Peter Evans desciende del escenario al patio de butacas de la pequeña
sala de La Casa Encendida. Se arrima a la pared y, a la altura
de la cuarta o quinta fila de asientos, asiste como un
espectador más a la actuación de sus compañeros. Se le ve
contento, con la misma sonrisa que tiene en el escenario cuando
calla y son ellos quienes mantienen activa la maquinaria.
Se llama Peter Evans Quintet no porque sean cuatro al servicio
de Evans, sino porque es él el padre intelectual de la criatura.
Sin embargo, este es de los proyectos con los que le he visto en
concierto (tras
MOPDTK y el dúo
junto a Agustí Fernández) en el
que menos sobresale individualmente. Al menos desde una
perspectiva de solista al uso. Parece claro que su propósito
junto a Carlos Homs, Tom Blancarte, Sam Pluta y el excelso Jim
Black es de conjunto. Los cinco dan vida a un ingenio sonoro
cuya alucinante complejidad amenaza con llevar al delirio a
quien la escucha (a un servidor se le saltaba la risa ante el
alud que se venía, quizá producto de la histeria). No he visto
tal nivel de precisión frenética en mi vida. La capacidad para
hilar con aguja de laboratorio una música con tal urgencia como
la de Peter Evans abre bocas y no las cierra. Y lo más
aterrador, toda esa erupción atómica está pautada. Cómo logran
pactar las entradas y salidas individuales dentro de ese AVE sin
frenos ni estación de paso es un verdadero misterio para quien
esto escribe.
Ya agoté todos mis adjetivos en mi reseña de
Ghosts, el disco que
hasta la fecha tiene Evans publicado con este grupo. A esa
ristra me remito. Valen todos y cada unos de los allí expuestos
para definir lo vivido en Madrid. Eso sí, de entonces a ahora el
grupo ha tomado ciertas determinaciones estéticas. Si en aquél
se podían percibir ecos (siquiera fantasmagóricos) de resonancia
jazzística, en esta encarnación en directo del quinteto la
música ha virado su brújula hacia expresiones que encuentran más
paralelismo con algunas experiencias estéticas de la música
contemporánea que con el Jazz, aunque la improvisación sea parte
esencial. La música está estructurada, sobre todo, en base a
células rítmicas con las que se juega hasta el límite a base de
superponer unas sobre otras, en un encaje de equilibrista sobre
alambre entre rascacielos y con rachas huracanadas. Es más, es
tal la primacía de lo métrico que el propio Evans dedicó la
mayor parte de la noche a ofrecer un repertorio de motivos
rítmicos sobre una misma nota, o en su defecto arpegios mil y
una veces repetidos con la precisión y calidad sonora de
superdotado que acostumbra. Incluso el título de la pieza de
imaginario más jazzístico de las presentadas,
Articulation, lleva
implícito en su nombre el carácter mecánico de la música.
Otro elemento importante y característico del quinteto es la
creación de abrasivos magmas sonoros (solidificación de las
alucinadas y alucinógenas partículas individuales), conformados
a partir de la manipulación electrónica de Sam Pluta. En
ocasiones no resulta fácil distinguir dónde está el origen de
tal o cual sonido, tal es la estimulante confusión que plantea
ese ejercicio electro-acústico. La convivencia en el escenario
entre los instrumentistas tradicionales y la relativamente nueva
generación de adictos a la manzana del pecado de Apple comienza
a ser ya tradición dentro de algunas corrientes de
improvisadores amparados por el Jazz, pero cuya concepción de la
música vive en un territorio de nadie que reta nuestros
prejuicios y vuela por los aires la concepción de la música
catalogada. Acudir a expresiones como vanguardia o experimental
es, una vez más, no decir nada.
Siendo la música del Peter Evans Quintet de exigencia
extrema para el intérprete y un tornado para los sentidos del
espectador, está lejos de resultar fría y calculadora. Es
imposible no detectar la pasión que late en Evans así como el
profundo sentido del humor que subyace tras la apariencia de
sesudo ejercicio matemático (Ghost, la
balada de frenopático – así bautizada por el bajista de Dead Capo,
Javier Díez-Ena – no deja de ser un gran y virtuoso chiste
musical). Aun cuando no tengo resuelto el dilema sobre la
necesidad o no de, como espectador, manejar ciertos rudimentos
del lenguaje musical para poder apreciar en su conjunto un
concierto así (otra cuestión es la del necesario bagaje como
oyente, seguramente ineludible en este caso), creo que el
melómano puede disfrutar (incluso sufrir), entre otras cosas
porque es imposible quedar indiferente (a diferencia de otros
proyectos con parámetros semejantes, donde uno puede llegar a
perder la sensibilidad e incluso la movilidad de los músculos
faciales). Se puede quedar sepultado por la avalancha
informativa que se arroja desde el escenario (la palabra
‘información’ fue una de las más utilizadas entre compañeros de
velada) pero no por ello dejar de apreciar la valía y el punto
revolucionario de una nueva generación de músicos (de la que
Peter Evans es uno de sus indiscutibles exponentes) que está
revisando de veras la historia del Jazz. Pero no para barnizar
su pasado, sino para volar por los aires el pesado cemento de
las leyes inviolables. El Jazz tiene en la incertidumbre uno de
sus alicientes principales para quien esto firma, y músicos como
Evans eluden la previsibilidad estandarizada en la que se ha
convertido gran parte del presente.