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viernes, febrero 28, 2014

BB&C (Tim Berne, Jim Black, Nels Cline) - Universidad de Cantabria (Santander) 27/02/2014


Tim Berne, Jim Black y Nels Cline
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)

Como un corte de luz que enciende las velas, Nels Cline apagó de golpe el sonido y la sala se incendió. Fue como si alguien hubiera desenchufado por accidente la red eléctrica a la que estaban sujetos los BB&C y provocado la inmediata combustión del público, sometido hasta ese instante por una descarga paralizante de consecuencias liberadoras. Fundidos los plomos de la música, se liberó la energía acumulada.

Resulta aventurado asegurar que el trío había llegado al final del camino. Jim Black, con las baquetas en suspensión, miraba a sus compañeros como preguntándoles si seguir o darle al cliente la razón. Después de una hora de reloj, ese era el primer momento de ruptura, el primer instante en el que las aguas salvajes de la música quedaban remansadas en un espacio estancado de silencio; el único en que -salvo para un espontáneo que exclamó su placer ante lo que estaba sucediendo al grito de ¡Totalmente hermoso!- los espectadores tuvimos la sensación de poder expresar nuestra alegría incontenible; o nuestro arrebato, como me confesó haber sentido una amiga todavía bajo el embrujo de la alquimia.

El concierto estuvo precedido de una presentación con carácter preventivo de la organización. Tomando como referencia un artículo escrito por Yahvé M. de la Cavada, Giuseppe Fiorentino (director del Aula de Música de la Universidad de Cantabria) expuso las sempiternas dudas acerca de qué es o no es el jazz, término con el que se anunciaba el concierto (y que según Tim Berne sólo podía llevar a confusión). Estamos sometidos de tal forma a la dictadura de las formas y las definiciones que terminamos convirtiendo el disfrute de una experiencia sensorial en una batalla terminológica sin más fin que el de nuestra automutilación. “Pero, ¿esto es jazz?”, me preguntaron al final. ¿¡Y a quién demonios le importaba en ese momento!?


Tim Berne, Jim Black y Nels Cline
© Carlos Pérez Cruz

Lo que BB&C hace es “básicamente improvisar habiendo escuchado mucha música, incluyendo jazz”, me explicaba Nels Cline, que se confesaba “agotado” ante ese “mal necesario” que es la dialéctica musical de palabras que tratan de explicar sonidos. Y es que la música de BB&C no deja de ser una feliz amalgama de vivencias e infinitos sonidos encontrados que, en su confluencia, dan lugar a una experiencia única que depende más de los instintos que de los dictados, y en la que no hay más predeterminación que la de los instrumentos de los que dispone cada uno. BB&C toma las decisiones sobre el escenario guiados por una afinidad musical que les permite jugar con el silencio, que tuercen y retuercen, hasta devolver el oxígeno de la sala hecho una bola de fuego.

Carece por completo de sentido definir la aterradora belleza de su creación en términos de rock, jazz o electrónica, porque son palabras que apenas permiten intuir la expresión polimorfa de su música. La única definición válida tiene más que ver con la articulación en palabras de la vivencia emocional, de una experiencia absolutamente subjetiva, que con una descripción objetiva de los elementos rítmicos, tímbricos o armónicos que la configuran. Y es así porque no hay patrones ni moldes que sirvan de guía para lo que de principio a fin es un camino de curvas sin aviso y trazo radical, de ascensos y descensos de vértigo adrenalínico; una carretera que se asfalta con la toma de decisiones inconscientes (aun con plena conciencia) que se manifiestan de forma simultánea a su toma en consideración. Quizá esa sea en el fondo la esencia del jazz tal y como lo entendemos (algunos) en este momento de la historia: una expresión musical que expone como ninguna nuestros prejuicios y limitaciones, y que, en sus mejores manifestaciones, nos empuja por un precipicio cuyo suelo es pura incógnita. En Santander hubo que estallar en aplausos para empezar a pisarlo y ser conscientes del invaluable viaje sensorial al que fuimos sometidos. Nos quedamos sin palabras.
 
© Carlos Pérez Cruz

Publicado originalmente en la web de www.elclubdejazz.com

domingo, febrero 23, 2014

Soledad Vélez, la belleza láctea


Jesús de Santos y Soledad Vélez en 'El 21' de Huesca (22/02/2014)
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)

Hay veces en que la música nos salva, también en que nos pierde. Otras muchas nos deja indiferente y la mayoría, tal como llega, se olvida. Ahora que las cosas están dejando de existir, que son pura ingravidez digital derramada en cataratas sobre nuestros sentidos, corremos riesgo de quedar insensibles. Cuando de la violencia se hizo espectáculo pirotécnico fue cuando dejamos de sentir la magnitud de la tragedia, convertidas las personas en ecuación numérica y estadística. Con la música, el riesgo es por inundación.

Antes la música se conducía por ramblas bien delimitadas que han sido desbordadas por infinitos afluentes. Nadie sabe muy bien cómo encauzar las aguas salvajes de la música, para bien del mucho oír y mal del poco escuchar. Y en esas estamos, tratando de agarrarnos a cuantos troncos lleva la corriente. Pero las aguas hacen tanto ruido en su salvaje descenso que, aunque gritemos “¡tierra!” a pleno pulmón, apenas gira alguien la cabeza a nuestro paso, aturdidos como estamos por este festín inabordable.

En mi propia deriva hacia la asfixia, dispongo por fortuna de valiosos salvavidas a los que me agarro como náufrago en el océano. Espacios para distender y desparramar los sentidos tensados por la obligación (que siempre ha sido voluntaria). Más de una vez son músicas que no son las mías las que me regalan el reencuentro con emociones de cuando la música era pasar la tarde en mi tienda de discos. Blanca, Richard y Jokin aparecían como eficaces sirvientes de exquisitos manjares que probabas para luego elegir, el más duro de los oficios. Esos tiempos de feliz relación con la música, sin más objetivo que el de mi propio hedonismo, acabaron (los nuevos los aplastaron). Pero hay veces que...


Soledad Vélez en 'El 21' de Huesca (22/02/2014)
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)

Fue en los primeros días de este año cuando descubrí a Soledad Vélez. Ya lo conté, un flechazo en toda regla, un respingo en la silla. Atados como estamos a ella, esposados al ordenador por sentencia laboral, aquella fue una sacudida de las que pellizcan el alma. “Ojo, adicción a la vista”, alertaba. Alerta certera. Lo que parecía, era. Al ser, ha logrado trascender el instante y convertirse en momento prolongado en el que uno se regocija y deleita como quien respira aire puro consciente de su valor en una atmósfera condenada. Poderosa, que no impositiva, la voz de Soledad Vélez es un cúmulo de muchas otras con la credibilidad de quien canta en la intimidad.

De una belleza primitiva, limpia y clara como el agua al nacer, desarma y acalla las voces que importunan el momento atrayendo hacia ella la energía dispersa de la sala, que doma en sus entrañas y devuelve única. Hechiza con canciones que tienen la virtud de abrazar el tiempo para convertirlo en espacio, en escenario de terrosos e infinitos paisajes en los que uno se perdería para siempre. Cuando la noche cae sobre él y el cielo se enciende, el peso de la gravedad queda suspendido por decreto ambiental para permitir el ascenso de los cuerpos con una ligereza de felicidad psicodélica, de serena borrachera de sueño en la madrugada. Sólo los aplausos nos obligan a aterrizar, imponen la conciencia de la pesadez de nuestros cuerpos y uno se lamenta por su limitada condición humana: ¿por qué no entrar en bucle y que esa canción no acabe nunca?

No sé qué teoría se impondrá en la vida artística de Soledad Vélez, si la de la gravedad de la sordera humana o la de la ingrávida felicidad confesa de sentir “que estoy viviendo, lo estoy haciendo”. Los focos de esta profesión apuntan muchas veces donde no merecen, pueden cegar a quien los recibe y también al que mira. Quizá por eso Soledad Vélez prefiere el titilar de la vía láctea. Su brillo, aunque pueda ser pura ilusión, siempre es bello.


© Carlos Pérez Cruz

Publicado originalmente en la web de www.elclubdejazz.com
 
Dedicado con admiración y cariño a Soledad Vélez y a Jesús de Santos, corresponsable de este feliz viaje musical.

jueves, febrero 20, 2014

Mostly Other People Do The Killing (Victoria Eugenia Club, Donostia-San Sebastián - 19/02/2014)


Kevin Shea, Peter Evans, Moppa Elliott y Jon Irabagon
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)

Yo no estuve allí porque cuando se produjo aquella revolución mis padres empezaban a gatear o incluso estaban por nacer. De entonces a mi llegada a este mundo, el jazz fue viviendo todas sus (r)evoluciones, las que han ido dando forma al árbol cronológico asumido. Ya saben, la rama del be bop, la del hard bop, la del free, el jazz-rock eléctrico… Desde los ochenta ya no está tan claro qué ha pasado o, al menos, no hay tanto consenso. De la copa del árbol han brotado tantas ramas y en ellas tantos capullos diferentes que desde abajo es difícil definir con claridad sus formas. Pocos son los que se atreven a subir allí a ver lo que hay.

No sé qué caras pondrían, qué sensaciones tendrían, aquellos que tuvieron el privilegio de asistir a la (r)evolución huracanada de los Parker, Gillespie y compañía, pero creo que puedo hacerme a la idea. Pude hacerme a la idea en Madrid después de escuchar el quinteto de Peter Evans y pude hacerme una idea anoche en Donostia, después de volver a escuchar a Mostly Other People Do The Killing. Si aquello que tuvo su fundación en los años cuarenta fue la aceleración de las partículas del jazz, lo que hace este cuarteto es atomizarlas y alucinarlas hasta extremos inauditos.

Durante diez años, MOPDTK ha ido podando todas las ramas de ese árbol tradicional y las ha reducido a serrín, que recogen, mezclan y compactan (y vuelven a reducir a serrín). Con un dominio técnico insultante, con un profundo conocimiento de la tradición, han recogido los elementos que han hecho mundial (y minoritario) el jazz y, como malabaristas de lo imposible, han empezado a juguetear con ellos, a pasárselos entre los cuatro como si aquello con lo que juegan tuviera la ligereza de una pluma, para arrojárselo al espectador con la consistencia y la contundencia de un izquierdazo directo a los sentidos. ¿Se sentirían así los primeros testigos de los vuelos de ‘Bird’?


Peter Evans y Jon Irabagon (en la prueba de sonido)
© Carlos Pérez Cruz

Llegaba uno a Donostia con la sensación de que MOPDTK había dado de sí todo lo que podía dar y se va con la de que tenían más margen de evolución del que uno sospechaba. Del Citius, altius, fortius olímpico, al más rápido, más alto, más fuerte musical de un cuarteto cuya veta humorística -forjada más en sus portadas recreativas y alegría escénica que en una pretensión paródica- facilita que el público más conservador y alérgico a la diferencia dé por buenas cosas que (probablemente) negaría en otro contexto. Así, entre delirios de boppers sometidos a la aceleración de un video en time-lapse, MOPDTK cuela momentos de verdadera exploración tímbrica y sensorial que llevan al espectador a grados de excitación casi insoportable, como cuando, en su (más difícil todavía) versión de A night in Tunisia, Jon Irabagon y Peter Evans se entrelazaron en un duelo circular y mecánico de sopranino y trompeta (al que se sumaron parcialmente Moppa Elliott y Kevin Shea), para crear una masa sonora casi industrial o incluso, por el contrario, mucho más próxima en su brutal primitivismo a una cierta antropología orientalista que la del original de Gillespie y Paparelli.


Peter Evans y Moppa Elliott
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)

Hay en la propuesta musical de MOPDTK una saludable actitud de irreverencia sobre una historia a la que, de esta manera, reverencian. Lejos de la cancerígena sacralización por réplica, el cuarteto recupera lo que alguna vez hizo del jazz algo realmente excitante y retador, porque lo ya inventado les sirve para que sea reinventado, lo ya formado para que sea deformado y expuesto de forma multiforme. Si en algún momento uno cree pisar territorio conocido, una señal imperceptible al ojo y extremadamente sutil al oído desvía el camino de los cuatro por veredas que jamás aceptan el cemento uniformador. Si hay acceso a la autopista, ellos toman la secundaria (aunque por ella conduzcan a velocidades susceptibles de retirada del carnet), porque, como dejó por escrito Moppa Elliott, “en vez de hacer música que encaje con alguna tradición artificial del jazz o hacer música que rechace por completo el jazz, prefiero hacer música que utilice la crisis de identidad del jazz contra ella, creando tantas asociaciones musicales absurdas como sea posible para crear música que sea consciente de sus propias inconsistencias, ironías y contradicciones y así le guste ser”.


Peter Evans y Kevin Shea
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)

Diez años después de iniciada esta aventura, de exponer premisas y llevarlas adelante con todas sus consecuencias, de asumir el inhóspito compromiso con la creatividad, el cuarteto se enfrenta a un futuro próximo incierto: Peter Evans dejará próximamente la banda, que pasará a contar con un pianista (Ron Stabinsky) en su sustitución. La mutación será inevitable. El insólito trompetista (insisto: no hay trompetista que toque en el mundo como él y –creo que- el mundo todavía no se ha dado cuenta) es responsable en gran parte del genial contorsionismo de la música de MOPDTK. Increíble su capacidad para propulsar con su fraseo, con su juego de golpeo y deformación tímbrica de una columna de aire jamás interrumpida, cambios de tempo y dinámicas; increíble su capacidad para inventar nuevos sonidos con el instrumento, al que es capaz de convertir en motor, acelerando la tensión armónica mediante el ascenso por imperceptibles microtonos (gracias a su dominio de la respiración circular, la estudiada combinación de diferentes posiciones de los pistones y al uso de las bombas de afinación). Todo en Peter emana de forma natural, aunque las consecuencias están más próximas a lo paranormal que a fenómenos racionales. Virtudes extraterrestres que (sorprendentemente) no sepultan la brillantez de sus compañeros, aunque quizá limiten la percepción del nivel de virtuosismo de un saxofonista tan magnífico como Jon Irabagon, la espasmódica inteligencia del baterista Kevin Shea o la cordura (hasta donde le es posible) del contrabajista (y padre de la criatura) Moppa Elliott.

© Carlos Pérez Cruz

Publicado originalmente en la web de www.elclubdejazz.com

lunes, febrero 10, 2014

13 años


“Yo no distingo mañanas de tardes o noches, laborales de festivos”, le dije hace unos días a un colega. “¿No?”, respondió con gesto de asombro. No, hace ya muchos años que me he dejado arrastrar por las aguas bravas del trabajo vocacional. Digo trabajar, con plena conciencia de que para muchos, si no es remunerado, no es trabajo. Para mí lo es, porque entre el pasatiempo, el hobby, y la profesionalidad media un abismo de (mala) vida.

Club de Jazz empezó a emitirse hace trece años, el 12 de febrero de 2001, en Radio Universidad de Navarra (frecuencia de la Universidad de Navarra, del Opus Dei, concesión declarada ilegal por los jueces en varias ocasiones). Durante casi cuatro años realicé allí tres programas por semana de una hora cada uno. Sólo un mes, tras un cambio de dirección en la emisora, el programa pasó a ser semanal. En cuatro años de emisión no obtuve de la universidad ni un solo céntimo de euro. Invertí mucho dinero en discos –lo sigo haciendo- y tiempo en la realización del programa. No se me dio ningún tipo de facilidad (a excepción de la que me proporcionó generosa y desinteresadamente su técnico, Iñaki Llarena), hasta el punto de que si pude entrevistar juntos a Chucho y Bebo Valdés fue gracias a los medios que me proporcionó otra emisora de radio.

El programa nació a propuesta mía (más próxima en un primer momento al Diálogos 3 de Ramón Trecet) y fue “patrocinada” por quien había sido director del conservatorio en el que yo me formaba y colaborador de la casa, Fernando Sesma. Después de cuatro años, fue censurado. Me consta que el director de la emisora indagó sobre la “propiedad” de la idea y el nombre del programa para tratar de mantenerlo en antena sin mí, incluso de mano de alguien que había sido colaborador mío durante una etapa del Club. No pasó de ahí. Tal como apareció, el programa desapareció sin ninguna explicación al oyente (un clásico), a pesar de que era el segundo en años de permanencia en la parrilla. De forma solapada en el tiempo vino la emisión de Club de Jazz a través de internet, con la colaboración técnica y desinteresada en primer lugar de Roberto Barahona desde California (presentador del programa Purojazz y colaborador muchos años en el nuestro) y después de Alberto Varela (actual colaborador desde Buenos Aires), con el soporte y apoyo de la web Tomajazz, de Pachi Tapiz. El nacimiento de una web propia llegó en 2004, poco antes del cese de las emisiones en la radio universitaria. De los trece años de programa, diez lo han sido con medios técnicos y web propios.


En los estudios de la Universidad de Navarra

¿Dónde estoy trece años después? Inquietante pregunta. El programa lo realizo en mi casa con la misma mesa de sonido que compré entonces, con un micrófono que se me prestó y con un ordenador portátil muy normalito que lleva años (sí, años) dando sustos y avisos de defunción. Ah, y con una tarjeta de sonido que me permite grabar las entrevistas telefónicas y que en ocasiones decide apagarse por su propia voluntad, borrando de un chispazo toda la grabación previa (Imaginen explicarle a Magnus Öström que no se ha grabado nada de lo dicho durante más de veinte minutos).

Por si alguien tiene dudas, aviso: trabajar en casa es poco aconsejable. Es casi imposible distinguir el espacio íntimo del profesional y marcar unas líneas razonables entre el tiempo de asueto y el de laburo. Por otro lado, al no disponer de un local en condiciones, aislado acústicamente, la interferencia de obras (vecinales y en la calle) y de los ruidos propios de un vecindario y de la vida ahí fuera, han convertido la grabación del programa en una suerte de ejercicio de equilibrismo verbal compuesto de frases interrumpidas que se enlazan para resultar inteligibles en la edición posterior. El propósito (y creo que el resultado), es que el programa le resulte al oyente tan profesional como el que podría hacerse en un estudio de radio homologado. Una ficción radiofónica que, creo, ha resultado muy creíble. Mucho tiempo perdido por ello, mucho estrés padecido que agradezco a los gremios de la construcción (no tan en crisis como dicen) y a los vecinos con posibles (y bebés).


Estudio de Club de Jazz

Todo lo logrado en mi vida profesional periodística es hijo de mi programa. Sin él, hoy no tendría un hueco en la radio clanwebstina que es ahora Carne Cruda 2.0, no hubiera llegado a granjearme una ristra de insultos y descalificaciones por alguna crítica discográfica en Cuadernos de Jazz, no estaría ampliando horizontes de interés cultural y social en entrevistas y artículos para El Asombrario & Co., no me hubiera exprimido el cerebro para poder “colar” algo de música creativa todas las semanas durante cuatro años dentro un magazine en Radio Vitoria (EiTB), ni aportado mis conocimientos y mi independencia de criterio a sus emisiones desde el Festival de Jazz de Vitoria-Gasteiz durante tres ediciones (hasta que por voluntad expresa del director de la cita vitoriana se dejó de contar conmigo; decisión que se certificó años después cuando, tras decidir contar de nuevo conmigo, se me denegó por su parte la acreditación para poder trabajar en los recintos del festival). 


Con algunos compañeros de Radio Jazz Gasteiz y Jorge Pardo (2001)

Todas las puertas que se me han abierto (también las que se hayan cerrado) tienen su origen en Club de Jazz. Puertas, huelga decirlo, de proyección profesional, no económica. En todos estos años sólo he cobrado de forma simbólica por participar en Carne Cruda (no fue así en una primera etapa) y por mis colaboraciones con Radio Vitoria. En este último caso, desaparecidas mis aportaciones semanales tras la suspensión del magazine –producto de un ERE en la emisora-, recibo sólo por emisión de Club de Jazz, programa que se emite allí exclusivamente en fechas festivas del año que no coincidan con el fin de semana. Echen cuentas.

Sí, pertenezco a esa estirpe, cada vez más extendida, de periodistas que se desviven por su trabajo y lo entregan sin recibir recompensa económica. Antes de que alguien me (des)califique por ello, aclaro que mi programa es cosa mía y el control de su emisión es absolutamente personal (¿¡quién demonios se iba a lucrar con un programa de jazz!?). El resto de colaboraciones lo son con medios que, o bien han dejado de recibir ingresos o bien quieren buscarlos para resultar rentables. Dicho de otra manera, no entrego mi trabajo a nadie que, sin pagarme, pueda sacar de él algún tipo de beneficio económico. Lo cuento porque –y tomándome la licencia de modificar parcialmente la frase original de mi colega Yahvé M. de la Cavada- nadie me paga lo suficiente como para no contar las cosas tal y como son. En previsión de posibles comentarios del tipo “nadie te pidió que lo hicieras”, puedo afirmar y afirmo que  lo sé perfectamente. Es más, el mundo puede vivir perfectamente sin nada de lo que hago. Yo no.


Jesús Moreno (desde mi cadiera) y Roberto Barahona (PuroJazz)

"Trece años después de aquella primera emisión, Club de Jazz sigue adelante con el apoyo impagable (literal) de unos colaboradores que, con disciplina estajanovista, prestan al programa su tiempo y conocimientos cada semana. En el camino han quedado algunos (lo cual lamento), pero hoy sigo contando con la aportación de Alberto Varela, Anxo, Luis Díaz García, Jesús Moreno y Ferran Esteve, voces que hacen de este espacio radiofónico un lugar diverso y abierto a expresiones muy variopintas. Eso no tiene precio. ¡Lo que aprendo con ellos!

Hablo de radio, sí. Hablo de radio porque, aunque la radio no nos quiera (los intentos que se hicieron por entrar en la parrilla de la radio pública fueron infructuosos), lo que yo he mamado y lo que yo hago es radio. Incluso me puedo acoger técnicamente a esa definición: desde 2004 el programa se emite en Cuernavaca, México (UFM Alterna), en una versión reducida de una hora. La emisión básica está en nuestra web, depende de las tecnologías de internet (podcast). Hablo porque, como ya he dicho, este programa ha logrado una ficción de radio profesional con medios de artesano. Y hablo de radio porque este programa hubiera necesitado una radio que le diera proyección a un trabajo que en este país, lamentablemente, no existe a nivel profesional. Lo he dicho en más de una ocasión y, a riesgo de repetirme, insistiré sobre ello. España necesita un programa de jazz (o varios) en la radio pública (no seré tan osado de exigírselo a las privadas). Hablo de radio que hable del jazz de hoy, de la multiplicidad de expresiones que hoy conviven bajo el genérico paraguas del jazz y las músicas improvisadas.

Está el Cifu, por supuesto, pero la suya es una labor de difusión del jazz pretérito. Si acaso, puntualmente da salida ocasional a propuestas muy concretas de jazzistas de hoy (aparte de los conciertos que RNE tiene que emitir por formar parte de la UER). Tal es el grado de excepcionalidad que recientemente algunos oyentes subrayaban en las redes como una excepción el hecho de que hubiera presentado a un músico de carrera incipiente. Cifu es un divulgador insustituible de la historia del jazz. Radio 3 (ya no digo Radio Clásica) no es referente para un aficionado al jazz contemporáneo (el que se hace en nuestros días) o para alguien que busque crecer como oyente de jazz, por mucho que algunos dinosaurios de la casa saquen de archivo programas puntuales donde pincharon jazz. Que uno de cada diez discos en un determinado programa (por poner un número) sea de jazz, no lo convierte en una referencia jazzística.

La radio pública española lleva muchos años haciendo dejación de unas labores que, en menor o mayor medida, se están tratando de compensar desde el extrarradio del voluntarismo amateur. Sin el soporte de una emisora convencional, sin la potencia de un medio como Radio Nacional y su cobertura en las ondas combinada con la proyección de su página web, es muy difícil hacerse oír y, sobre todo, sacar adelante un programa que se propone riguroso en su realización y contenidos como es Club de Jazz. Es muy difícil cuando se concentran en una única persona todas las funciones que se diversifican en un medio de comunicación convencional. Desde el guión y redacción, hasta la grabación y edición, pasando por la conversión de los formatos de audio o la promoción y actualización de contenidos. Ni el Tres en uno resultaba tan ambicioso.


Con parte del equipo de Carne Cruda (RNE3) en la ceremonia de los Premios Ondas 2012

Han pasado trece años, tiempo suficiente como para poder hacer balance y reflexión sobre el trabajo realizado. No les mentiré con falsas humildades: creo firmemente que hemos realizado una labor espléndida; creo que se ha hecho mucho más y mucho mejor de lo que se podría esperar dadas las circunstancias en que se desarrolla el programa; creo que hemos hecho radio inteligente e inteligible que ha expuesto una buena muestra de la música que se hace hoy con profesionalidad, tratando la música y a los músicos con respeto y curiosidad, dedicando el tiempo necesario para documentarse sobre la música, seleccionarla y presentarla con la misma exigencia con la que ellos han creado sus obras; creo que hemos dado el espacio que merecen a muchos de sus protagonistas, quienes han tenido tiempo para explicarse y expresarse y a quienes hemos preguntado con rigor y minuciosidad, buscando profundizar en el disfrute y la comprensión de su música y personalidad; creo que, en definitiva, hemos hecho buen periodismo sobre jazz y músicas improvisadas, con dedicación profesional desde un ámbito amateur y muy precario.

No les mentiré tampoco si les digo que trece años de dedicación tan intensa a este programa (y a todo lo que lo complementa: reseñas de discos, conciertos, artículos… todos ellos con el mismo grado de exigencia, siempre in crescendo conforme se acumula la experiencia) van dejando cicatrices. Esto cansa y mucho. No diré que trece años después estemos casi donde estábamos, pero no estamos mucho más lejos de donde estábamos hace diez. Creo que el programa tiene unos buenos datos de audiencia según los parámetros de la red (por ejemplo, en iTunes España figura habitualmente entre los primeros veinte podcast de música; es uno de los pocos sin soporte de medio convencional... y además dedicado al jazz), pero también es verdad que los números que figuran en los contadores estadísticos no me dicen mucho. No sé qué hacen con él quienes lo descargan o pinchan en la página. ¿Lo escuchan? ¿Picotean en él? ¿Cuántas descargas se corresponden con oyentes y cuantos oyentes se corresponden con descargas? Es más, podría darles los nombres y apellidos de unos pocos oyentes que muy generosamente suelen comentar e incluso difundir los contenidos. Gracias por ello.


Preparando la grabadora para registrar el concierto de Duot en Huesca (Mayo 2012)

Contra los difuntos que en vida proclaman que el jazz “ha muerto”, puedo asegurar con plena convicción que estamos viviendo unos años donde son muchos los que le están dando más vida, colores y matices que los que nunca quizá soñó tener. Una diversidad estimulante y ciertamente abrumadora. El problema es cuando se confunden conceptos y se dice que el jazz es un estilo. Si así fuera, no dejaría de ser un cliché. El jazz no es un estilo, porque el estilo tiene límites y el jazz busca expandirlos. Como declaró Pat Metheny, los estilos “no tienen nada que ver con la música. Sólo me interesa cómo ir de Si bemol a Fa”. No, el jazz no es definible, como no lo debería ser en términos estilísticos ninguna obra musical digna de serlo.

Puede que estilos sean el be bop, el dixieland, el swing que bordaban las orquestas de los años treinta, pero no el jazz. Tratar de definir el jazz es tanto como negarlo. El jazz puede ser una guía que nos lleve al encuentro de determinados músicos, expresiones y experiencias musicales; puede ser el tronco común, pero las ramas son tan dispares entre sí como pueden serlo un negro de Chicago y un blanco de Mallorca. Incluso, aunque el tronco sea común, la tierra en la que enraíza es diferente en cada caso. Explicar que el jazz es esto o aquello es un ejercicio tan destinado al fracaso como explicarle a un extraterrestre la diferencia entre izquierda y  derecha “mediante una simple descripción verbal” (Santiago Alba Rico dixit). Y todos sabemos que la mano izquierda nunca será igual que la mano derecha (y viceversa) aunque ambas sean manos.

Trece años después el programa sigue existiendo aunque fantasea en muchos momentos con dejar de hacerlo. El apasionante momento presente, el surgir de nuevas e ilusionantes generaciones y la superación de sí mismas de algunas de las más veteranas, hace especialmente necesaria la labor de difusión y pensamiento. Mientras estas músicas y estos músicos crecen y se multiplican, más dolorosa se hace la pasividad de la radio pública (extiéndase, por supuesto, a otros medios y formatos) y más insignificante me siento con este programa desde el extrar(radio), en el que hacerse oír, hasta desgañitarse, en este gallinero tuitero es tan inútil como los propósitos con los que se hace este programa con sus actuales condicionantes. Así en 2001 como en 2014.
 
Carlos Pérez Cruz
 
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com
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