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domingo, octubre 30, 2011

Rudresh Mahanthappa´s Samdhi - San Juan Evangelista (Madrid, 29/10/2011)

Rudresh Mahanthappa en Madrid (© www.elclubdejazz.com)
 ¿Quién no ha asistido en alguna ocasión a una colección de fuegos artificiales y ha imaginado qué pasaría si lanzaran todos los fuegos a la vez? Un sueño infantil, lo sé, pero al igual que una mala zarzuela que cierra con ruidosos chis pum para ocultar el tedio previo, un mal disparo pirotécnico siempre tiene la promesa de la 'traca final' para compensar. Es la explosión en bloque, el ruido, el estallido acumulativo de luces y colores del final el que dibuja el oh en la cara de los espectadores, el que abruma por una intensidad extrema sostenida durante largos segundos. Por eso se reserva para el final, para modificar percepciones previas o, en el mejor de los casos, para refrendar el éxito con el climax final. Pero, ¿qué pasa si se lanzan todos los fuegos a la vez?

¡Ay si se lanzan los fuegos a la vez! En realidad ya lo sabíamos, aunque los sueños de infancia tienen derecho a no ser refutados. Pero uno tiene ya cierta edad como para prever las consecuencias de ciertos actos. Si se dispara toda la artillería de golpe el efecto es abrumador y ensordecedor - como podíamos imaginar - y, si además el efecto se repite  una y otra vez en un bucle de casi dos horas, se termina por perder la sensibilidad y en estado catatónico. Y eso sirve tanto para los fuegos artificiales como para la música. Así, rígido como un bloque inerte de carne y hueso he quedado en mi butaca del mítico San Juan Evangelista madrileño (en mi estreno como espectador en este recinto de glorioso pasado e incierto futuro de la Cultura en España). ¿Por qué? Porque el cuarteto que Rudresh Mahanthappa lidera para presentar su proyecto Samdhi ha decidido refutar mi sueño infantil. ¡Qué crueldad!

Una de las razones que me llevaron a valorar positivamente el disco Samdhi fue que a la admiración técnica y virtuosa (fuera de toda duda de los músicos de este proyecto) se le sumaba una conexión emocional nada fácil de lograr cuando la construcción musical parte de parámetros tan complejos. Imaginemos por un momento que los cuatro músicos del directo (los mismos del disco, a excepción - lástima - del percusionista "Anand" Anantha Krisnan) son valientes y expertos funámbulos capaces de caminar con sobrada solvencia sobre finísimos alambres. Imaginemos igualmente que esos finísimos alambres son azotados por fuertes vientos que generan un balanceo suicida sin que ellos se echen atrás por ello. Es más, se les ve serenos, incluso intercambian miradas cómplices ante semejante gesta. Cruzan de un lado al otro y los espectadores aplaudimos a rabiar. Y vuelven a cruzar. Y lo hacen de nuevo. Una y otra vez, y otra vez más. Y así durante casi dos horas. De acuerdo, la hazaña seguirá siendo tal cada vez que se arriesguen a una nueva y fatal caída pero, ¿y qué? Llega un momento en que el espectador asume que si la vez anterior, y la anterior, e incluso las anteriores, lograron pasar con pasmosa firmeza, ¿por qué no habría de suceder lo mismo en la siguiente? Así que pierde el interés y empieza a pensar en sus cosas.

¿En qué se traduce esto en términos musicales? (lo sé, puedo ser reprendido por excesos metafóricos y falta de concreción) . Se traduce en que Rudresh Mahanthappa ha optado por crear una música de inabordable poliritmia para los músicos mortales sometida, a su vez, a permanentes excesos de velocidad neutrina. Está por demostrar que los neutrinos viajen a mayor velocidad que la luz pero no que Mahanthappa es el saxo alto más veloz del Oeste, una especie de Charlie Parker fundador del reBe-Bop alucinado (y alucinante) que en el concierto del "Johnny" (apelativo cariñoso y popular de la sala madrileña) llevó su música a un nivel de alteración sensorial tal que los sentidos se ven desbordados sin la compensación de una dosis de silencio, sin una pizca de pausa y sosiego, de transición entre un estadio y otro. Todo era permanente excitación y equilibrismo, sobreestimulación y "más difícil todavía". El cerebro necesita tiempo para asimilar tanta información (el mio, al menos) y por eso se bloquea si todavía no ha comprendido qué ha pasado, qué es aquello que le ha aturdido, y ya viene otra oleada.

En opinión de quien esto firma el concierto de Samdhi (según Mahanthappa, el cuarteto toma nombre del título del disco) hubiera agradecido un mayor equilibrio tanto de estructuras de composición como de intensidades. A la barbaridad con baquetas que es Damion Reid le sobró presencia y le faltó sutilidad. Como maquinaria de precisión es practicamente inalcanzable pero su participación pecó en decibelios. Tuve la sensación en ocasiones de que tanto la pegada de Reid como la acción colectiva se nutría del deseo de evidenciar el virtuosismo del que andan sobrados para solventar las complejas ecuaciones rítmicas de las partituras de Mahanthappa, más que de hacer Música, sea esta más o menos sencilla conceptualmente. Al final debería tratarse de eso, de hacer Música, no de examinar en público las asombrosas cualidades técnicas de las que hicieron gala desde el primer hasta el último minuto (eso sí, me perdí la prórroga). Una descarga brutal de permanente traca final.

© Carlos Pérez Cruz

Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com

lunes, octubre 24, 2011

Rudresh Mahanthappa - "Samdhi"

 
¿Qué tienen en común Charlie Parker y Lady Gaga? ¿Los Yellowjackets y el hip-hop? ¿David Sanborn y la música del sur de la India? Más allá de la conexión que cada uno haga entre ellos (si es posible) y de mi aprecio e interés por unos y desinterés y abominación de otros, todos ellos son nombres y estilos por los que el saxofonista Rudresh Mahanthappa manifiesta admiración o reconoce inspiración en el libreto del disco. Pero a veces incluso los productos indigestos alimentan y Mahanthappa ha eliminado toxinas, azúcares y grasas hasta llegar a cocinar una música tan sabrosa y nutritiva para el alma como la que se recoge en Samdhi, primera producción del saxofonista para el sello alemán ACT.

En los setenta y ochenta la música de la India tuvo su reflejo en el Jazz a través de grupos de fusión. Es decir, en grupos que a partir de su bagaje jazzístico (y rockero) incorporaban elementos exóticos a su cultura (tablas, sitares y solistas hindús) o se aproximaban a ella en colaboraciones de exploración y curiosidad más o menos inducida por las dinámicas de la época. Con Rudresh Mahanthappa (al igual que con el pianista Vijay Iyer) estamos asistiendo a una realidad relativamente nueva y en cierto modo inversa. Los hijos de la emigración india de los sesenta, los nacidos ya en Estados Unidos (aunque el saxofonista lo hiciera de forma coyuntural en Italia), han crecido en unas circunstancias muy diferentes a la de sus padres. Tan natural les resulta la cultura made in USA como la tradición que en sus casas y comunidades se haya podido mantener viva del pasado en otro continente. Es probable incluso que les resulte más familiar la "adoptada". Por eso la forma de aproximarse a la cultura de sus ancestros no puede ser la misma que a la que nos había acostumbrado el Jazz de fusión forjado en los setenta y ochenta. Ahora el viaje del músico no es hacia otra cultura sino un viaje interior a la propia identidad cultural, con la particularidad de que esta incluye de forma natural la del país al que sus padres emigraron.

Este largo preludio pretende dejar claro que no podemos hablar de fusión en la música de Samdhi, no al menos si esta nos lleva a incorporar este disco al imaginario de Jazz fusión en el que los elementos cohabitan como entidades diferenciadas. No es el caso. En Samdhi toda la música es una, como si la utilización de ciertos giros melódicos, endiabladas métricas o determinadas percusiones fueran los propios de la cultura que damos en llamar Jazz. Así, por ejemplo, en Playing with stones la rítmica - que puede recordar la de un continuo africano - crea una base sobre la que se dibuja una melodía de resonancia india cuyo desarrollo se interrumpe en varias ocasiones, abriendo un espacio tentativo ajeno a la tradición de trance rítmico de la música del país asiático (al menos aquella que encuentra acomodo en el imaginario occidental). Incluso Killer - vertiginoso, contundente y exuberante ejercicio de virtuosismo rítmico - resultaría difícil de entender sin una tradición iniciada por saxofonistas como el antes mencionado Charlie Parker. Es casi un bop alucinado sobre ritmos imposibles surgidos del intercambio de golpes entre batería y tabla y la guía del bajo de Rich Brown. Un tema que adquiere grado de psicodelia en partes del solo de Mahanthappa. Eso sí, la forma de improvisar es métricamente mucho más regular, sin el carácter sincopado del Jazz al uso, un chorro de notas a pre(ci)sión matemática sobre las complejas ecuaciones rítmicas de la música.

Es asombroso este Samdhi de Mahanthappa, generoso hasta la extenuación en su riqueza. En Breakfastlunchanddinner (así, tó juntico) a la exposición temática de saxo y guitarra sobre un pulso regular binario (fórmula de llamada - respuesta) responden bajo y percusión sobre unos inestables compases compuestos. Por separado resulta  inteligible pero una vez acabada la exposición temática la música fluye en un tótum revolutum donde parece casi imposible lo que Mahanthappa logra: un discurso firme y regular sobre una pulsación endemoniadamente inestable. Para rematar, el tema de pronto cae a swing  hasta que un brillante David  Gilmore inicia solo y camina por donde antes lo hizo el saxofonista, como más tarde hará Rich Brown con el bajo. Pero no todo es vértigo en Samdhi. Parakram #2 retoma las oscuras aguas del #1 con el que se inicia disco para indagar en las posibilidades de la electrónica, con loops y un toque de psicodelia, creando capas de timbres, ritmos y efectos sobre los que va lanzando frases entrecortadas. Un extraño y sugestivo interludio entre tanta maraña métrica tras el que uno exclama un agradecido Ahhh, título de la composición que sigue, cuya aparente serenidad  resulta un efecto auditivo. En los diferentes pisos rítmicos que escala el tema la cuerda se tensa progresivamente de forma casi imperceptible hasta llegar al excitado solo final de Rudresh, de nuevo con el saxo distorsionado.

Tal es el muestrario de recursos que casi resulta comprensible un final tan plácido como el que ofrece el baladístico For all the ladies, excesivamente pop y meloso para mi gusto (quizá en mente alguna de las azucaradas referencias iniciales) pero precedido por un interesante solo de Rudresh en For my lady que parece emular el sonido de alguna de las múltiples vertientes de gaita y derivados orientales. Una rúbrica de distensión después de una agotadora batalla musical que camina en muchos momentos sobre un fino alambre de equilibrista, sin perder nunca de vista lo fundamental: la capacidad de comunicar. Y no resulta fácil hacerlo sobre mimbres tan complejos y exigentes, en los que se corre el riesgo como oyente de quedar fascinado por los requiebros malabares. Por fortuna en Samdhi el ohhh asombrado tiene una doble razón: técnica y emocional.
 
© Carlos Pérez Cruz

Reseña publicada originalmente en www.elclubdejazz.com

sábado, octubre 22, 2011

Josetxo Goia-Aribe & Arantxa Díez - "En Jota"


Que la jota tiene fama de música con soporte testicular (brazos en jarra y ¡ahí va esa jota!) es vox pópuli en las tierras donde encuentra eco. Navarra es una de esas regiones joteras, con una tradición que tiene gran eco especialmente en sus zonas ribera y media. La jota - un acta notarial según declaración de Goia-Aribe - es manifestación musical popular y como tal tiene notable presencia en festividades varias de la comunidad navarra. Yo, que nunca he sentido atracción por tal expresión, he padecido de forma colateral (pasaba por ahí) estruendosos y agudos alaridos amplificados por cruentas megafonías que agravan las consecuencias de una abrasiva onda expansiva que - más allá de los daños físicos y mentales - me afirma en la idea genital de esta música habitada por cantantes de vena inflamada. Tan sólo en una ocasión recuerdo haber escuchado a una jotera interpretar una jota con finura y elegancia. Por eso un proyecto sobre la jota se encuentra allá lejos, muy lejos, de mis apetencias y necesidades espirituales pero... a Josetxo siempre hay que darle una oportunidad.

Josetxo Goia-Aribe es - siempre lo he dicho y se lo he dicho - el Jan Garbarek foral (Navarra es tierra con régimen administrativo foral). Sin embargo esa relación de mi inconsciente no va más allá de una afinidad estética para mí evidente en la forma de hacer sonar el instrumento (salvando las distancias) y, si se quiere, en los conceptos de encuentro entre músicas populares y Jazz. Pero algo que no se le puede negar a Josetxo es la virtud de la independencia, la libertad de acción musical del que siempre ha hecho lo suyo sin que nadie se le parezca y, en ocasiones, sin que - me temo - se entienda bien lo que hace. Demasiado otra cosa para los jazzistas de cuño estándar y demasiado raro para aquellos que podrían sentir curiosidad por proyectos que hablan de sus propias tradiciones. Pero si ya los aficionados al Jazz más rocosos son difíciles de agrietar, qué decir de los ciudadanos cuyo bagaje no dobla la esquina de su calle y vivirían toda una vida atrapados en el día de la marmota de Bill Murray. A ellos creo que les costará entender la hermosa nueva criatura parida por Josetxo que ha trastornado por completo mi relación con la jota, que ahora es dulce e íntima. Un nuevo género que bautizo aquí y ahora como La jota Josetxo.

¿Cómo es la jota Josetxo? La jota Josetxo es una jota que relaja como una infusión nocturna. En vez de brazos en jarra la jotera sostiene en sus brazos una hija imaginaria para que le cante, pero sin matarla. Es una jota que acuna cuando son Jotas callandico (expresión descriptiva de nuevo cuño made in Josetxo) y que forma parte de un paisaje sonoro onírico y ensoñador en los arreglos de Goia-Aribe. Incluso cuando es una jota más pecho palomo como la Palomica, a Josetxo se le ocurre culebrear como acostumbra bajo la voz de Arantxa para terminar convirtiendo aquello en una alegre fiesta que deriva en un vals llamado Jota París, que podría ser copla pero que es jota en el vibrato de Díez. ¡Qué hermosura! Ahí descubre Josetxo otra de las aportaciones de En Jota: la creación de nueva música y textos, varios de ellos firmados por el zaragozano Gabriel Sopeña (reputado letrista) y la propia Arantxa Díez (incluso el propio Goia-Aribe). Inventos como el de la Jota Blues, que se suma a un precedente Zortziko Blues presentado en el disco Herrimiña (2000) donde Josetxo ya hizo una primera aproximación a la jota Josetxo con unas Jota al aire y Jota Baluarte puramente onomatopéyicas. Jota Blues es un blues en tempo ternario donde el estribillo rompe el ritmo de vals con una declamación de Arantxa que fragmenta cada una de las vueltas al tema. Recursos inteligentes en la construcción temática, con desarrollos breves (probablemente abiertos a mayor desvarío en el escenario) y mucho cuidado de la estructura y lectura.

Para el único instrumental del disco Josetxo Goia-Aribe se saca un conejo de la chistera provocando el encuentro entre la jota popular Las campanas del olvido e Il piacere, partitura del histórico baterista italiano Aldo Romano que registrara por primera vez en un disco homónimo de 1979. Una y otra en pistas diferentes del disco pero unidas en un feliz tránsito imperceptible que logra que una sea preludio natural de la otra o, dicho de otra manera, la otra desarrollo natural de la una. Una joya la de Romano en la que escuchamos el sonido siempre resonante y acogedor de Baldo Martínez y la delicada inteligencia de un pianista tan sensible como es Javier Olabarrieta. Sobre su compañía vuela expresivo Goia-Aribe, sin alardes, administrando la verdad de su lenguaje improvisador, sabiendo leer los espacios de la música, respirando. Respiro que necesitaría el oyente después de semejante piacere, pero el disco no deja los treinta segundos que - ¡como mínimo! - necesitaría uno para reponerse. Sigue, menos mal que con la segunda jota callandico: Y vi que estabas soñando, música de cuento de hadas que conduce a otra jota inventada, la bellísima Jota mora que, sin embargo, tan nórdica y etérea (vale, corremos riesgo de desgastar el adjetivo) suena en el desarrollo de su improvisación.

Al intimismo de En Jota contribuye la ausencia de batería. Queda así un conjunto flexible que baila en torno a la voz de Arantxa Díez a quien honra su ánimo para encarar un proyecto como este tan alejado de los cánones de su mundo natural. Una voz en la que uno intuye el enorme trabajo de modulación que hay detrás para llegar a lograr la calidez que desprende, alejada de toda imposición. Una voz jotera que seduce por su dulzura y que Josetxo ha sabido dirigir para atraer a su particular mundo de brujería musical, en el que la pócima está compuesta de dedicación y un sexto sentido para leer entre las líneas de la música folclórica. Un alquimista del Jazz que saca como pocos partido de sus virtudes para crear belleza y sutileza hasta de la aspereza. Y resulta asombroso cómo logra en este En Jota dar tanto a partir de una música tan, a priori, limitada en recursos como es la jota. Cómo trabaja los recursos (cómo el ostinato rítmico de piano y contrabajo preludian un María Guadalquivir que parece casi saeta) y qué belleza artesanal se trasluce del resultado. Josetxo es un músico tenaz, autor de un universo propio pero universal, capaz de hacer evolucionar como pocos la música de una tierra especialmente reacia a la evolución, encerrada en la mediocre complacencia de la tradición inviolable. Pero él a lo suyo, haciendo mundial lo local. Que ahí fuera se sepa depende de muchos factores. Ojalá vuele su jota. La jota Josetxo.

© Carlos Pérez Cruz

Reseña publicada originalmente en www.elclubdejazz.com

miércoles, octubre 19, 2011

Charles Lloyd, el buscador de sonidos


El saxofonista Charles Lloyd (Memphis, 1938) es uno de los músicos más libres del Jazz. Activo durante más de medio siglo su carrera profesional se inició en los sesenta en las formaciones del baterista Chico Hamilton o del saxofonista Cannonball Adderley. En 1964 grabó su primer trabajo, "Discovery!" y lideró en la segunda mitad de la década un exitoso cuarteto del que formaba parte un entonces veinteañero pianista Keith Jarrett. Ese cuarteto (junto a Jack DeJohnette y Cecil McBee) participó en el rockero Festival de Monterey (considerado predecesor del de Woodstock) y al año siguiente (con Ron McClure en vez de McBee) en varias ciudades de la Unión Soviética contra los deseos del gobierno soviético:
Era un joven de veintitantos y fuimos invitados a la Unión Soviética por un grupo de artistas y científicos que amaban las artes pero no recibimos la bendición del gobierno. El gobierno no quería que fuéramos porque decían que los americanos habían intensificado la Guerra de Vietnam. No era algo que tuviera que ver conmigo pero yo vivía aquí. Al mismo tiempo lancé una pregunta: si los gobiernos no me permitían ir como músico, ¿podía ir como ciudadano de la tierra? Y podía, así que viajé y toqué música para esta gente.

Los cuatro 'ciudadanos del mundo' no lo tuvieron fácil para tocar sus conciertos en Leningrado (actual San Petersburgo) o Tallín (actual Estonia), ciudad esta última en la que su actuación quedó registrada en Charles Lloyd in the Soviet Union. Según el propio Lloyd, aquello era como formar parte de una película.
De alguna manera el público estaba al tanto de muchas cosas, porque en tu país te das cuenta de algunas cosas. En un lugar en Leningrado sabían que no podríamos tocar así que íbamos a otro lugar y había miles de personas esperándonos en un sitio clandestino. Era como estar en una película pero era tan fuerte su humanidad y la gente era tan hermosa que sólo sé que en todo el mundo la humanidad es algo hermoso y que son estas normas y la gente que tiene intereses opacos los que no quieren que la canción sea cantada, porque la canción es una canción esencialmente de libertad y de asombro.
Aunque realizó varias grabaciones durante los años setenta (entre otros con The Doors o Beach Boys), Lloyd permaneció "exiliado" en el Big Sur de California, una cordillera montañosa en la que también se recluyeron artistas como el escritor Henry Miller. Hasta que a principios de los años ochenta un tal Michel Petrucciani apareció en su vida:
Es ese pequeño hombre con la enfermedad de los huesos de cristal. Me preocupé por él pero tocaba el piano de forma tan hermosa que supe que era el momento de bajar de la montaña porque los veteranos siempre me habían ayudado. Así que lo llevé de gira por el mundo durante un par de años para que empezara y así es como sucedió. Yo estaba viviendo una vida silenciosa en el campo. No sabía que iba a volver a tocar en público de nuevo.
Charles Lloyd y Michel Petrucciani (www.charleslloyd.com)
Después de superar una operación a vida o muerte Lloyd retomó una actividad musical que desde 1989 está ligada al sello alemán ECM para el que graba con asiduidad. Su última grabación es un directo en Atenas junto a la cantante Maria Farantouri, todo un símbolo de la canción griega que luchó desde el exilio contra la 'Junta de los Coroneles', la dictadura que vivió Grecia entre 1967 y 1974. A Lloyd le une una gran amistad con Farantouri a la que visita anualmente en Grecia.
Me lleva a todos los lugares sagrados, que es algo que mucha gente no tiene la oportunidad de hacer. Allá donde vamos… viajo con ella en el coche… vamos al Templo de Apolo, al de Poseidón, a Epidauro, a algún lugar sagrado. Paramos a un lado de la carretera para comprar cerezas o uvas, lo que sea, y los vendedores ven a María y exclaman: ¡¡Oh no María!! ¡¡¡No podemos coger tu dinero!!! Y ellos son gente pobre.
A sus 73 años Lloyd confiesa seguir perfeccionando un sonido cada vez más íntimo. Se declara un buscador de sonidos, tanto en los sesenta cuando trataba de cambiar el mundo a través de la música como ahora en que trata de devolver algo de la paz y el consuelo que la música le ha dado. Sin planificar el futuro pero viviendo el presente porque:
... si piensas en el siguiente instante podrías perderte este.

© Carlos Pérez Cruz

Puedes leer la entrevista completa con Charles Lloyd o escucharla en su versión original en inglés o con doblaje en castellano. La conversación fue emitida en la edición del programa "Club de Jazz" del 19 de octubre de 2011.

sábado, octubre 15, 2011

Praça da Alegria, 39 (Lisboa)

Con la biblia del viajero en la mano (palabra de Lonely) salimos a la calle en nuestra primera tarde en Lisboa. Estuve hace trece años apenas unas horas, demasiado pocas para Lisboa, demasiados años para mi capacidad memorística. Kerry Walker - la Lonely Planet termina por hacer íntimos del viajero a sus autores - cuenta que muy próxima a nuestro hotel se encuentra la Praça da Alegria y que allí tiene su sede el Hot Clube de Portugal, uno de los más antiguos clubes de Jazz de Europa, en la plaza desde principios de la década de los cincuenta. Impresiona la idea de más de medio siglo de historia de Jazz cobijada a apenas unos minutos de paseo desde el hotel. Allá que vamos.

Lisboa es vertical. Lógicamente todo lo que sube baja pero de Lisboa uno recuerda cómo la fuerza de la gravedad lo aplasta en el ascenso más que en el incómodo descenso. De la Avenida da Liberdade a la Praça da Alegria se sube. No mucho, es verdad, ya vendrán mayores. Dice Kerry que
ondulantes palmeras y ficus dan sombra a esta tranquila plaza, siempre llena de padres con cochecitos. Hay un busto del pintor del S.XIX Alfredo Keil. Cierto es que el texto de Kerry se publicó en 2009, pero tan sólo dos años después no se ve cochecito alguno y pocas personas susceptibles de empujar uno. Quien sí forma parte de la plaza es un mendigo de tez oscura, mirada de pasmo escéptico y relato ensimismado. Día sí, día también, ahí está, sentado en el mismo banco o dando pequeños pasos en torno a él. La plaza es tranquila, cierto, pero es de una tranquilidad como de abandono, con la nerviosa vegetación clamando la poda dedicada de un jardinero. Alfredo Keil presente, temeroso por la invasión vegetal. ¿Y el club? ¿Dónde está el acceso a ese atestado sótano donde no cabe ni un alfiler en las noches más animadas, allá donde uno encuentra a la flor y nata del mundillo jazzístico de Lisboa en el interior de un antro manchado de nicotina y forrado de pósteres?

Praça de Alegria 39, dice Kerry. Pero, ¿será posible? El número 39 es una puerta tapiada con cemento adornado por el dibujo de unas escaleras que evocan el descenso hacia un sótano. Quizá por efecto de la gravedad sobre Lisboa ese descenso es en ascenso. Miro y remiro, me giro, busco desorientado en qué momento me equivoqué de lugar, dónde está el error que me ha llevado frente a un edificio en ruinas que oculta la miseria de su degradación con el tapiado de las ventanas y puertas sobre las que alguien dibujó escudos, un loro, una lira, un saxofonista o el detalle de un saxofón. ¡Un saxofón y un saxofonista! ¿Serán pistas? Pero, ¿qué tienen que ver un saxofón y un saxofonista con el escudo presidido por la palabra “Bombeiros”? El loro no me resuelve la ecuación.

¿Te importa si damos una vuelta a la plaza? Puede que el número esté equivocado. No, no hay padres con cochecitos y entre la foresta otros mendigos se derrumban en bancos mientras un concentrado lector encuentra silencio de biblioteca en una plaza donde la Alegría debe de ser algo que va por dentro. Pero del club no hay noticia, no parece haber tal equivocación. Es probable que haya desaparecido, que esta crisis con ecos de catástrofe del 29 haya acabado con la Alegría enfermiza de los aficionados al Jazz y el Hot Clube de Portugal sea ya recuerdo de quienes vivieron sus noches más atestadas de gente, donde no cabría ni un alfiler y los músicos sobrevivirían a la nicotina entre pósteres de leyendas, unas vivas y otras muertas, enterradas como ahora parece estarlo el Hot Clube de Portugal en esta plaza de mendigos y vegetación silvestre.

No empieza bien el (re)descubrimiento de Lisboa. Es triste su hola y amenazantes para nuestra resistencia física las escaleras que nos esperan de camino hacia la vecina Praça do Príncipe Real, reluciente y llena de vida (la realeza esquiva muy bien las crisis). La luz atlántica, que calienta con desmesura de verano una tarde de octubre, templa el frío del alma desconsolada por la pérdida de un lugar nunca conocido pero ya añorado. Lamento cada persiana bajada allá donde antes resonaba buena música, donde los libros iban y venían en manos de compradores y curiosos o aquellas salas de cine donde se podía dejar en suspenso la vida durante un par de horas. Son demasiadas las persianas y las tapias, los lugares sellados y abandonados que impiden hoy el paso a cada uno de estos paraísos que se olvidan en nuestra sociedad cada vez más vulgar, en la que un grupo de adolescentes sujeta un móvil con la mano izquierda y el cigarro con la derecha a las puertas de un instituto mientras el anciano que pasa entre ellos escupe al suelo metros después. Y sin embargo, ¡qué hermosa es Lisboa! Pasaría horas holgazaneando y admirando la belleza de postal que exponen sus
miradouros, esos balcones a una ciudad que guarda a orillas del río Tejo los secretos de la poesía de Pessoa o los lamentos de Amália Rodrigues y su prole de grandes voces del Fado, el Blues desgarrador y desgarrado del alma portuguesa.


Casa-Museo de Amalia Rodrigues

No hay Jazz en la Praça da Alegria ni nadie nos canta un Fado en las calles del barrio de Alfama (Kerry, ¡tienes trabajo de revisión!) pero me asombran y confortan las numerosas livrarías, los pasteis de nata con café a precio de céntimos en A Tentadora y sus cinco camareros (¡Cinco! Eco de los tiempos donde importaba el servicio atento y el necesario personal para ello) o la ilusión de San Francisco que dibuja en el horizonte rojizo del atardecer el Ponte 25 de Abril.


Puente 25 de Abril

Reconforta más si cabe a mi espíritu sincopado encontrar las escaleras que bajan (al Jazz siempre se desciende) hacia el santuario de Clean Feed, una discográfica lisboeta de Jazz con vocación internacional y con tienda, Trem Azul, en la que paso largos minutos con mis dedos dedicados con frenesí al arduo arte de deslizar fundas de discos. Más dura será la elección, amenazada en su anárquica alegría por el peso de la razón monetaria. Me esperan, que si no hubiera pasado la tarde entera. Me llevo de recuerdo el polvo acumulado en las yemas de los dedos, cinco discos y las fotografías que atestiguan que hoy, en el siglo XXI, en la era download, todavía existen lugares en los que la música se palpa. Tanto ha ensombrecido la cultura digital el mundo de las cosas que quienes creemos (todavía) en él resistimos aprehendiendo con delectación las formas. Como un ciego que lee en braille leo las cajas de discos con el mismo asombro que hace ya muchos años me llevaba a pasar horas en mi tienda de discos favorita en Pamplona (que en paz descanse). Soy feliz allí. Víctima de una felicidad ansiosa, la de quien constata que la discografía es tan infinita a mis oídos como para dos piernas el mapamundi. Siempre quedará música por escuchar por falta de tiempo y, por qué no reconocerlo, por necesidad de silencio.


Albert Ayler presidiendo el interior de Trem Azul

Asciendo a la Rua do Alecrim después del festín arrastrando mis pasos por las escaleras que antes bajé, con una bolsa de papel como de churrería envolviendo mis cinco discos. Hasta el final del viaje, hasta la vuelta a casa, serán un secreto por descifrar; mientras, simples objetos de fetichismo para un amante del Jazz que admira los dibujos y fotografías de las carátulas casi con la misma veneración que la música que resguardan. ¿Tendrá el tacto mural de la imagen la música de Ralph Alessi? ¿Habré elegido el disco por esa fotografía rayada de un boxeador en blanco y negro? Todo coleccionista de discos tiene algo de comisario de su íntimo museo fotográfico y pictórico de carátulas. Hasta mi vuelta esconderé en la maleta los cinco discos comprados en Trem Azul y los que llegarán con igual emoción en la Feira da ladra (mercado de los ladrones) de Alfama o en la oscura galería de Carbono, la loja de discos que encontraré por puro azar a mitad de la enésima ascensión (¡avituallamiento!) por una olvidada rua de Lisboa.

Ya de vuelta, alejado de la insolente luz atlántica y del insólito verano del otoño portugués, recompongo con desgana el puzle de mi vida cotidiana. No encajan bien las piezas de la rutina después de los tragos de Ginjinha, los pastéis de nata y la luna creciente sobre el castillo de São Jorge o la Catedral de la Sé, admirada cada noche desde el miradouro de São Pedro de Alcántara. Todo viaje deja una estela de recuerdos y tareas que acentúan y apaciguan por igual la nostalgia, como las migas rebañadas del plato son el placebo de un placer prolongado tras devorar uno de los adictivos pastéis. Las fotografías despiertan recuerdos, los discos descubren aciertos y fallos en la selección y aguardan las notas de viaje que mantienen presente una incógnita que todavía busca respuesta: “Hot Clube de Portugal”. ¿Qué fue del atestado sótano que acogía a la flor y nata del mundillo jazzístico de Lisboa? ¿Qué pasó para que yo encontrara aquellos murales de cemento cegando ventanas y puertas? Encuentro ahora en la distancia y con acceso a internet la razón de aquel paisaje desolado. Quizá la respuesta la tenía el mendigo de tez oscura y mirada de pasmo escéptico, pero no me acerqué lo suficiente para escuchar su relato ensimismado. Quizá estuvo allí, en la Praça da Alegria, aquel veintidós de diciembre de dos mil nueve, y desde entonces recita como un mantra alucinado la historia de la inundación del Hot Clube de Portugal; del día en que el agua de los Bombeiros terminó por rendir al fuego que arrasó el número 39 de la Praça da Alegría pero anegó casi sesenta años de Jazz esculpido entre nicotina y pósteres de músicos.

© Carlos Pérez Cruz (Texto y fotografías)

Publicado originalmente en la web www.elclubdejazz.com


Números 38 y 39 de la Praça da Alegria de Lisboa

Hay una coda feliz a esta historia. El Hot Clube de Portugal sigue vivo y organiza actividades allá donde llega a acuerdos con hoteles e instituciones culturales. Que yo sepa hoy no existe un club que retome el hilo de su historia, pero todo llegará. En Lisboa todo lo que baja, vuelve a subir.

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