, que la hay).

lunes, julio 01, 2013

Sanférmico (en prosa)

Con mis piernas como escritorio, alternaba la lectura del periódico del día con la del libro en el que estuviera inmerso en ese momento. La postura resultaba incómoda. Como respaldo, los pies del compañero de atrás. Abrir el periódico suponía invadir parte del espacio de los vecinos de localidad. Pero, por encima de cualquier molestia física, lo más importante era no apartar la mirada del libro y del periódico, limitar el espacio visual a las letras para evitar la sangre.

El día en que logré una plaza (no hay ironía en el término) en la banda de música de Pamplona, además de felicitarme, mi padre bromeó con un aspecto no menor del compromiso que adquiría al formar parte de ella: tendría que tocar en los toros por San Fermín. Es lo que tienen las bandas en este país: lo mismo están tocando en una lujosa sala de conciertos que en el cemento de una plaza de toros. Es decir, lo mismo hacen música de Paul Hindemith que dan requiebros de pasodoble para premiar el arte de desgarrar órganos vitales de un ser vivo (lo que convierte la madrileña declaración de ‘patrimonio cultural inmaterial’ de los toros en un verdadero oxímoron: nada más material que los órganos segados por una espada). Me entró la risa nerviosa.

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