La madurez cultural
de una sociedad requiere paciencia y perseverancia. Contra la tentación
de la inmediatez, se impone el cuidado tenaz del lecho para la (posible)
recogida futura de buenos frutos. Hay que ser muy consciente de qué
implica crecer como sociedad cultural y, por eso, me llama la atención
el nombre del festival en el que se registró este concierto, que ahora
es grabación bajo el título de Bell time. En Tilburg, en
Holanda, se celebra cada año el Incubate Festival, es decir, un espacio
para incubar nuevas propuestas desde la música, el cine, la
danza, etcétera. Me parece muy precisa y visual esa idea de la
incubación, cuando de lo que se trata es de proponer desde el arte
nuevos caminos, que no siempre serán transitables pero sí interesantes
de explorar.
La innovación no es siempre cosa de jóvenes valores. Es más, uno intuye que una larga vida profesional, combinada con un espíritu en constante renovación, es más fiable a la hora de acometer según qué indagaciones sonoras. En este Bell time se dan la mano tres posibilidades: la veteranía (que es un grado) de Sidsel Endresen, la madurez profesional de Jim Black y la irrupción irreverente de Bram Stadhouders. Este último, holandés de nacimiento, ejerció de anfitrión de la noruega y el estadounidense con apenas 23 años. De ahí a los 58 con que se presentó Sidsel Endresen va un trecho enorme, un espacio temporal en el que la noruega ha evolucionado de la ortodoxia primeriza a un código tan personal que es sólo suyo; la tan soñada voz propia. Si toda experimentación vocal parte de un sufrido y solitario ejercicio gimnástico (según confesión de la cantante), hace tiempo que su gimnasio está en el escenario, y en él demuestra que las posibilidades expresivas de la voz son más de las que asume la costumbre.
Se puede caer en el error de pensar que sólo la electrónica permite la evolución y ampliación del espectro de los instrumentos acústicos. No es verdad. Si Peter Evans es la prueba (divina) de que la trompeta tiene todavía tierras yermas por cultivar, Sidsel Endresen ha sabido encontrar en su voz giros inverosímiles y efectos nada secundarios. Y lo ha hecho a partir de la voz, no ha externalizado el esfuerzo. La ha trabajado y ahora la ofrece muchas veces en contextos electrónicos, pero en los que ella permanece acústica. Y resulta maravillosa la capacidad que tiene de convertir su voz en un imán, de magnetizar las ondas instrumentales para que su voz forme parte del conjunto; porque ella es voz instrumento, no voz solista. Así, en ocasiones, Endresen se asemeja a una estrella que brota lejana en ese campo espacial que muchas veces sugiere la música. Brota el brillo de una voz ligeramente rasgada, que a veces vocaliza sin idioma, y otras se extingue en su camino hacia los agudos, hasta quedar de ella una cola de cometa. Es ejemplar su sentido rítmico, su capacidad para ocupar y crear espacios, y aunque lo suyo no es el vértigo de la velocidad, en ocasiones bordea la locura y parece ser realmente un ingenio programado.
Sin ni siquiera haber alcanzado la mayoría de edad, Bram Stadhouders declaró en una entrevista en 2004 haber abandonado los estudios de guitarra de Jazz porque, entre otras cosas, le ofrecían argumentos contrarios a su propia concepción de la música. Puede ser un ejercicio de soberbia, pero también de madurez anticipada. Me inclino por lo segundo. De momento su guitarra, al menos aquí, se decanta por ser generadora de escenarios colectivos, más que por ejercitar el asombro virtuoso. Stadhouders expone líneas que tienen más sentido armónico que melódico, incluso vocación de bajo (Receiven o Fallt). Eso sí, lee muy bien los momentos de intensidad, como cuando en Retrette se entrelaza con la batería de Jim Black en un intercambio de golpes más circular que lineal. En general, la guitarra de Stadhouders gira sobre ciertos modelos obsesivos y administra con mucha contención.
Es música improvisada, música experimental, con un halo de concentración íntima que prevalece de principio a fin. En ocasiones, como en Point, las electrónicas proponen una base rugosa, eléctrica y permeable para el discurso de Sidsel Endresen, que puede recordar al efecto de una voz reproducida de forma inversa, uno de sus habituales recursos; en otras, como en el caso de Remembrew, el trío deriva hacia los marcos ambientales, en los que apenas interviene Black como baterista, y donde se construye en un in crescendo que amaga con la épica cósmica, de la que la reverberación y los efectos electrónicos son responsables en gran medida (la relación entre electrónica y espacio exterior se ganó hace mucho formar parte del inconsciente colectivo). Es música que tiene más que ver con la ocupación del espacio que con la medida del tiempo, sin caer en el estatismo. Hay incluso un tema, Suspectum, en el que el trío parece funcionar por impulsos eléctricos, por espasmos de acción - reacción, a los que la guitarra de Stadhouders ofrece un contrapunto de frases independientes, en contraste al juego entre la voz rota en mil pedazos de Endresen y los estímulos más o menos compulsivos de la electrónica de Black (se deduce que son suyos, dado que suena la guitarra y no hay batería). En conjunto, la música permanece en una nocturnidad casi visual que alcanza en el cierre (Admitste) su madrugada.
Contra el frecuente tic de la elección o el rechazo impulsivo, está la perseverancia; este Bell time bien la merece. Una escucha atenta y reiterada no sólo permite acceder a muy diversos grados de disfrute, sino que da una pista del dedicado y laborioso proceso de incubación de ideas, las que forman el bagaje individual puesto en escena al servicio del colectivo. Es un diálogo espontáneo pero, cuando fluye, brilla como el mejor de los guiones.
La innovación no es siempre cosa de jóvenes valores. Es más, uno intuye que una larga vida profesional, combinada con un espíritu en constante renovación, es más fiable a la hora de acometer según qué indagaciones sonoras. En este Bell time se dan la mano tres posibilidades: la veteranía (que es un grado) de Sidsel Endresen, la madurez profesional de Jim Black y la irrupción irreverente de Bram Stadhouders. Este último, holandés de nacimiento, ejerció de anfitrión de la noruega y el estadounidense con apenas 23 años. De ahí a los 58 con que se presentó Sidsel Endresen va un trecho enorme, un espacio temporal en el que la noruega ha evolucionado de la ortodoxia primeriza a un código tan personal que es sólo suyo; la tan soñada voz propia. Si toda experimentación vocal parte de un sufrido y solitario ejercicio gimnástico (según confesión de la cantante), hace tiempo que su gimnasio está en el escenario, y en él demuestra que las posibilidades expresivas de la voz son más de las que asume la costumbre.
Se puede caer en el error de pensar que sólo la electrónica permite la evolución y ampliación del espectro de los instrumentos acústicos. No es verdad. Si Peter Evans es la prueba (divina) de que la trompeta tiene todavía tierras yermas por cultivar, Sidsel Endresen ha sabido encontrar en su voz giros inverosímiles y efectos nada secundarios. Y lo ha hecho a partir de la voz, no ha externalizado el esfuerzo. La ha trabajado y ahora la ofrece muchas veces en contextos electrónicos, pero en los que ella permanece acústica. Y resulta maravillosa la capacidad que tiene de convertir su voz en un imán, de magnetizar las ondas instrumentales para que su voz forme parte del conjunto; porque ella es voz instrumento, no voz solista. Así, en ocasiones, Endresen se asemeja a una estrella que brota lejana en ese campo espacial que muchas veces sugiere la música. Brota el brillo de una voz ligeramente rasgada, que a veces vocaliza sin idioma, y otras se extingue en su camino hacia los agudos, hasta quedar de ella una cola de cometa. Es ejemplar su sentido rítmico, su capacidad para ocupar y crear espacios, y aunque lo suyo no es el vértigo de la velocidad, en ocasiones bordea la locura y parece ser realmente un ingenio programado.
Sin ni siquiera haber alcanzado la mayoría de edad, Bram Stadhouders declaró en una entrevista en 2004 haber abandonado los estudios de guitarra de Jazz porque, entre otras cosas, le ofrecían argumentos contrarios a su propia concepción de la música. Puede ser un ejercicio de soberbia, pero también de madurez anticipada. Me inclino por lo segundo. De momento su guitarra, al menos aquí, se decanta por ser generadora de escenarios colectivos, más que por ejercitar el asombro virtuoso. Stadhouders expone líneas que tienen más sentido armónico que melódico, incluso vocación de bajo (Receiven o Fallt). Eso sí, lee muy bien los momentos de intensidad, como cuando en Retrette se entrelaza con la batería de Jim Black en un intercambio de golpes más circular que lineal. En general, la guitarra de Stadhouders gira sobre ciertos modelos obsesivos y administra con mucha contención.
Es música improvisada, música experimental, con un halo de concentración íntima que prevalece de principio a fin. En ocasiones, como en Point, las electrónicas proponen una base rugosa, eléctrica y permeable para el discurso de Sidsel Endresen, que puede recordar al efecto de una voz reproducida de forma inversa, uno de sus habituales recursos; en otras, como en el caso de Remembrew, el trío deriva hacia los marcos ambientales, en los que apenas interviene Black como baterista, y donde se construye en un in crescendo que amaga con la épica cósmica, de la que la reverberación y los efectos electrónicos son responsables en gran medida (la relación entre electrónica y espacio exterior se ganó hace mucho formar parte del inconsciente colectivo). Es música que tiene más que ver con la ocupación del espacio que con la medida del tiempo, sin caer en el estatismo. Hay incluso un tema, Suspectum, en el que el trío parece funcionar por impulsos eléctricos, por espasmos de acción - reacción, a los que la guitarra de Stadhouders ofrece un contrapunto de frases independientes, en contraste al juego entre la voz rota en mil pedazos de Endresen y los estímulos más o menos compulsivos de la electrónica de Black (se deduce que son suyos, dado que suena la guitarra y no hay batería). En conjunto, la música permanece en una nocturnidad casi visual que alcanza en el cierre (Admitste) su madrugada.
Contra el frecuente tic de la elección o el rechazo impulsivo, está la perseverancia; este Bell time bien la merece. Una escucha atenta y reiterada no sólo permite acceder a muy diversos grados de disfrute, sino que da una pista del dedicado y laborioso proceso de incubación de ideas, las que forman el bagaje individual puesto en escena al servicio del colectivo. Es un diálogo espontáneo pero, cuando fluye, brilla como el mejor de los guiones.
© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com