Hay quien dice, con
razón, que, aunque explorar el espacio exterior e indagar en sus misterios es
fascinante, todavía quedan muchas cuestiones por resolver en nuestro
maltrecho planeta. Dudas de a pie, fascinaciones terrenales: ¿Ha logrado Christof Kurzmann la
alineación de los planetas? Cuando menos, resulta asombrosa la perfecta
conjunción de elementos tan dispares en torno a ese inquietante astro
poético que fue la argentina Alejandra Pizarnik. El anillo de su oscura
poesía rodea al quinteto, lo somete con su campo magnético a un estado
emocional que fomenta la introspección, que se dirige hacia la derrota
sin dejar de lanzar coces vitales. Irradia un sereno combate.
Bendito el día en que aquel librero ambulante de Buenos Aires le vendió a Kurzmann un libro con la poesía de Alejandra Pizarnik. El quinteto toma nombre de un poemario publicado en 1971, que a su vez tomó inspiración de El jardín de las delicias, ese tríptico moralizante de El Bosco cuyo infierno incluía una zanfona o un laúd (detalle que constituye la portada de este disco). Si el infierno era esto, que me condenen por toda la eternidad. Que reine en él la poesía de Pizarnik recitada por Kurzmann y el asombroso y natural encaje de sus espacios electrónicos con el corpóreo soplo de Ken Vandermark; el permanente zigzag de la música, sus cortes abruptos, sus espacios de silencio y el silencio hecho música; la contemporaneidad de una música que, sin embargo, ampara ecos de la noche de los tiempos. Una noche que es como una telaraña anímica que da unidad de principio a fin a este infierno tan extraordinario.
Cada uno de los seis cortes de este disco se construye en torno a las palabras de Pizarnik (en su mayor parte traducidas al inglés). Kurzmann lee o canta, un canto casi átono, sin engolamiento poético. Las palabras se adaptan al ritmo musical o planean sobre el paisaje sonoro tanto como la música adapta el espíritu de las palabras de Pizarnik. En Cold in hand blues, Kurzmann transforma en seductor diálogo con una voz femenina (sin identificar) los miedos del breve texto de la poeta (esta vez sí, parte en castellano). Puro minimalismo, golpe y rasga instrumental que genera el pulso; el espíritu del blues impregna el vacío; la música adquiere forma en el silencio (Todo hace el amor con el silencio, recita Kurzmann en Dianas Tree, mientras el silencio irrumpe en el discurso pop de la música). Tengo miedo, concluye. Hay algo seductor en el miedo de Pizarnik.
La música estaba presente de muchas formas en la poesía de Alejandra Pizarnik. Una obvia: su poema Para Janis Joplin. Para esa niña monstruo, el quinteto crea la más breve de las composiciones, un asombroso puzle entre las estructuras más abiertas, efectistas y ruidistas y la rigidez casi marcial con que se lee el poema, apoyado en un golpeo constante que resuena como pelota de ping-pong. La guitarra hace un guiño al motivo melódico de la versión de Summertime de la propia Joplin.
Escuchar la voz de Alejandra (recitando Escrito con un nictógrafo, de Arturo Carrera) en Ashes II tiene algo de religioso. La cadencia ritual de su voz, la atmósfera de efectos ondulantes de la electrónica, el oleaje del contrabajo de Clayton Thomas, el aire soplado por Vandermark, la circulación en el espacio de la voz de Pizarnik... es el golpe de efecto final de un proyecto que adquiere su tono de recogimiento ya en los primeros segundos del inicial El infierno musical, donde lo atmosférico nunca está reñido con la actividad. Es continua en este universo de apariencia estática. Se desvanece la voz de Kurzmann recitando Cenizas y un motivo melódico (rítmico en esencia) del jazz rock más característico de Ken Vandermark se impone, sirve al recitado de Canto después de que el silencio - de nuevo el silencio - irrumpa como llamada de atención, como alerta y prevención ante el desgarro con que desnuda su alma (y la nuestra) Alejandra Pizarnik:
Escribo contra el miedo. Contra el viento con garras que se aloja en mi respiración. Y cuando por la mañana temes encontrarte muerta (y que no haya más imágenes): el silencio de la compresión, el silencio del mero estar, en esto se van los años, en esto se fue la bella alegría animal.
Bendito el día en que aquel librero ambulante de Buenos Aires le vendió a Kurzmann un libro con la poesía de Alejandra Pizarnik. El quinteto toma nombre de un poemario publicado en 1971, que a su vez tomó inspiración de El jardín de las delicias, ese tríptico moralizante de El Bosco cuyo infierno incluía una zanfona o un laúd (detalle que constituye la portada de este disco). Si el infierno era esto, que me condenen por toda la eternidad. Que reine en él la poesía de Pizarnik recitada por Kurzmann y el asombroso y natural encaje de sus espacios electrónicos con el corpóreo soplo de Ken Vandermark; el permanente zigzag de la música, sus cortes abruptos, sus espacios de silencio y el silencio hecho música; la contemporaneidad de una música que, sin embargo, ampara ecos de la noche de los tiempos. Una noche que es como una telaraña anímica que da unidad de principio a fin a este infierno tan extraordinario.
Cada uno de los seis cortes de este disco se construye en torno a las palabras de Pizarnik (en su mayor parte traducidas al inglés). Kurzmann lee o canta, un canto casi átono, sin engolamiento poético. Las palabras se adaptan al ritmo musical o planean sobre el paisaje sonoro tanto como la música adapta el espíritu de las palabras de Pizarnik. En Cold in hand blues, Kurzmann transforma en seductor diálogo con una voz femenina (sin identificar) los miedos del breve texto de la poeta (esta vez sí, parte en castellano). Puro minimalismo, golpe y rasga instrumental que genera el pulso; el espíritu del blues impregna el vacío; la música adquiere forma en el silencio (Todo hace el amor con el silencio, recita Kurzmann en Dianas Tree, mientras el silencio irrumpe en el discurso pop de la música). Tengo miedo, concluye. Hay algo seductor en el miedo de Pizarnik.
La música estaba presente de muchas formas en la poesía de Alejandra Pizarnik. Una obvia: su poema Para Janis Joplin. Para esa niña monstruo, el quinteto crea la más breve de las composiciones, un asombroso puzle entre las estructuras más abiertas, efectistas y ruidistas y la rigidez casi marcial con que se lee el poema, apoyado en un golpeo constante que resuena como pelota de ping-pong. La guitarra hace un guiño al motivo melódico de la versión de Summertime de la propia Joplin.
Escuchar la voz de Alejandra (recitando Escrito con un nictógrafo, de Arturo Carrera) en Ashes II tiene algo de religioso. La cadencia ritual de su voz, la atmósfera de efectos ondulantes de la electrónica, el oleaje del contrabajo de Clayton Thomas, el aire soplado por Vandermark, la circulación en el espacio de la voz de Pizarnik... es el golpe de efecto final de un proyecto que adquiere su tono de recogimiento ya en los primeros segundos del inicial El infierno musical, donde lo atmosférico nunca está reñido con la actividad. Es continua en este universo de apariencia estática. Se desvanece la voz de Kurzmann recitando Cenizas y un motivo melódico (rítmico en esencia) del jazz rock más característico de Ken Vandermark se impone, sirve al recitado de Canto después de que el silencio - de nuevo el silencio - irrumpa como llamada de atención, como alerta y prevención ante el desgarro con que desnuda su alma (y la nuestra) Alejandra Pizarnik:
Escribo contra el miedo. Contra el viento con garras que se aloja en mi respiración. Y cuando por la mañana temes encontrarte muerta (y que no haya más imágenes): el silencio de la compresión, el silencio del mero estar, en esto se van los años, en esto se fue la bella alegría animal.
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com
4 comentarios:
si el directo es tan impactante como el enlatado, este martes nos vamos a caer de culos!!!!
¿No hay red?
¿no somos chicarrones delnorte? :-)
Alejandra Pizarnik siempre me parecíó una poetisa de altos vuelos, de Christof Kurzaman, a quien no conocìa, tomo buena nota.
Gracias
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