Jesús de Santos y
Soledad Vélez en 'El 21' de Huesca (22/02/2014)
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)
Hay
veces en que la música nos salva, también en que
nos pierde. Otras muchas nos deja indiferente y
la mayoría, tal como llega, se
olvida. Ahora que las cosas están dejando de
existir, que son pura ingravidez digital
derramada en cataratas sobre nuestros sentidos,
corremos riesgo de quedar insensibles. Cuando de
la violencia se hizo espectáculo pirotécnico fue
cuando dejamos de sentir la magnitud de la
tragedia, convertidas las personas en ecuación
numérica y estadística. Con la música, el riesgo
es por inundación.
Antes la música se conducía por ramblas bien delimitadas que han sido desbordadas por infinitos afluentes. Nadie sabe muy bien cómo encauzar las aguas salvajes de la música, para bien del mucho oír y mal del poco escuchar. Y en esas estamos, tratando de agarrarnos a cuantos troncos lleva la corriente. Pero las aguas hacen tanto ruido en su salvaje descenso que, aunque gritemos “¡tierra!” a pleno pulmón, apenas gira alguien la cabeza a nuestro paso, aturdidos como estamos por este festín inabordable.
En mi propia deriva hacia la asfixia, dispongo por fortuna de valiosos salvavidas a los que me agarro como náufrago en el océano. Espacios para distender y desparramar los sentidos tensados por la obligación (que siempre ha sido voluntaria). Más de una vez son músicas que no son las mías las que me regalan el reencuentro con emociones de cuando la música era pasar la tarde en mi tienda de discos. Blanca, Richard y Jokin aparecían como eficaces sirvientes de exquisitos manjares que probabas para luego elegir, el más duro de los oficios. Esos tiempos de feliz relación con la música, sin más objetivo que el de mi propio hedonismo, acabaron (los nuevos los aplastaron). Pero hay veces que...
Antes la música se conducía por ramblas bien delimitadas que han sido desbordadas por infinitos afluentes. Nadie sabe muy bien cómo encauzar las aguas salvajes de la música, para bien del mucho oír y mal del poco escuchar. Y en esas estamos, tratando de agarrarnos a cuantos troncos lleva la corriente. Pero las aguas hacen tanto ruido en su salvaje descenso que, aunque gritemos “¡tierra!” a pleno pulmón, apenas gira alguien la cabeza a nuestro paso, aturdidos como estamos por este festín inabordable.
En mi propia deriva hacia la asfixia, dispongo por fortuna de valiosos salvavidas a los que me agarro como náufrago en el océano. Espacios para distender y desparramar los sentidos tensados por la obligación (que siempre ha sido voluntaria). Más de una vez son músicas que no son las mías las que me regalan el reencuentro con emociones de cuando la música era pasar la tarde en mi tienda de discos. Blanca, Richard y Jokin aparecían como eficaces sirvientes de exquisitos manjares que probabas para luego elegir, el más duro de los oficios. Esos tiempos de feliz relación con la música, sin más objetivo que el de mi propio hedonismo, acabaron (los nuevos los aplastaron). Pero hay veces que...
Soledad Vélez en 'El 21' de Huesca (22/02/2014)
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)
Fue
en los primeros días de este año cuando descubrí
a Soledad Vélez.
Ya lo conté, un flechazo en
toda regla, un respingo en la silla. Atados como
estamos a ella, esposados al ordenador por
sentencia laboral, aquella fue una sacudida de
las que pellizcan el alma. “Ojo, adicción a
la vista”, alertaba. Alerta certera. Lo que
parecía,
era. Al
ser,
ha logrado trascender el instante y convertirse
en momento prolongado en el que uno se regocija
y deleita como quien respira aire puro
consciente de su valor en una atmósfera
condenada. Poderosa, que no impositiva, la voz
de Soledad Vélez es un cúmulo de muchas otras
con la credibilidad de quien canta en la
intimidad.
De una belleza primitiva, limpia y clara como el agua al nacer, desarma y acalla las voces que importunan el momento atrayendo hacia ella la energía dispersa de la sala, que doma en sus entrañas y devuelve única. Hechiza con canciones que tienen la virtud de abrazar el tiempo para convertirlo en espacio, en escenario de terrosos e infinitos paisajes en los que uno se perdería para siempre. Cuando la noche cae sobre él y el cielo se enciende, el peso de la gravedad queda suspendido por decreto ambiental para permitir el ascenso de los cuerpos con una ligereza de felicidad psicodélica, de serena borrachera de sueño en la madrugada. Sólo los aplausos nos obligan a aterrizar, imponen la conciencia de la pesadez de nuestros cuerpos y uno se lamenta por su limitada condición humana: ¿por qué no entrar en bucle y que esa canción no acabe nunca?
No sé qué teoría se impondrá en la vida artística de Soledad Vélez, si la de la gravedad de la sordera humana o la de la ingrávida felicidad confesa de sentir “que estoy viviendo, lo estoy haciendo”. Los focos de esta profesión apuntan muchas veces donde no merecen, pueden cegar a quien los recibe y también al que mira. Quizá por eso Soledad Vélez prefiere el titilar de la vía láctea. Su brillo, aunque pueda ser pura ilusión, siempre es bello.
De una belleza primitiva, limpia y clara como el agua al nacer, desarma y acalla las voces que importunan el momento atrayendo hacia ella la energía dispersa de la sala, que doma en sus entrañas y devuelve única. Hechiza con canciones que tienen la virtud de abrazar el tiempo para convertirlo en espacio, en escenario de terrosos e infinitos paisajes en los que uno se perdería para siempre. Cuando la noche cae sobre él y el cielo se enciende, el peso de la gravedad queda suspendido por decreto ambiental para permitir el ascenso de los cuerpos con una ligereza de felicidad psicodélica, de serena borrachera de sueño en la madrugada. Sólo los aplausos nos obligan a aterrizar, imponen la conciencia de la pesadez de nuestros cuerpos y uno se lamenta por su limitada condición humana: ¿por qué no entrar en bucle y que esa canción no acabe nunca?
No sé qué teoría se impondrá en la vida artística de Soledad Vélez, si la de la gravedad de la sordera humana o la de la ingrávida felicidad confesa de sentir “que estoy viviendo, lo estoy haciendo”. Los focos de esta profesión apuntan muchas veces donde no merecen, pueden cegar a quien los recibe y también al que mira. Quizá por eso Soledad Vélez prefiere el titilar de la vía láctea. Su brillo, aunque pueda ser pura ilusión, siempre es bello.
© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente en la web de www.elclubdejazz.com
Publicado originalmente en la web de www.elclubdejazz.com
Dedicado con
admiración y cariño a Soledad Vélez y a Jesús de
Santos, corresponsable de este feliz viaje
musical.
No hay comentarios:
Publicar un comentario