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sábado, mayo 31, 2014

'Hermosa juventud': retrato ibérico, año 2014


Es quizá la película que mejor refleja (de las que he visto y recuerde) qué significa eso que llamamos crisis (o sea, estafa) en España. Un retrato veraz y crudo de las desastrosas consecuencias sociales de un país en el que muchos se abandonaron en tiempos de confeti y otros la abandonaron, huyendo de este erial. 

Unas interpretaciones magníficas y una(s) historia(s) que, de tan real(es), desconsuela(n). Jóvenes parados y atrapados en un enorme bostezo por la falta de mejores perspectivas que las de matar el tiempo en botellones, comida basura en polígonos y centros comerciales, mensajes de guasap y videos en Youtube de peleas japonesas. Trabajos de sueldo miserable y esfuerzo notable, currículos desechados, sumisión a lo humillante, vidas deslomadas. Madres heroicas con el rostro grabado, minusválidas derramadas en el sofá frente a la televisión, adolescentes adormecidos por la desidia... La vida a golpe de supervivencia en un mundo hípercomunicado y adicto a la pantalla. 

La película favorita en las calles Génova y Ferraz y en la cancillería berlinesa. Vayan a verla. La crisis era esto.

Carlos Pérez Cruz

martes, mayo 13, 2014

Agustí Fernández & Irene Aranda (Salamanca, 8/05/2014)


Irene Aranda
© Miguel Ángel Montejo

Recién finalizado el concierto, compartía reflexiones con sus acompañantes: “Pues no me ha parecido jazz. Salvo los últimos cinco minutos…”. Desconozco qué peculiaridad caracterizó esos cinco minutos finales de un concierto de casi hora y media para que este espectador sintiera el jazz que no había escuchado durante toda la noche. Misterios de la subjetividad.

Decía el saxofonista Tim Berne, refiriéndose a la música de su grupo BB&C (junto a Jim Black y Nels Cline), que si la anuncias como jazz “desorientas a la gente. Tienes que presentarla con algún tipo de descripción”. Tiene razón (siempre y cuando sea realmente necesario leer la sinopsis antes de ver la película). Las palabras, las etiquetas, de natural restrictivas, lo son también en el imaginario colectivo. No sé exactamente bien qué es el jazz, pero bajo su paraguas se cobijan expresiones tan diversas que acogerse a él es un riesgo: las expectativas (¡por fortuna!) no siempre son correspondidas, sobre todo si nuestra descripción acota y (de)limita de forma precisa. En realidad, el concierto se anunció de “libre improvisación”, lo que es una simple expresión del método, no la resultante.


Agustí Fernández
© Miguel Ángel Montejo

Resulta casi insólito escuchar en España a Agustí Fernández. Al ser de lo mejor que tenemos, quizá preferimos que salga de aquí por aquello de presumir de marca. Ironías aparte, la ignorancia de este país sobre música improvisada y, en concreto, sobre la figura de Agustí Fernández, dice mucho de nuestro desinterés por la cultura de pulso más nervioso y creativo. Al margen de estos factores exógenos al pianista, Agustí vive años especialmente prolíficos como (intuyo) siempre lo ha hecho, disfrutando del aquí y el ahora donde tengan interés, expresándose en ese directo que defiende como lugar natural de la música. El aquí y el ahora salmantino, promovido por la joven y entusiasta asociación ALAMISA, fue doblemente insólito por contar también con la jiennense Irene Aranda, cuya extraña autonomía e independencia como creadora todavía no ha sido mínimamente valorada. Cara a cara sobre el escenario, dos expresiones pianísticas muy diferentes pero compatibles. Hay, claro, una diferencia notable de años de experiencia, también de identidad sonora: más acerada la de Agustí, más lírica la de Irene. Sin embargo, y he ahí una de las necesidades prácticas de la libre improvisación, la adaptación de uno al otro dio felices resultados. Irene fue capaz de arrojarse al vacío más vertiginoso y torrencial de Agustí y Agustí de apuntalar la veta más introspectiva de Irene.


Agustí Fernández
© Miguel Ángel Montejo

Casi hora y media de música (incluidos los jazzísticos cinco últimos minutos) dio para dos dúos y dos solos. En el ejercicio individual, el espectador atento pudo ser consciente de algunas de sus respectivas particularidades que, por separado, parecerían incluso divergentes. Tanto Irene Aranda como Agustí Fernández frecuentan las tripas del piano (en eso él es un consumado especialista), pero las formas difieren. Ella, por ejemplo, juega con cerdas que frotan las cuerdas del instrumento, del que desprende una electricidad casi boreal, mientras él trabaja fundamentalmente con los dedos en feroz pizzicato; ambos utilizan diversos objetos, como una medalla con la que Agustí pareciera emular una fina lluvia de meteoritos (cosas de la percepción subjetiva). Los dos son percusionistas de su instrumento: él con su digitación sobre la madera o con el martilleo exaltado desde el teclado; ella, con su descenso al sótano del piano, con la ayuda de unas piedras con las que golpea las varillas de los pedales. Más allá de su naturaleza percusiva (martillos que golpean cuerdas), el piano es con ellos una caja de resonancia(s), altavoz de su voz interior.

En la expresión convencional con el teclado, emana de ella un cierto clasicismo, pequeñas digresiones y giros con motivos de (imaginaria) música española; con él, el teclado es una montaña rusa de vértigos, restallan clusters y repiquetean en in crescendo pequeños motivos de metralla rítmica. Detalles expresivos y técnicos que se integran y complementan durante las prolongadas exploraciones y diálogo en los que la música interpela al oyente con sensaciones espaciales muy variopintas, como si el sonido pudiera expandirse y contraerse a voluntad, ocupar más o menos espacio físico; como si pudiera engordar y adelgazar a discreción, y se tratara de materia sólida y continua que van moldeando y su resistencia fuera la de la plastilina.

Agustí Fernández e Irene Aranda invocan más sentidos de los que uno sabía tener y atraen hacia ellos hasta la respiración, anulada como una molesta y ruidosa servidumbre de supervivencia que interfiere en la percepción de los estímulos que bombean desde el escenario, playa de oleajes ora tempestuosos y en colisión, ora calmos y de serena madrugada. Una borrasca emocional de anticiclónicas consecuencias.


© Carlos Pérez Cruz

Nota: Gracias a Miguel Ángel Montejo por la cesión de sus fotografías. Más imágenes en su blog.

Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com

sábado, mayo 03, 2014

Charla sobre improvisación (Salamanca, 9 de mayo 2014)


¿Por qué una charla sobre la improvisación? Una primera respuesta: porque es muy difícil escucharla. ¡Ojo! No me refiero a la exigencia que requiere escuchar esta expresión musical (de hecho lo que es difícil en estos tiempos es escuchar… cualquier cosa), sino a que resulta muy difícil tener la oportunidad de escuchar música improvisada; quizá por ello sigue siendo una verdadera incógnita para la mayoría y genera más dudas que certezas, más prejuicios que juicios fundamentados. La falta de experiencias es un muro que inhibe su disfrute. 

¿De qué hablamos cuando hablamos de música improvisada? ¿Hablamos de jazz o el jazz es sólo uno de los posibles vehículos de expresión de la improvisación musical? ¿Qué es la ‘libre improvisación’? ¿No son acaso todas las improvisaciones libres? ¿Significa eso que no hay estructura? ¿Es aleatoria? ¿Puro azar? ¿Hablamos de música atonal? ¿Qué reglas se siguen? ¿Hay reglas? ¿Cómo se prepara un músico para un concierto improvisado? ¿Y un espectador? 

Son muchas las preguntas y todas ellas tienen más de una posible respuesta (y quizá una única certeza: la música). De la mano de los pianistas Agustí Fernández e Irene Aranda trataremos de resolver cuantas dudas surjan sobre la improvisación a partir de su propia experiencia de aproximación y trabajo con ella. 

Carlos Pérez Cruz 

Nota: La charla se plantea como una entrevista realizada por el músico y periodista Carlos Pérez Cruz, director del programa ‘Club de Jazz’ (www.elclubdejazz.com), y está abierta en todo momento a la participación activa de todos los asistentes.

jueves, mayo 01, 2014

Respuestas a las “preguntas sin responder” de Manuel Recio (y más preguntas)

Algunas consideraciones y respuestas a las preguntas que Manuel Recio se hace y plantea en su texto Jazz actual: preguntas sin responder [Obviamente se recomienda leer en primer lugar el texto de Recio y después, si se desea, el que desarrollo a continuación].

¿El jazz debe ser un negocio? Si lo que expresamos (y deseamos) con ello es que las artes se mantengan al margen de su comercialidad (es decir, al margen de factores exógenos a la creación y a la creatividad artística pura), obviamente no. En la medida en que a nadie se le garantiza en esta sociedad la manutención por el simple hecho de existir, lo deseable sería que el propio arte –y, por ende, el jazz- pudiera servir para que el creador hiciera negocio con él; es decir, que el jazzista obtenga por su obra una justa recompensa que le permita afrontar los gastos a los que como un ciudadano más está obligado y así dedicar a su trabajo el tiempo que sea preciso y con la mayor libertad imaginable. El problema, en todo caso, no será el negocio que haga con su trabajo sino que el negocio esté orientado/determinado por deseos artísticos que no sean los propios.

Según Manuel, la Nueva Orleans de hace un siglo era un lugar en el que “la música servía para divertirse”, al contrario que Chicago o Nueva York en que “era un negocio”. Si para los músicos la música fuera solamente diversión (y su sustento –negocio- dependiera, obviamente, de otras actividades), la música no dejaría de ser un hobby. ¿Es eso deseable?

¿Por qué no consigue engancharme el jazz contemporáneo a mí, que en teoría soy público objetivo? La pregunta que se hace Manuel Recio concluye un párrafo al que da inicio con una confesión que responde (siquiera parcialmente) su propia pregunta: “Confieso que mi interés por el jazz actual es escaso”. ¿Cómo puede alguien llegar a engancharse a algo por lo que declara que apenas siente interés? Hay miles de cosas sumamente interesantes en la vida por las que no sentimos el más mínimo interés, o por las que quizá tan sólo empezamos a interesarnos desde el momento en que alguien nos transmite su pasión y conocimientos y nos contagia. Hay quien mira al cielo y se conmueve viendo las nubes, les da nombre, proceso, sentido... Hay quien sólo ve nubes.

¿Habría de interesarle el jazz de hoy a alguien que se declara aficionado al jazz de entonces? ¿Debería interesarle la música de Bill Haley a un aficionado de Dover? ¿Mozart a un amante de Stockhausen? No necesariamente.¿Por qué se pone en contraste de forma tan habitual el pasado del jazz con su presente, y viceversa? No veo que suceda lo mismo en otros gremios.

¿Por qué esa especificidad con el jazz y sus aficionados? ¿Por qué esa obsesión por comparar épocas (cuando, en realidad, aquello que nos engancha de la música tiene más que ver con intérpretes y creadores concretos que con las épocas y estilos en los que estén fundamentados)? Por supuesto que uno puede sentir mayor afinidad por unas formas y expresiones concretas que por otras, pero de poco sirven éstas si quienes les dan vida son incapaces de comunicarse con nosotros (o nosotros con ellos). El pasado no asegura(ba) más diversión ni emoción que el presente, y viceversa.

Amar y disfrutar las grabaciones de artistas pretéritos no debería hacer que nos sintamos obligados a escuchar grabaciones o a asistir a actuaciones de artistas que se expresen con formas y lenguajes (entre muchas comillas) actuales, y viceversa, salvo que sintamos un genuino interés por ello. De lo contrario estaríamos sublimando una etiqueta (puramente orientativa) sobre el hecho musical. Si el interés es escaso, como reconoce Manuel Recio en su texto, lo que simplemente estamos haciendo es acudir a un concierto o escuchar un determinado disco por pura convención: la que dice que si algo es de jazz me ha de interesar porque el mero hecho de serlo. Y me puede interesar (de hecho me interesó) mucho más un concierto de la cantante Soledad Vélez en Huesca que el concierto de jazz anunciado en mi ciudad la misma noche. Me interesa la música, no una etiqueta que engloba cosas absolutamente dispares que muchas veces no me atraen en absoluto. Dicho de otra manera: no es preciso disfrutar de Louis Armstrong y de Peter Evans, aunque es perfectamente posible hacerlo con ambos.

Existe, desde mi modesto punto de vista, una especie de crisis de identidad en el jazz, dice Recio. Estoy seguro de que las crisis de identidad las tienen los creadores (incluso los aficionados), no las etiquetas. Si la palabra jazz refiriera unas características sumamente concretas, unos márgenes claramente delimitados, serían los jazzistas los que caerían muy pronto en una crisis de identidad. O bien se acomodarían a una identidad prefijada e inmutable o bien se quitarían de encima la dichosa identidad por agotamiento de los límites. De hecho, la ansiedad definitoria (¿y totalitaria?) de la que algunas voces hacen gala sobre qué es el jazz ha hecho que muchos jazzistas (valga la paradoja) renieguen del término (por salud mental).

Ha perdido el fervor popular, el pulso, la conexión con el gran público. Se ha intelectualizado, asegura el autor. No olvidemos que lo que consideramos música popular es un fenómeno del último siglo y que, en ese siglo, la música popular (y por ende las etiquetas que la catalogan) se ha atomizado casi tanto como las audiencias. Ese jazz popular ha pasado de tener casi la exclusiva del entretenimiento social a competir con decenas y decenas de formas musicales populares y, desde luego, mucho menos exigentes que, incluso, las del jazz pretérito al que se siente afín Manuel Recio y que también ha perdido hoy el fervor popular.

Sí, hablamos de exigencia. Y Manuel se pregunta: ¿Qué oyente está dispuesto hoy en día a regalar sus preciados minutos de existencia a un fin tan exigente? Creo que la pregunta dice más en contra del oyente que de la propia música (o al menos nos habla de un oyente que tan sólo aprecia la ligereza y no busca más en la música). ¿Acaso ha de ser la música sólo ocio y divertimento? ¿Es deseable que lo sea en todos los casos? ¿En su mayor parte? ¿Es la popularidad –si entendemos que la popularidad le viene dada por su carácter ocioso- un fin en sí mismo? ¿Ha dado la espalda el jazz a la popularidad? ¿No ha sido acaso un género impopular la mayor parte del tiempo? ¿Qué garantiza musicalmente la aceptación del gran público? ¿Qué dice en su contra que no la tenga? ¿Y si la intelectualización no fuera más que un lugar común al que nos acogemos cuando algo simplemente no nos gusta?

Tal y como señala Manuel, creo que el disfrute del jazz “exige un esfuerzo y una implicación por parte del oyente”. No podría ser de otra manera. Eso sí, pocos esfuerzos han sido compensados de forma tan gratificante en mi vida como los que han venido de la escucha y curiosidad por la música. Oídos atentos, mente dispuesta… ¡Qué exigencia tan liviana!

Carlos Pérez Cruz
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