Minutos antes de las seis de la tarde ocupábamos dos asientos en la sala de cine donde se iba a proyectar V.O.S., última película del director Cesc Gay. Nos situamos en la penúltima fila de butacas, junto al pasillo. Una señora de una cierta edad sorbía su refresco situada en la misma fila, al otro lado del pasillo. Consciente de nuestra presencia se alejó. Éramos, junto a un orondo caballero de una cierta edad situado unas filas más adelante, los únicos en la sala poco antes del inicio de la proyección. De pronto dos niñas, de unos diez y ocho años respectivamente, accedían a la sala y se situaban en dos asientos inmediatamente detrás de los nuestros. Nos miramos atónitos. ¿Qué sentido tenía que dos niñas, ni tan siquiera adolescentes, hubieran venido al cine para ver una película de un director con tan poca vocación de entretenimiento infantil? Convenimos que debía de tratarse de un error. Seguramente ellas querían ver Up, la única película con cierto aspecto infantil de la cartelera. Después de situarse en sus localidades y permanecer en ellas unos segundos se levantaron y corrieron hacia la puerta de salida. Dejaron algunas cosas sobre sus butacas, así que volverían, seguramente iban juntas al servicio. Volvieron. Mientras tanto un señor de una cierta edad, que sujetaba su caminar en un bastón, se situó ladeado en primera fila.
- ¿Nos ponemos más adelante? -, me sugirió.
Teníamos experiencia en detectar focos de conversación. Sabíamos que una reunión de mujeres de una cierta edad - no solitarias como la que estaba unos asientos más allá - suele tener problemas de contención verbal, también jóvenes parejas de novios o… bueno, por experiencia sabíamos que salvo los solitarios – y no siempre – todo el mundo acompañado se ha convertido hoy en el cine en una potencial cotorra. ¿Guardarían silencio dos niñas en una película “para mayores”?. Nos adelantamos cuatro filas. Se inició la proyección.
V.O.S., título de la película, siglas de Versión Original Subtitulada. Un anhelo como espectador de cine que, irónicamente, también se vio esta vez traicionado por un doblaje absurdo que nos evitaba la ensalada lingüística de la película en la que catalán, euskera y castellano se entrelazan no por capricho del director sino por la identidad de los personajes y la realidad del entorno de la acción: Barcelona. La España Plural una vez más utópica cuando las lenguas de su geografía no tienen posibilidad de ser escuchadas. Los subtítulos son una solución magnífica ya sugerida por el título del filme. Aunque, en honor a la verdad, subtítulos sí los había, desde el segundo cero, sólo que verbales. Las niñas no defraudaron nuestras expectativas. Lo iban a comentar todo. No en susurros – esa forma de hablar que algunos entienden inaudible para el resto pero, en el fondo, molesta doblemente: no entiendes qué dicen, luego no puedes cotillear, y no logras distraerte del entorno y pensar que la película es tu vida en ese instante – sino en un tono natural de conversación. Cinco minutos de película y se abre de nuevo la puerta de la sala. ¡¡Dos niñas más!! Quizás doce y trece años. Nos miramos. ¿Es hoy el día del niño? Que hubiera una pareja de infantes resultaba chocante pero entraba dentro de los márgenes del porcentaje de surrealismo; que hubiera dos parejas rompía todas las estadísticas y nuestra capacidad de comprensión lógica. Se situaron justo detrás de nosotros. Nos miramos con terror.
El terror estaba justificado. Aquellas dos nuevas inquilinas de la sala vivían el cine como quien ve el fútbol o un programa de televisión, interactuaban con la película y comentaban todo aquello que se les pasaba por la cabeza. No entendían muchos de los detalles más “adultos”, se reían a destiempo – quizá el nuestro era el destiempo, ¿quién sabe? –, abrían sin discreción alguna las bolsas de chucherías y, lo que es peor, susurraban. Tan cerca nuestra estaban que incluso se les podía entender. Mientras las dos niñas pioneras seguían con una animada charla que mi llamada de atención no logró detener - después fui advertido de que mi advertencia no fue lo suficientemente sonora como para hacerse presente -. Resultaba imposible concentrarse en la película. Además en una de sus escenas una de las parejas protagonistas acudía al cine y en ella se les veía señalar la pantalla e incluso conversar animadamente - ¿sería producto de mi imaginación? -. ¿Cómo convencer a los espectadores de que la actitud apropiada es la del silencio si dos actores muestran la actitud contraria? Después nos acordaríamos de que una cadena de cines se anunciaba antes de cada película con un grupo de espectadores con evidente ánimo interactivo. La derrota del espectador educado fomentada por los propios exhibidores.
¿Y el resto de espectadores? La señora de una cierta edad que sorbía un refresco antes de la proyección reía cuando las menores no lo hacían. El señor de una cierta edad y bastón situado en primera espetó un sonoro ¡joder! como reacción a la reacción de uno de los personajes. Lo cual podía tener su justificación ya que la película es un juego de metaficción en el que los personajes parecen vivir una realidad que en el fondo es el rodaje de una película y viceversa. Es probable que el señor de la primera fila fuera una ficción con aspecto de espectador… o viceversa. Y el señor orondo de una cierta edad que al principio quedaba unas filas por delante y ahora ocupaba un asiento vecino al otro lado del pasillo profería sonoros bostezos de tanto en tanto.
Terminó la película. En primer lugar abandonó la sala el señor de la primera fila que poco antes había protagonizado su segundo momento cuando una claqueta anunciaba en pantalla la última escena. Al golpe de ¡clack! se levantó de inmediato, permaneció en pie unos segundos y volvió a sentarse. Es probable que pensara que la película había llegado a su fin, aunque también es probable que en ese instante le correspondiera hacerse la foto con el resto del equipo de rodaje y actores – que en pantalla se reunía en una playa de Barcelona para hacérsela – y que renunciara a ello por pereza o por cualquier motivo que escapa a mi metacomprensión. Después de él abandonaron la sala las dos parejas de niñas preadolescentes, la señora del refresco y el señor de los bostezos. Los últimos fuimos nosotros. Salimos tensos por haber padecido nuestra enésima tortura como espectadores educados en el silencio, incapaces de saber si nos había gustado o no la película; sin comprender qué sentido tenía la presencia de aquellas niñas en la sala – que además habían dejado plagada de palomitas y desechos varios – y con la frustración de comprobar una vez más que - da igual la película, el horario, y el día -, el silencio y el respeto está en peligro de extinción. Para colmo, ¿por qué doblan una película titulada V.O.S.?
- ¿Nos ponemos más adelante? -, me sugirió.
Teníamos experiencia en detectar focos de conversación. Sabíamos que una reunión de mujeres de una cierta edad - no solitarias como la que estaba unos asientos más allá - suele tener problemas de contención verbal, también jóvenes parejas de novios o… bueno, por experiencia sabíamos que salvo los solitarios – y no siempre – todo el mundo acompañado se ha convertido hoy en el cine en una potencial cotorra. ¿Guardarían silencio dos niñas en una película “para mayores”?. Nos adelantamos cuatro filas. Se inició la proyección.
V.O.S., título de la película, siglas de Versión Original Subtitulada. Un anhelo como espectador de cine que, irónicamente, también se vio esta vez traicionado por un doblaje absurdo que nos evitaba la ensalada lingüística de la película en la que catalán, euskera y castellano se entrelazan no por capricho del director sino por la identidad de los personajes y la realidad del entorno de la acción: Barcelona. La España Plural una vez más utópica cuando las lenguas de su geografía no tienen posibilidad de ser escuchadas. Los subtítulos son una solución magnífica ya sugerida por el título del filme. Aunque, en honor a la verdad, subtítulos sí los había, desde el segundo cero, sólo que verbales. Las niñas no defraudaron nuestras expectativas. Lo iban a comentar todo. No en susurros – esa forma de hablar que algunos entienden inaudible para el resto pero, en el fondo, molesta doblemente: no entiendes qué dicen, luego no puedes cotillear, y no logras distraerte del entorno y pensar que la película es tu vida en ese instante – sino en un tono natural de conversación. Cinco minutos de película y se abre de nuevo la puerta de la sala. ¡¡Dos niñas más!! Quizás doce y trece años. Nos miramos. ¿Es hoy el día del niño? Que hubiera una pareja de infantes resultaba chocante pero entraba dentro de los márgenes del porcentaje de surrealismo; que hubiera dos parejas rompía todas las estadísticas y nuestra capacidad de comprensión lógica. Se situaron justo detrás de nosotros. Nos miramos con terror.
El terror estaba justificado. Aquellas dos nuevas inquilinas de la sala vivían el cine como quien ve el fútbol o un programa de televisión, interactuaban con la película y comentaban todo aquello que se les pasaba por la cabeza. No entendían muchos de los detalles más “adultos”, se reían a destiempo – quizá el nuestro era el destiempo, ¿quién sabe? –, abrían sin discreción alguna las bolsas de chucherías y, lo que es peor, susurraban. Tan cerca nuestra estaban que incluso se les podía entender. Mientras las dos niñas pioneras seguían con una animada charla que mi llamada de atención no logró detener - después fui advertido de que mi advertencia no fue lo suficientemente sonora como para hacerse presente -. Resultaba imposible concentrarse en la película. Además en una de sus escenas una de las parejas protagonistas acudía al cine y en ella se les veía señalar la pantalla e incluso conversar animadamente - ¿sería producto de mi imaginación? -. ¿Cómo convencer a los espectadores de que la actitud apropiada es la del silencio si dos actores muestran la actitud contraria? Después nos acordaríamos de que una cadena de cines se anunciaba antes de cada película con un grupo de espectadores con evidente ánimo interactivo. La derrota del espectador educado fomentada por los propios exhibidores.
¿Y el resto de espectadores? La señora de una cierta edad que sorbía un refresco antes de la proyección reía cuando las menores no lo hacían. El señor de una cierta edad y bastón situado en primera espetó un sonoro ¡joder! como reacción a la reacción de uno de los personajes. Lo cual podía tener su justificación ya que la película es un juego de metaficción en el que los personajes parecen vivir una realidad que en el fondo es el rodaje de una película y viceversa. Es probable que el señor de la primera fila fuera una ficción con aspecto de espectador… o viceversa. Y el señor orondo de una cierta edad que al principio quedaba unas filas por delante y ahora ocupaba un asiento vecino al otro lado del pasillo profería sonoros bostezos de tanto en tanto.
Terminó la película. En primer lugar abandonó la sala el señor de la primera fila que poco antes había protagonizado su segundo momento cuando una claqueta anunciaba en pantalla la última escena. Al golpe de ¡clack! se levantó de inmediato, permaneció en pie unos segundos y volvió a sentarse. Es probable que pensara que la película había llegado a su fin, aunque también es probable que en ese instante le correspondiera hacerse la foto con el resto del equipo de rodaje y actores – que en pantalla se reunía en una playa de Barcelona para hacérsela – y que renunciara a ello por pereza o por cualquier motivo que escapa a mi metacomprensión. Después de él abandonaron la sala las dos parejas de niñas preadolescentes, la señora del refresco y el señor de los bostezos. Los últimos fuimos nosotros. Salimos tensos por haber padecido nuestra enésima tortura como espectadores educados en el silencio, incapaces de saber si nos había gustado o no la película; sin comprender qué sentido tenía la presencia de aquellas niñas en la sala – que además habían dejado plagada de palomitas y desechos varios – y con la frustración de comprobar una vez más que - da igual la película, el horario, y el día -, el silencio y el respeto está en peligro de extinción. Para colmo, ¿por qué doblan una película titulada V.O.S.?