Algunas consideraciones y
respuestas a las preguntas que Manuel Recio se hace y plantea en su texto
Jazz actual: preguntas sin responder [Obviamente se
recomienda leer en primer lugar el texto de Recio y después, si se desea, el
que desarrollo a continuación].
¿El jazz debe ser un negocio?
Si lo que expresamos (y deseamos) con ello es que las artes se mantengan al
margen de su comercialidad (es decir,
al margen de factores exógenos a la creación y a la creatividad artística
pura), obviamente no. En la medida en que a nadie se le garantiza en esta
sociedad la manutención por el simple hecho de existir, lo deseable sería que
el propio arte –y, por ende, el jazz- pudiera servir para que el creador
hiciera negocio con él; es decir, que
el jazzista obtenga por su obra una justa recompensa que le permita afrontar
los gastos a los que como un ciudadano más está obligado y así dedicar a su
trabajo el tiempo que sea preciso y con la mayor libertad imaginable. El
problema, en todo caso, no será el negocio que haga con su trabajo sino que el
negocio esté orientado/determinado por deseos artísticos que no sean los
propios.
Según Manuel, la Nueva Orleans de
hace un siglo era un lugar en el que “la música servía para divertirse”, al
contrario que Chicago o Nueva York en que “era un negocio”. Si para los músicos
la música fuera solamente diversión (y su sustento –negocio- dependiera,
obviamente, de otras actividades), la música no dejaría de ser un hobby. ¿Es
eso deseable?
¿Por qué no consigue engancharme el jazz
contemporáneo a mí, que en teoría soy público objetivo? La pregunta que
se hace Manuel Recio concluye un párrafo al que da inicio con una confesión que
responde (siquiera parcialmente) su propia pregunta: “Confieso que mi interés
por el jazz actual es escaso”. ¿Cómo puede alguien llegar a engancharse a algo por lo que declara
que apenas siente interés? Hay miles de cosas sumamente interesantes en la vida
por las que no sentimos el más mínimo interés, o por las que quizá tan sólo
empezamos a interesarnos desde el momento en que alguien nos transmite su
pasión y conocimientos y nos contagia.
Hay quien mira al cielo y se conmueve viendo las nubes, les da nombre, proceso,
sentido... Hay quien sólo ve nubes.
¿Habría de interesarle el jazz de hoy a alguien que se declara
aficionado al jazz de entonces?
¿Debería interesarle la música de Bill Haley a un aficionado de Dover? ¿Mozart
a un amante de Stockhausen? No necesariamente.¿Por qué se pone en contraste de
forma tan habitual el pasado del jazz con su presente, y viceversa? No veo que
suceda lo mismo en otros gremios.
¿Por qué esa especificidad con el jazz y sus aficionados? ¿Por qué esa obsesión
por comparar épocas (cuando, en realidad, aquello que nos engancha de la música tiene más que ver con intérpretes y creadores
concretos que con las épocas y estilos en los que estén fundamentados)? Por
supuesto que uno puede sentir mayor afinidad por unas formas y expresiones
concretas que por otras, pero de poco sirven éstas si quienes les dan vida son
incapaces de comunicarse con nosotros (o nosotros con ellos). El pasado no asegura(ba) más diversión ni emoción que
el presente, y viceversa.
Amar y disfrutar las grabaciones
de artistas pretéritos no debería hacer que nos sintamos obligados a escuchar grabaciones o a asistir a actuaciones de
artistas que se expresen con formas y lenguajes (entre muchas comillas)
actuales, y viceversa, salvo que sintamos un genuino interés por ello. De lo
contrario estaríamos sublimando una etiqueta (puramente orientativa) sobre el hecho musical. Si el interés es escaso,
como reconoce Manuel Recio en su texto, lo que simplemente estamos haciendo es acudir
a un concierto o escuchar un determinado disco por pura convención: la que dice
que si algo es de jazz me ha de
interesar porque el mero hecho de serlo. Y me puede interesar (de hecho me
interesó) mucho más un concierto de la cantante Soledad Vélez en Huesca que el
concierto de jazz anunciado en mi
ciudad la misma noche. Me interesa la música, no una etiqueta que engloba cosas
absolutamente dispares que muchas veces no me atraen en absoluto. Dicho de otra
manera: no es preciso disfrutar de Louis Armstrong y de Peter Evans, aunque es
perfectamente posible hacerlo con ambos.
Existe, desde mi modesto punto de
vista, una especie de crisis de identidad en el jazz, dice Recio. Estoy
seguro de que las crisis de identidad las tienen los creadores (incluso los
aficionados), no las etiquetas. Si la palabra jazz refiriera unas
características sumamente concretas, unos márgenes claramente delimitados,
serían los jazzistas los que caerían muy pronto en una crisis de identidad. O
bien se acomodarían a una identidad prefijada e inmutable o bien se quitarían
de encima la dichosa identidad por agotamiento de los límites. De hecho, la
ansiedad definitoria (¿y totalitaria?) de la que algunas voces hacen gala sobre
qué es el jazz ha hecho que muchos jazzistas (valga la paradoja) renieguen del
término (por salud mental).
Ha perdido el fervor popular, el
pulso, la conexión con el gran público. Se ha intelectualizado, asegura
el autor. No olvidemos que lo que consideramos música popular es un fenómeno del último siglo y que, en ese siglo,
la música popular (y por ende las etiquetas que la catalogan) se ha atomizado
casi tanto como las audiencias. Ese jazz popular
ha pasado de tener casi la exclusiva del entretenimiento social a competir
con decenas y decenas de formas musicales populares
y, desde luego, mucho menos exigentes que, incluso, las del jazz pretérito
al que se siente afín Manuel Recio y que también ha perdido hoy el fervor popular.
Sí, hablamos de exigencia. Y
Manuel se pregunta: ¿Qué oyente está dispuesto hoy en día a regalar sus preciados minutos
de existencia a un fin tan exigente? Creo que la pregunta dice más en
contra del oyente que de la propia música (o al menos nos habla de un oyente
que tan sólo aprecia la ligereza y no busca más en la música). ¿Acaso ha de ser
la música sólo ocio y divertimento? ¿Es deseable que lo sea en todos los casos?
¿En su mayor parte? ¿Es la popularidad –si entendemos que la popularidad le
viene dada por su carácter ocioso- un fin en sí mismo? ¿Ha dado la espalda el
jazz a la popularidad? ¿No ha sido acaso un género impopular la mayor parte del tiempo? ¿Qué garantiza musicalmente la
aceptación del gran público? ¿Qué
dice en su contra que no la tenga? ¿Y si la intelectualización no fuera más que
un lugar común al que nos acogemos cuando algo simplemente no nos gusta?
Tal y como señala Manuel, creo
que el disfrute del jazz “exige un esfuerzo y una implicación por parte del
oyente”. No podría ser de otra manera. Eso sí, pocos esfuerzos han sido compensados
de forma tan gratificante en mi vida como los que han venido de la escucha y
curiosidad por la música. Oídos atentos, mente dispuesta… ¡Qué exigencia tan
liviana!
Carlos Pérez Cruz