Entró
y saludó a un conocido que estaba ejercitándose en una de las
máquinas del gimnasio. Daba la impresión de que hacía tiempo que
no se veían, el tono y la gestualidad eran las propias de dos
personas que se alegran muy sinceramente de verse después de una temporada. Dos amigos que no
esperaban encontrarse un domingo por la mañana y que contagian con
sus risas su genuina alegría. Mi hermana y yo estábamos a unos
metros, discutiendo la ley de la gravedad (de las pesas) con nuestras
piernas. Aquella efusividad, sus voces distendidas, esas risas que
abrazaban toda la sala, nos conmovieron.
¿Qué
nos llegó tan hondo? Al fin y al cabo, sólo eran dos desconocidos
que se saludaban con efusividad y buen ánimo. Sin necesidad de
explicarnos, a ambos nos había emocionado la misma circunstancia. No
sé si habla bien o no de nosotros, si explica más nuestros
prejuicios o pone sobre la mesa los ajenos, pero que ella y él se
trataran con aquel cariño; que él, probablemente en sus setenta, y
ella, probablemente en sus cincuenta, se trataran de forma tan
afectuosa, pinzó nuestra vena sensible.
Ella
era negra, él blanco. Horas antes, a apenas dos horas en coche de
allí, cientos de personas se habían manifestado con virulencia, en
una localidad llamada Charlottesville, movidos por el odio al
diferente, convencidos de estar cualificados como seres humanos
superiores en razón del color de su piel (blanca) y su religión
(cristiana). Las consecuencias son conocidas: una muchacha murió
arrollada por un coche propulsado por la gasolina del fanatismo, y el
presidente del país se encargó de que el combustible prendiera
también sobre los rescoldos del odio racial de una nación cuya
historia está marcada profundamente por él. Sin embargo, a apenas
dos horas de allí, en la USAmérica que llamamos profunda, en
la que la diversidad racial es escasa, donde hace unos meses se veían
innumerables carteles de apoyo a la candidatura del actual presidente
y algunos coches lucen pegatinas con las que se declaran "Deplorable
and proud of it", ella y él se saludaban con esa naturalidad y
en público. Mi hermana, que tiene un don para desarbolar la
prevención del trato entre desconocidos, le hizo notar a aquella
mujer cómo esa escena le había alegrado el día. "He's a nice
guy", respondió sonriendo.
Me
acordaba hoy de aquello después de horas siguiendo las informaciones
que llegaban de Barcelona, de intentar ponerme en la posición de
quien conduce una furgoneta y comienza a segar vidas como quien
recolecta trigo, incapaz aparentemente de sentir la más mínima
empatía y escalofríos al tener frente a sus ojos otros reflejando
el pánico y el horror de la huida del monstruo. Me acordaba conforme
iba leyendo tuits y más
tuits que, entre los
puramente informativos, pontificaban sobre esto y aquello (expertos
como somos todos en la nada más absoluta), afeaban a unos y a otros,
expresaban inanidades (porque lo importante es siempre decir algo,
aunque tenga la solidez de un castillo de naipes), y señalaban
acusadores a los sospechosos habituales que
enferman nuestras vidas a través de redes y medios con el dióxido
de carbono de la misma gasolina que movía el coche de
Charlottesville (dándoles una omnipresencia de la que, sin duda,
deben de estar muy agradecidos). Me acordaba conforme escuchaba
declaraciones huecas de políticos que, a veces de forma obvia, otras
sutil, arriman el horror al ascua de sus intereses, pasándose por el
forro de su capote idológico el dolor de las víctimas (y el más
mínimo sentido de la decencia).
Ruido
y más ruido, violencia y saliva malgastada. Pontífices y ovejas que
balan al unísono. Ella entró al gimnasio un domingo por la mañana,
saludó a su amigo y ambos nos alegraron el día. "He's a nice
guy". Sólo y tanto como eso.
Carlos Pérez Cruz