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jueves, noviembre 24, 2011

¿Quién necesita críticos? (de Jazz)


¿Para qué sirven los críticos? ¿Para qué? Desconozco a qué momento de la historia se remonta la primera vez que alguien planteó esta cuestión pero parece propia de los tiempos que corren. Al fin y al cabo si vivimos días de angustia productiva, donde la competitividad es el remedio único a los males de nuestra era y causa última de nuestra existencia, ¿contra quién compite y qué produce un crítico? Son preguntas que se despiertan en mi pensamiento después de leer el adelanto de un libro del compositor y letrista Stephen Sondheim publicado en el diario británico 'The Guardian'. El artículo viene presidido por una pregunta: ¿Quién necesita críticos?

Rendida nuestra sociedad a los dioses Productividad y Competitividad son legítimas las preguntas expuestas. ¿Qué produce un crítico? Tiempo perdido. No lo digo yo, lo asegura Sondheim. Especialmente lo pierde el criticado, que puede entrar en una vorágine de acción - reacción perniciosa para su concentración y producción de la que, como veremos más adelante, tiene pocas papeletas para salir bien parado.

¿Qué PIB ve mejorado su rendimiento por las divagaciones y elucubraciones de un examinador del arte? Permítaseme ejemplificar de aquí en adelante en la figura de un crítico de Jazz, al fin y al cabo, mi "negociado". Situemos primero al crítico. Un ser solitario, ajeno a las dinámicas de buenrollismo laboral fomentadas por los manuales de incremento de la productividad empresarial (esos textos bíblicos que han convertido a las personas trabajadoras en recursos humanos). No tiene una sala de café en la que aparentar empatía con el prójimo ni un futbolín con el que desahogar las presiones de la corbata. No, el crítico de Jazz trabaja solo, se posiciona frente a una mesa desbordada por discos que no escuchará, notas tomadas a vuelapluma y migas de la pasta que acompañó el café de hace tres días. Si su grado de dedicación a la causa crítica es elevado es más que probable que viva con lo justo, que en invierno la calefacción sea él mismo hecho cebolla o emparedado. Pero, ¿por qué dedicar tantas horas a escribir sobre el trabajo de otros? ¿Qué función tiene? ¿A quién le importa? Demasiadas preguntas, la verdad, para las pretensiones de este texto.

Pongamos que el crítico produce pensamiento, reflexión, fomento del análisis. Lo primero que uno podría interrogarse es para qué demonios quiere uno pensar o reflexionar. Si llegara a darse el caso de que semejante deporte de riesgo tuviera algún sentido (que otros piensen sobre ello, por favor, no es mi propósito aquí y ahora), ¿qué hace del pensamiento y reflexión de alguien - llamado a sí mismo crítico - merecedor de ser tenido en cuenta? Entramos en terreno delicado. Acudamos a Sondheim:
Para muchos lectores un buen crítico, en cualquier campo, es aquel con el que están de acuerdo o aquel que está de acuerdo con ellos.
Interesante reflexión. Como aquella viñeta de 'El Roto' en la que un siniestro personaje replicaba lo que escuchaba en su radio favorita (como con los críticos, uno escucha a aquel con el que está de acuerdo o - en su defecto y por prescripción médica - a aquel con quien discrepa por completo), el buen crítico es aquel que confirma lo que pensamos o nos interesa creer, nunca aquel que pueda poner en tela de juicio nuestras propias conclusiones. Y hete aquí que nos encontramos de pronto frente a un aspecto quizá no productivo pero sí beneficioso para el Sistema (único). A nadie escapa que la afirmación ajena de nuestro propio ideario es un generador de bienestar. Uno se siente mejor, incluso moralmente superior, si encuentra quien públicamente avale nuestras ideas. Y, ¿qué mejor para el Sistema (único) que ciudadanos - o fuerzas productivas - reforzados en su autoestima? Convengamos entonces que el crítico tiene algo de psicólogo de bajo coste. Escaso o nulo para el empresario, inexistente a efectos de gasto sanitario. Dado que el crítico está pobremente pagado (aunque con frecuencia, pagado de sí mismo) o incluso lo es por voluntad y gratuidad, el balance coste - beneficio es claramente favorable para la sociedad del bienestálaborar.

- Disculpe, pero se le olvida que la mayor parte de críticos hunden carreras, humillan, frustran esfuerzos ajenos. ¿Qué pasa si el crítico no escribe acorde a mi pensamiento? Poco fomento de la autoestima veo en ello.

¡Facil solución! Súmese a ellos, ¡abaratará costes! Haga de ese trabajo su hobby, súmese por placer al arte de la crítica ajena:
La frase "todo el mundo lleva consigo un crítico" es universal. Internet anima a la gente a compartir sus opiniones con el resto del mundo. En el teatro, la expectación generada por los chats se ha convertido cada vez en algo más importante para la reputación de un espectáculo antes de su apertura. Hay miles de críticos tecleando sus opiniones sobre a quien va a escuchar - así que, ¿quién necesita pagar a alguien para que pontifique sobre cuál debería ser tu opinión?
- ¡Eso! ¿Quién coño es usted para decirme lo que tengo que opinar? 

- ¡Oiga! Que yo no le he dicho que opine como yo. ¿Acaso le obligo a asumir mis reflexiones? Si no le parecen bien, de acuerdo. Pero antes de insultarme a la cara (o por la espalda), haga el favor de razonar como yo he procurado hacerlo.

- ¡¡Usted lo que tiene es un cara más dura que la p**** de Nacho Vidal!! ¿Razones dice? Lo suyo son intereses. Confiese, usted quiere algo, ¡quiere algo! Pero, ¿qué quiere? ¡Qué quiere! ¡¡Envidia es lo que tiene usted!!

Dejemos a crítico y a su contracrítico cibernético habitual, Anónimo (que, como Mercados, es alguien pero nadie sabe quién es), con su discusión antes de que Sistema (único) decida que los críticos no son tan saludables como yo especulaba y los elimine de un golpe de prima de riesgo (la prima de Merkel, se entiende, que algún día quizá lleguemos a conocer, aunque no parece de fiar), y centrémonos en las bondades de la profesión de crítico. ¿Las tiene?

(Se hace el silencio)

- ¿No responde usted? Ya sabía yo.

(No hay respuesta) (Salgo de mi letargo). Bien, como le iba diciendo, el crítico asume los valores sagrados del presente, quizá no tanto los de la productividad (si nos atenemos a su aportación a las arcas privadas y a las públicas) como los de competitividad. El crítico (de Jazz, recuerdo) compite. ¡Vamos que sí compite! ¿Contra quién? En primer lugar contra sí mismo y su propia capacidad de asimilación de las horas de música escuchadas y por escuchar. Y en segundo lugar, pero no por ello menos importante, contra otros críticos. Es la competición por hacerse con uno de los pocos puestos de crítica (mal) pagada. Es la competición por el mayor número de discos - apilados de aquella manera - frente a los de su competidor (¿No es eso de lo que nos están hablando cuando se santifican los valores de productividad y competitividad de un país? ¿Más frente a los demás?). Es la competición por publicar más que nadie (lo cuantitativo frente a lo cualitativo pero, ¿no es así como ha triunfado la productividad china? Al Partido y Sistema (único) no se le discute). Es, finalmente, la competición por hacer crítica de quienes cuando son criticados ni siquiera eran conscientes de ser músicos. Pero puede que llegue el día en que sepan que lo son y entonces el crítico pueda gritar alborozado aquello de: ¡Yo lo vi primero!

Dado que en estos tiempos lo que se precisa es cantidad más que calidad, la de crítico es una de las profesiones más agradecidas. Los nuevos medios de comunicación digitales permiten ejercer en ciento cuarenta caractéres (¡qué tiempos aquellos de angustia por no llegar al mínimo publicable!) por lo que a nada que se manejen con soltura ciertas muletillas uno puede ejecutar (¡!) su trabajo con rapidez. En un sólo día, ¡¿cuántos discos podría llegar a reseñar?! Ejercicio de 140 caractéres: El disco de X es un soplo de aire fresco en la escena del Jazz. Transgresor a partir de un lenguaje etéreo y orgánico. ¡Imprescindible! Me faltan cinco caractéres pero dado que he dado en llamar "X" al músico o grupo del que hago crítica, es probable que mi juicio (¿?) sobrepase el espacio disponible y deba recortar. En todo caso, con una ligera escucha saltando entre pistas o por mera intuición, el crítico de la era de los ciento cuarenta caractéres puede ponerse las botas. Cosas de la red, que nos ha permitido dar la bienvenida a tantos nuevos compañeros del gremio. De nuevo Sondheim:
El negocio de los chats revela que la necesidad de criticar es insaciable. También revela que todavía hay gente a la que le entusiasma el teatro, que no sólo quiere ir sino también hablar de aquello a lo que ha ido. La falta de confianza y la escasa capacidad de atención que impregnan nuestra cultura no son tan evidentes en los animados chats a los que eché un vistazo, aunque aprendí pronto a no permanecer conectado a ellos por la misma razón por la que aprendí a no leer mis críticas: cada conjunto de halagos sobre mi trabajo de los que podía enorgullecerme era salpicado por disparos que me desarbolaban. A cada opinión razonada sobre el trabajo de los demás le sigue una mezquina y arrogante, alguna de las cuales, siento decirlo, me hace reír y sentir ganas de ser lo suficientemente joven para participar en ese tipo de intercambios.
Hoy mucha gente ejerce la crítica. No es que todos seamos críticos en potencia, es que muchos se han habilitado espacios desde los que ejercerla. No importa la cualificación, ya que ante nadie deberá defenderla. Son espacios de expansión personal con vocación de influencia. Son, además, tarjetas de presentación ante promotores de conciertos o discográficas (pobrecillas) para la consecución de entradas a conciertos o discos de forma gratuita. A este paso la excepción será el espectador y oyente de pago. Estos críticos de nuevo cuño han dado lugar a nuevas expresiones conceptuales de la crítica, como la 'crítica fotográfica' (una secuencia de fotografías de un concierto bajo el epigrafe de "crónica visual") o la 'crítica cronológica' (empezaron por el tema tal, siguieron por cual, después por tal otro... la gente aplaudió). Por no hablar de sus... ejem... licencias gramaticales que tan poco parecen importar en esta era de las palabras contraídas (mi voz se ha llegado a pixelar tratando de leer algunos textos en voz alta).

Asumo que toda esta larga divagación tiene como objetivo desviar la atención de algunos de los aspectos claves del texto de Sondheim, aquellos relacionados con el daño que los críticos podemos llegar a causar. Ya sea porque la crítica aborde a un primerizo (en positivo, crea exceso de expectativas; en negativo, puede hundir la débil confianza) o porque lo haga a un veterano consagrado (en cuyo caso se corre el riesgo de ser linchado por la presumbile horda de seguidores). El caso es que ni Sondheim le ve el lado bueno a la labor del crítico.
El elogio puede hacer que usted se sobrevalore, mientras que si no fuera así a menudo uno se decepciona, enfada o permanece impotente. Escribir una carta al periódico o revista que te ha herido sonará unicamente - y en todos los casos - a lamento de mal perdedor. (...) Todavía peor, animará a los críticos a pensar que te los tomas en serio. (...) Esto es la cuestión más perniciosa de los críticos: hacen que pierdas el tiempo. ¿He mencionado que pueden alejar a la gente de tu novela, afectar a tus ventas, poner en un brete tus futuras exposiciones de pintura o conciertos? Pueden disuadirte a ti y a tu público, lo cual es el desafortunado efecto final.
¡Vaya! ¡¡Menudo poder!! Pero aunque uno pueda llegar a creerlo no es la tan cacareada frustración artística del crítico la que lo mueve, tampoco la voluntad de arruinar la vida de otros carcomido por la propia ruina. No. El buen crítico simplemente ejerce su trabajo y ese trabajo es tenido en cuenta por algunas (cada vez menos) personas que confían en la preparación, honestidad y buen hacer del profesional. Lo que nos lleva a una última cuestión clave. ¿Qué es un buen crítico? Dentro de su tóxica naturaleza hay elementos que, según Sondheim, hacen de él alguien digno de ser apreciado:
Para mí un buen crítico es un buen escritor. Un buen crítico es alguien que conoce y reconoce las intenciones del artista y las aspiraciones de su trabajo, y lo juzga por ello, no por lo que hubieran sido sus propios objetivos. A un buen crítico le apasiona tanto el tema que puede convencerle de acudir a algo a lo que nunca habría imaginado acudir. Una buena crítica es una lectura entretenida. Una buena crítica es difícil de encontrar.
Cierto. Una buena crítica es difícil de encontrar si entre sus requisitos se encuentra la necesidad de la buena escritura (que se desarrolla con formación, práctica y cierto sentido estético y del pudor antes de publicar) o el conocimiento previo de las intenciones del artista y sus aspiraciones (eso supone una labor de investigación y contextualización contraria a la vertiginosa actividad crítica de nuestro tiempo). No es justo criticar en los mismos términos a un profesional que a un aprendiz como no lo es hacerlo basados en nuestras propias preferencias estéticas. Hay profesionales que no nos atraen pero que objetivamente hacen un buen trabajo, como los hay que admiramos y que en ocasiones pierden el oremus, aunque nos cueste admitirlo.

El buen ejercicio crítico requiere de honestidad, de esa subjetividad objetiva que debería servir por si misma para evitar el riesgo de caer en la purgación de nuestras miserias, o en el ajusticiamiento interesado. El buen crítico trabaja con palabras y las palabras han de ser medidas, resultado de una meditada reflexión. Las palabras agradan del mismo modo que pueden herir y deberían servir, en último término, para despertar la neurona de la reflexión. Eso sí, el crítico, malo, bueno o regular, debe ser consciente de que a su labor le ha surgido un feroz contrapeso, la de los antes mencionados contracríticos, que uno empieza a sospechar que tiene profesionales remunerados entre sus filas. Profesionales de un arte verdaderamente complejo, el de leer lo que no está escrito y enredar al crítico en la defensa de su libertad de expresión y de su desinteresado interés. Tipos capaces de - ¡en efecto! - hacerte perder el tiempo. Quizá vengadores de los caídos en la batalla de las críticas desatinadas.

La red de internet ha amplificado la contracrítica, antes un divertimento privado o de tasca, ahora global como casi todo. Todos hablando al mismo tiempo en una indigesta conversación mundial (Everybody´s talking at the same time, que canta Tom Waits) por lo que cuesta encontrar a alguien que escuche. Se avecina la gran batalla final entre críticos y contracríticos, cuyos decibelios amenazan con hacer estallar la red y producir un angustioso silencio. Ante lo cual uno siempre puede hacer como el compositor Richard Rodgers, tan sensible a las críticas que...
... durante los ensayos de 'Do I hear a Waltz?' en New Haven, su mujer y su asistente recortaban cualquier frase desfavorable a su música en las reseñas y después le leían la versión expurgada.
© Carlos Pérez Cruz

Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com

miércoles, noviembre 23, 2011

Entrevista a Fred Hersch

© Mark Niskanen (www.fredhersch.com)
El pianista Fred Hersch (1955) llegó a Nueva York a finales de los años setenta donde se formó acompañando a músicos como Joe Henderson, Sam Jones, Stan Getz o Art Farmer. Sólo cuando sintió que tenía algo personal que decir publicó su primer disco, Horizons, un disco a trío junto a Marc Johnson y Joey Baron. Tenía 30 años. En una sociedad como la actual tan entusiasmada con la juventud y la precocidad no es habitual que un músico espere tanto tiempo, cuando incluso menores de edad graban ya discos.
Creo que es esperar demasiado que músicos tan jóvenes tengan tanto que decir. Muy rara vez he escuchado a un músico joven de menos de veinte o veintiún años que me hiciera pensar que realmente era un artista, que realmente tuviera algo… He enseñado a algunos, créeme. Lleva tiempo. Suele ser a los veintitantos cuando empiezas de algún modo a definirte.
El escritor Antonio Muñoz Molina lo definió como un maestro secreto, un músico que no da ni una sola nota efectista, no hace ninguna concesión. Es cierto, no es Fred Hersch un músico de grandes aspavientos ni derrama notas de forma compulsiva. Lo suyo tiene más que ver con la contención y la emoción, con la sugerencia y la sutileza.
Realmente no malgasto muchas notas, no lo hago. A veces escucho a algún pianista joven tocando de forma rapidísima y digo, ¡oh! ¡¡Ojalá pudiera hacer eso!! Pero… ¡bah! A la larga una cosa compensa a la otra. Al final piensas: de acuerdo, ha sido impresionante pero no me ha emocionado. (...) Muchos de los jóvenes músicos lo están tocando todo en compases raros, en formas extrañas… No es que me sienta como un policía del Jazz que te diga que tienes que tocar melodías de treinta y dos compases pero pienso que hay un camino intermedio. (...) Pero creo que hay tener en cuenta al público y cuánto puede absorber. Y si la música se convierte en músicos de Jazz a la última tocando Jazz a la última para otros músicos de Jazz a la última, entonces es algo muy reduccionista y la audiencia se reducirá. Yo no toco para el público, toco para mí. Cierro mis ojos y toco. Es todo lo que hago.
© Stephanie Berger (www.mycomadreams.com)
El maestro de pianistas hoy tan referenciales como Brad Mehldau, Ethan Iverson o Jason Moran, fue diagnosticado con el virus del sida a mediados de los ochenta. La suya es una historia de superación de los prejuicios sobre la sexualidad (él es homosexual) y de superación de la enfermedad que le dejó en coma durante varias semanas en el año 2008. Hubo de aprender a recuperar la movilidad de piernas y manos, a tragar... Apenas meses después de despertar del coma su música volvió a sonar en el mítico Village Vanguard neoyorquino. Su historia despierta el interés de medios de comunicación que, ajenos al Jazz, apenas motrarían su interés por la carrera de Hersch.
No creo que sea curiosidad sobre mi salud pero ciertamente es un gran tema sobre el que escribir así que creo que la gente ajena al mundo del Jazz conoce mi nombre, me escucha en programas de radio, en ‘The New York Times’, en cosas así, lo que está ayudando a que se reconozca mi nombre de forma general. Pero no es que la gente vaya a los conciertos y espere verme enfermo o algo así.
En 2010 estuvo en Barcelona explicando su experiencia en un congreso europeo de médicos de cuidados intensivos. Además ha creado un espectáculo titulado My coma dreams a partir de los sueños que al despertar del coma recordó con extrema precisión. Un espectáculo musical, teatral y audiovisual en el que la diversión se mezcla con el temor y el más puro surrealismo. En un momento del espectáculo se ve a sí mismo compitiendo con Thelonious Monk por lograr finalizar antes una composición. ¿Quién ganará?
¡Buena pregunta! Yo gané la batalla. De hecho la pieza a la que te refieres, El sueño de Monk, la escribí con el reloj de la cocina. Traté de escribirla lo más rápidamente posible para así poder simular el contexto. Y la escribí en veinte minutos. Creo que a Monk le costó mucho más tiempo.
© John Rogers (www.fredhersch.com)
No reniega del sentido del humor y de la paciencia para comunicar su experiencia a los medios de comunicación que inciden sobre su historia extramusical. Para los aficionados a su música tiene además el mensaje impagable de su música. Un jazzismo que parece ir contracorriente del ruido imperante en nuestra sociedad.
Pienso que una de las mejores cosas de escuchar música en directo durante una hora o setenta y cinco minutos es que no te pones a mirar el iPhone o…
O que puedes disfrutar de uno de los grandes vicios de Fred Hersch, a la vez una de sus grandes virtudes. Y es que de entre los condimentos de la música hay uno que le apasiona sobremanera y no lo oculta:
¡Me gusta demasiado la melodía!
© Carlos Pérez Cruz


Puedes leer la entrevista completa con Fred Hersch o escucharla en su versión original en inglés o con doblaje en castellano. La conversación fue emitida en la edición del programa "Club de Jazz" del 23 de noviembre de 2011.

sábado, noviembre 19, 2011

Lucía Martínez Berliner Projekt - "AzulCielo"


¿Tiene luz la música? ¿Puede describirse una nota por los colores que la conforman? ¿O son la luz y los colores una expresión poética que oculta la carencia de quien esto escribe? Tanta pregunta, cuando uno quizá llegue aquí buscando respuestas, viene a cuento de que si algo se despierta en mis oídos al escuchar este AzulCielo es el sentido de la vista y, con la grisura de la luz que me acompaña en el momento de escribir estas palabras, la necesidad del brillo del sol atlántico o el aleteo de las sábanas tendidas en un pueblo mediterráneo. Sé que son dos mares distintos y distintas las expresiones que de ellos se derivan pero no puedo dejar de escuchar a lo largo de la música vientos italianos, luz lisboeta, ecos bonaerenses, filosofía griega y un poco de morriña gallega. Es probable que la sentida música de Lucía Martínez se explique por aquello de la distancia, que no es lo mismo mirar al cielo en Berlín que hacerlo en su Vigo. Lo malo es que a la intensidad de la luz que llega de arriba no le corresponde el brillo del suelo así que Lucía ha encontrado en Berlín una república independiente donde, si bien no luce el sol, brilla una escena que se intuye palpitante.

Conozco a quien a miles de kilómetros sufre un súbito ataque de nostalgia por aquello por lo que ni siquiera nunca se interesó. No sé si es el caso de Lucía, no sé cuál era su grado de admiración por la cadencia española ni por los diversos folclores ibéricos previa a su emigración, pero se intuye que la mochila de su música carga con un sentido armónico que John Coltrane podría tomar prestado para su Ole Coltrane de El mar y yo, obra y gracia (como en todos los casos) de la propia Lucía, que a golpe de timbal parece anunciar la presencia de una banda de gaitas o de pandereteiras hasta que aquello termina por derivar en uno de esos ejercicios circulares y modales que tan bien adoptan motivos melódicos folclóricos. Y hete aquí que hay más. Uno intuye que El mar es circular y que el yo de Lucía tiene algo de flamenca, porque lo suyo es de echá p´alante y por eso se ponen a batir palmas y el pianista a ejercer de guitarrista en un solo que va creciendo hasta el punto de que a uno le entran ganas de susurrar ¡olé! (incluso en ese trasfondo rítmico que impulsa el solo uno se imagina el coro de alientos rasgados tan característicos de Enrique Morente). Qué buen gusto melódico tiene Lucía. Lo demuestra en su aportación temática al trío MBM (el trío que comparte con Baldo Martínez y Antonio Bravo) y lo desarrolla a sus anchas en este AzulCielo, título a su vez de un tema en el que la melodía se persigue repartida por las diversas voces instrumentales. Clarinete, contrabajo, acordeón y piano entran y salen, se entrelazan, se despegan, se hacen eco para terminar confluyendo de nuevo. Tiene algo de Tango este tema, de piernas entrelazadas en ese ir y venir de la música.

El gusto por la melodía lo lleva Lucía también al terreno del Jazz más fogoso y visceral, el de Fogo do 23, con un tema de guerrilla, casi un himno que se obsesiona (todo himno es una obsesión) hasta estallar en un espacio abierto al gemido instrumental de liberación sobre la pegada constante de Lucía con la batería en un in crescendo hasta el aullido final.

Dediquen, por favor, el tiempo que requiere la música para ser escuchada. No digo oída, digo escuchada. Porque la (buena) música tiene algo de vuelta y vuelta, de cuadro que se desvela con la observación continuada. Denle la oportunidad que merece al matiz, al pequeño detalle, súbanse al tiovivo que da vueltas en la feria de Taglilien, tan ambulante como lo es el mundo circense y tan nómada como un gitano (aunque el nomadismo no sea siempre voluntario). Algo de circo y algo de gitano tiene
Taglilien del que se sale con los sentidos adormecidos por el placer de las vueltas, algo desconcertado quizá, por eso X es una consecuencia lógica, una incógnita, una esquizofrenia, una extraña maquinaria rítmica de melodías obsesivas. Cuando la histeria amenaza aparece la música mínima de Silencio, la luz del campo oeste anuncia tempestad. Un sugestivo planteamiento de minimalismo expuesto desde el vibráfono por Lucía, un paseo contemplativo que en vez de anunciar tempestad tiene carácter crepuscular. ¡Mas no! Llega el amanecer, el Desayuno con mango, que pareciera haber compartido con su admirada Maria Schneider. La presencia del acordeón ayuda al imaginario (tan habitual en la música de la estadounidense) pero en el tema está presente ese sentido lírico y de resonancia sinfónica de la compositora y directora de orquesta de Jazz. Aires de America Latina en el motivo melódico de este saludable desayuno y aires de película en el cierre con O pe do ceo, un vals por melodías con eco de banda sonora (les juro que la melodía me suena a... pero...).

¡Qué buen trabajo Lucía! Desde las Luciérnagas de papel hasta el cierre con O pe do ceo (ambos, por cierto, en un ternario que danza y mece) el paseo por la música de este proyecto berlinés de la viguesa es un placer para los sentidos; por sutileza, por gusto melódico, por la textura de una instrumentación tan poco frecuentada como agradecida en el encuentro de acordeón y clarinete, por tantos motivos que se resumen, en realidad, en uno: ¡la luz! ¡¡He visto la luz del Atlántico en esta gris tarde de noviembre!! Así que sí. La música emite luces y colores además de frecuencias, espacios y tiempos. Y la paleta de Lucía es tan variada como gozosa y brillante. Sin duda el reflejo del sol en el Atlántico ilumina un pequeño rincón de Berlín.

© Carlos Pérez Cruz

Reseña publicada originalmente en www.elclubdejazz.com

viernes, noviembre 18, 2011

Fred Hersch Trio - XXVIII Festival Jazz de Madrid (16/11/2011)

Fred Hersch en Madrid (Fotografía: Raúl Mao)
Qué extraños renglones los de la vida. Alguien que vive a miles de kilómetros de distancia de mí - tantos que no sabría ni calcularlos - fue quien apenas un día antes del concierto de Fred Hersch utilizó las palabras precisas para animarme a hacer el esfuerzo de viajar a Madrid a costa de una notable pérdida de sueño (y de sajar un poco más mi cartera). Hay cosas en la vida – no muchas, pero las hay – que no tienen precio y por las que merece la pena hasta empeñarse. Y por escuchar a quien el escritor Antonio Muñoz Molina definió con acierto como un maestro secreto merece incluso la pena poner en riesgo la prima de ídem. Y es verdad, Fred Hersch es un maestro consumado cuya música callada es como un río que fluye subterráneo bajo el maremágnum cacofónico del mundo. Asistir a un concierto suyo es una cura de desintoxicación de la estresante adicción al ruido de nuestra sociedad. Una gran ocasión – como él mismo me dijo, no sin cierta ironía – de apagar los móviles y desengancharse del iPad (¿alguien conoce una terapia de desintoxicación que sólo cueste 20€?). De hecho uno tiene la sensación de que en el mundo de su música resulta inconcebible la propia existencia del teléfono móvil e iCacharritos con millones de aplicaciones (tan inconcebible como imaginar que un espectador se dedicara en un concierto así a enviar fotografías del tipo “¡mira dónde estoy!”, esa gran y estúpida enfermedad que ha contagiado incluso a periodistas musicales).

Fred Hersch es un secreto. ¿Ayudará este concierto a que se le conozca un poco más?, preguntaba Raúl Mao, director de ‘Cuadernos de Jazz’, cuando del escenario ya vacío emanaba todavía un calor como de salita de estar. Y uno miraba al auditorio y pensaba que si mañana se repitiera la actuación vendrían todos los que vinieron y más, porque el boca a boca lo haría inevitable. Hersch es como una de esas películas pequeñas que permanecen en pantalla semana tras semana porque su belleza trasciende la parafernalia publicitaria y su único marketing es su humanidad. Alguien tan sensato en la expresión de sus ideas como en su expresión musical con el piano. Un enamorado de la melodía y de la sutileza, un creador de silencios mediante el sonido. Un pianista cuyo clasicismo con ecos de Bill Evans no impide que su música tenga el impulso de la prospección, de la exploración de formas abiertas más allá de la estructura. Resultó estimulante el juego de enredos entre el  Lonely Woman  de Ornette Coleman y el Nardis  de Bill Evans y Miles Davis, que inició Eric McPherson con los timbales como si de un ritual circular de invocación se tratara. Presentes los espíritus de vivo y muertos, irrumpió ese monumento melódico llamado Lonely Woman en el piano de Hersch (¡ay la melodía! ¿La hay más hermosa?), que de pronto era Nardis, que de pronto era una mujer solitaria llamada Nardis. Ahí estaba Hersch retando su modélico sentido de la melodía. Eso sí, con un toque tan sutil que más que de percusión hizo del piano un instrumento de cuerda frotada. De pellizcarla se encargó John Hébert, otro músico de discretas dimensiones nominales pero que mostró su valiosa polivalencia. Sobre su bajo se caminó, con su bajo aportó texturas y timbres y agarrado a él voló libre en varios momentos para convertirlo en una guitarra entre sus manos.

Se pueden decir muchas cosas de la música de Fred Hersch y su trío. Se puede uno solazar con la maestría colectiva o con la pericia individual; como la del baterista Eric McPherson, capaz de hacer un asombroso solo in crescendo de silenciosa intensidad. La necesaria virtud de la escucha se manifestaba en su gestualidad pero sobre todo en la reacción al instante a lo propuesto por Fred y John, además de por su propia capacidad de sugestión rítmica, en muchas ocasiones más compleja de lo que la fluidez resultante podría sugerir. Mucho se puede decir, en efecto, pero sobre las cuestiones técnicas de la música del trío y sobre las cualidades individuales sobrevuela algo mucho más relevante: una emoción embriagadora, la de aquellas cosas hechas con tal dedicación y concentración que parecen pura artesanía, que reclaman la más gozosa de las atenciones. Y así Hersch logra no sólo acallar la mundanal cacofonía sino que convierte en ridículo el debate entre melodías de nuevo cuño y standards.

Es tal la capacidad de absorción que Fred Hersch hace de los sentidos, de gestar un estado de hipnosis colectiva, que lo mismo da que uno pueda tatarear de memoria la melodía de un tema de Cole Porter, que sea como Whirl una composición de su propia firma dedicada a una bailarina (y vaya, fue explicarlo y la bailarina danzaba a su alrededor) o una habanera bautizada Mandevilla la que lo inspire. Todo pasa a formar parte de un universo que surge de su piano callado, de ese piano-arpa que contiene la respiración del respetable hasta que levanta el pie del pedal. Sin impostación, sin gestos para la galería, con los ojos cerrados para viajar con la música, con una apabullante sencillez que le permitió jugar al gato y al ratón en un circense Skipping para hacerme creer que detrás de aquella improvisación de apariencia monkiana se escondía Bach (quién sabe, quizá allá arriba hayan hecho buenas migas). ¡Tanto y tan bueno! Y en esas estamos que el concierto acaba, el público se derrite, aparece Hersch disfrazado de Valentin y… ¡zas! El corazón hecho trizas. Lo que faltaba. El Fred Hersch del piano solo que me tiene secuestrado con su Alone at the Vanguard pone lazo al regalo de una noche en Madrid con una composición que de tanta belleza aplaudí sólo para constatar que mi yo seguía teniendo estado físico.

El secreto de ese maestro secreto de Muñoz Molina ya lo es un poco menos. Lo desvelarán los muchos que esa noche lo descubrieron y se llevaron como testimonio de fe un extraño artilugio llamado disco que el propio Hersch se ocupó de vender al salir. Será menos secreto, seguro, pero la arrolladora serenidad de su música, la laboriosa artesanía de su trabajo, la compleja sencillez de su Arte, le aseguran un lugar privilegiado en el Olimpo de los dioses de otro mundo. No de este.
 
© Carlos Pérez Cruz

PD: Mi reconocimiento, cariño y admiración a María Antonia García y a Raúl Mao, directores de ‘Cuadernos de Jazz’ y representantes de Fred Hersch en su actuación de Madrid. Sin su ayuda y generoso trabajo no habría sido posible mi asistencia al concierto, la entrevista con Fred Hersch ni lo más importante, la actuación del propio Hersch en Madrid. En esa vida en el permanente alambre que es la del Jazz (en sus diferentes vertientes) pusieron en riesgo su propia cartera – una vez más - para hacernos un regalo que no tiene precio. Con la crisis como excusa, el Festival de Jazz de Madrid (con fondos públicos) ha decidido este año que todos los músicos vayan a taquilla. Es decir, cobren sólo la recaudación de las entradas, prescindiendo del caché. Que los músicos, verdaderos protagonistas de un festival de Jazz, sean los únicos (junto a sus promotores) que no cobren por su trabajo es de un cinismo atroz. Hacer que los músicos se jueguen su jornal a la ruleta de la fortuna es tanto como obligarles a que de héroes de la supervivencia pasen a mártires de la causa. What a wonderful world!

Reseña publicada originalmente en www.elclubdejazz.com

domingo, noviembre 13, 2011

miércoles, noviembre 09, 2011

Entrevista a Rudresh Mahanthappa

www.elclubdejazz.com
Rudresh Mahanthappa (1971) es un saxofonista alto estadounidense (nacido en Italia) hijo de emigrantes indios a los Estados Unidos. Acaba de presentar Samdhi, trabajo en el que indaga en algunas de las cualidades de la música carnática (música Clásica del Sur de la India) a partir de los fundamentos de una banda de Fusión, de Jazz Rock. Ser hijo de emigrantes, su nombre, su color de piel... son elementos que confluyen para que muchos se creen un estereotipo sobre personas como él y se active rápidamente el mecanismo de las ideas preconcebidas, tengan estas o no base conceptual:
Incluso con este disco veo que cuando la gente piensa en la fusión con cosas del Rock siempre recuerda a la Mahavishnu Orchestra. ¿Hablas de la Mahavishnu porque soy indio? Nadie habla de Weather Report o de los Yellowjackets y cosas así. Es interesante y pienso que la primera oleada de población que es hija de emigrantes de una comunidad significativa en número siempre pasa por esto. Terminamos siendo una especie de pioneros, sentando el precedente o preparando el camino para los que vendrán después de nosotros
Mahanthappa, al contrario que otros compatriotas con sus mismos orígenes geográficos y culturales, no creció en un barrio con amplia comunidad hindú en los Estados Unidos:
Yo crecí en una comunidad que era fundamentalmente blanca. En muchas ocasiones me consideraba a mí mismo blanco porque realmente no conocía ninguna otra manera de pensar. Desde luego que mis padres no rechazaron su cultura. Siguen practicando el hinduismo, mi madre sigue cocinando comida india el 95% del tiempo y esa es también la manera en la que yo he crecido pero la cuestión es, ¿cómo revistes eso de cara a tus amigos? ¿Tratas de ocultarlo? ¿Estás orgulloso de eso? ¿Tratas de justificarlo? Como cuando alguien viene a cenar. ¿Te avergüenzas de no tener espaguetis o hamburguesas? ¿Estás orgulloso por ello? (...) Cuando estaba en la universidad – fui a una universidad que también tenía una gran comunidad negra, una gran comunidad afroamericana, y también una gran comunidad blanca – creo que entonces es cuando me di cuenta. Me dije: no soy blanco, no soy negro así que, ¿quién soy yo? Creo que fue entonces cuando el viaje empezó realmente. Siempre me había fascinado la música india pero también sentía la presión de la gente que veía mi nombre y el color de mi piel y asumían que yo era un experto. Aunque yo realmente no sabía nada. Sentí que realmente quería aprender sobre esa música, asimilarla a mi manera y dentro del contexto de lo que ya estaba aprendiendo como músico occidental.

Así que, aunque sintiera atracción por la cultura de sus antepasados, su inspiración se encontraba en grupos y solistas de Fusión de finales de setenta y de la década de los ochenta. Grupos como Yellowjackets o Brecker Brothers y solistas como David Sanborn o Grover Washington Jr. sobre los que dice, a modo de queja, que nadie le pregunta cuando lo hacen sobre su grupo Samdhi, que define más próximo al Jazz-Rock o Fusión que a la música de la India. Así que tocaba preguntar (bajo confesión, en todo caso, del alivio para quien esto escribe, de que su música nada tenga que ver con la de ellos).
Esas fueron las primeras grabaciones que yo tuve, mis primeras cintas. Así que son el tipo de cosas que me hacen sentir feliz al escucharlas. Esa era mi música y era el único de la casa que escuchaba esa música cuando tenía diez u once años. Esas son las cosas que hacen que quiera ensayar y ser un buen músico. Escuchaba tocar a los Brecker Brothers y me decía: ¡quiero ser capaz de hacer eso! ¿Qué necesito hacer para llegar a eso? Son más cosas que te motivan. (...) El verdadero sonido de esa música no está en mi consciente pero creo que el sentimiento de ella está en mi subconsciente. Es interesante volver atrás y volver a estar en contacto con ese sentimiento de nuevo. (...) Ya nunca escucho a los Brecker Brothers o a Grover Washington o a los Yellowjackets o a David Sanborn, no los he escuchado desde hace diez o quince años como mínimo. Pero de alguna manera no lo necesito, puedo pensar sobre ello y escucharlo y eso me hace feliz.
Bunky Green y Rudresh Mahanthappa portada de 'Downbeat'
En su currículo figuran grabaciones y conciertos con músicos como Kadri Gopalnath o Bunky Green a quien Rudresh, como admirador confeso, les hizo llegar su propia música para que le dieran opinión, para conocerlos en persona y para, finalmente, terminar tocando con ellos. Algo que hizo de forma compulsiva en sus primeros pasos como profesional:
Yo le daba grabaciones a todo el mundo. A Bob Berg, oye, ¿puedes escuchar mi música? A todo el mundo, a cualquiera con el que me cruzara le daba una grabación. A Elvin Jones también, no importaba a quién. Lo mismo cuando me mudé a Nueva York. Tenía entonces mi primer disco, Yatra, que salió en 1995 y se lo di a todo el mundo. Pero entonces ya fue porque estaba intentando encontrar trabajo.
Y a la inversa, ¿le pasa lo mismo a Rudresh ahora? ¿Recibe él grabaciones de otros? ¿Ha terminado tocando con ellos?
Esta es una buena pregunta. Es divertido cuando la situación se vuelve del revés. Tengo una gran cantidad de CDs que se supone que debo escuchar. La gente me da CDs sobre todo después de los conciertos, nadie me envía por correo postal nada. Me preguntan: ¿puedo mandarte algo? ¿Puedo enviarte un mp3? ¿Puedes echar un vistazo a mi sitio web? (...) Un tipo me escribió y me dijo: ¿has escuchado lo que te di la semana pasada? Y le dije que lo escucharía pero que no sería probablemente hasta después de final de año. Tengo que ser honesto contigo, no tengo tiempo. Pero quiero hacerlo. Me gusta la perseverancia. Yo era perseverante y es algo que aprecio en otros. Hay otro, un gran pianista que se llama Bobby Avey, en Nueva York. Y él estaba siempre escribiéndome emails. ¿Podemos juntarnos y tocar? ¿Puedes hacer este bolo conmigo? ¡Ni siquiera tienes que ensayar! Le dije: escucha hombre, me encantaría tocar, no tengo tiempo, pero cuando lo tenga te contactaré. Y cuando lo tuve le contacté. Tocamos, sonó muy bien y estoy seguro de que volveremos a tocar de nuevo juntos.

© Carlos Pérez Cruz

Puedes leer la entrevista completa con Rudresh Mahanthappa o escucharla en su versión original en inglés o con doblaje en castellano. La conversación fue emitida en la edición del programa "Club de Jazz" del 9 de noviembre de 2011.

martes, noviembre 08, 2011

Andrea Motis, 'La Vanguardia' del Jazz


Por suerte, la Motis, suspira el titular de la columna de Francesc-Marc Álvaro publicada en la edición del 7 de noviembre del diario ‘La Vanguardia’, periódico de Barcelona. Es la página 17, sección ‘Política’ y, sin embargo, aparecen palabras como ‘Jazz’, mencionados músicos como Joan Chamorro e Ignasi Terraza o formaciones como la Sant Andreu Jazz Band dentro de un texto que incluye a su vez instituciones como la Assemblea de Catalunya, políticos como Rajoy o Maragall o textos legales en permanente litigio como el Estatut d´Autonomia. ¿Y la Motis? La Motis sobrevuela candorosa por encima de tan espinosos y ásperos asuntos de la cotidiana trifulca política de este país como una de esas escasas flores de luz. Una luz brillando en tan oscuro panorama, ese es el juego literario del columnista. Un contrapeso de belleza (la musical) frente a tanta fealdad (la política). Pero, ¿quién es la Motis? ¿Qué don, luz, virtud… posee la Motis para servir al columnista ese juego de contrastes?

¡Ay la Motis! La Motis es un sueño, una posibilidad. La de cantar como los ángeles y soplar trompeta y saxo por igual. ¡Asómbrense! Me viene a la memoria Ira Sullivan, trompetista y saxofonista realmente solvente, aunque no recuerdo que añadiera a su repertorio el cante. ¿Caso único? No pondría la mano en el fuego pero lo de la Motis tiene que ser, al menos, infrecuente. Así que bien merece el asombro pero, ¿hasta el punto de que el columnista busque en la Motis el alcohol del olvido de la realidad cotidiana y del despertar de los sentidos dormidos que perciben la belleza? No están los tiempos como para hacer despreciar la belleza que - ya lo recordaba Ramón Trecet al final de sus ya acallados y radiofónicos Diálogos 3 - es la única protesta que merece la pena en este asqueroso mundo (frase que inspiró el malogrado cantante Phil Ochs). Así que esta flor de luz tiene forma de mujer que toca el saxofón, la trompeta y canta. Esperen, ¿he dicho mujer? Sí, claro, el nombre Andrea es femenino, Andrea Motis. Y técnicamente con dieciséis años una persona del sexo femenino ya es toda una mujer, aunque nuestras abuelas utilicen esa expresión precisamente para subrayar que, aunque muy creciditas, todavía forman parte del universo adolescente. Esperen de nuevo, ¿dieciséis años? ¡Madre mía! Pero, ¿de qué estamos hablando?

Descubrí a Andrea Motis la semana pasada. Conversaba con un colega de reflexiones jazzísticas que dejó caer su nombre y justo al día siguiente el diario ‘La Vanguardia’ publicaba un artículo firmado por nada menos que su subdirector, Miquel Molina, titulado El sexo del saxofón en el que Andrea Motis servía de nuevo de ejemplar contrapunto. Esta vez Andrea Motis es esa juventud que progresa, a pesar de la educación pública y de lo acomodaticios que se están volviendo por culpa de las nuevas tecnologías los jóvenes en el imaginario social. Andrea Motis, como luz en la oscuridad política; Andrea Motis, como paradigma de juventud brillante en medio de la mediocridad reinante; Andrea Motis, ¿como paradigma de músico de Jazz? Busqué rápidamente en la red algo que llevarme a las orejas y lo primero que encontré fue una actuación de Andrea Motis en el programa Buenafuente de La Sexta. ¿Y? ¿Qué te pareció? ¿Te gustó? ¿Era para tanto?

Vale, vale, sin presionar. A ver, ¿cómo se juzga desde una perspectiva de crítico musical la labor de un músico de dieciséis años? Uhmmmm… ¿se debe? ¿En público? Tengo mis dudas. Creo que sería razonable dejar que continúe su formación y maduración personal para que, llegado el momento, y si tiene a bien dedicarse a esto de la música, se pueda calibrar el valor de su aportación musical como la de cualquier otro profesional expuesto al juicio ajeno. Ahora, a sus dieciséis años (lo escribo en número, 16), más que ejercer critica (elogiosa, negativa o ambas) me gustaría animarla, porque dominar la técnica de dos instrumentos tan dispares como saxofón y trompeta y tener una voz con potencial con tan sólo dieciséis años es un punto de partida extraordinario que hay que mimar y al que dedicar enormes esfuerzos. Que escuche todo lo que pueda y más; que toque con los músicos más abiertos y constructivos que encuentre. En fin, que crezca no sólo en sus capacidades técnicas sino que su expresividad, su discurso y expresión estética lo hagan en paralelo a partir de una curiosidad y dedicación infinitas. 

¿Perdón? ¿Cómo dices? ¿Qué acaba de tocar en el Teatro Coliseum de Barcelona? ¿En el Festival de Jazz de la ciudad? ¿Ante más de mil personas? ¿Que el que fuera president de la Generalitat Pasqual Maragall estaba entre el público? ¿Que se han publicado reseñas en prensa de su concierto?

¡Anda! ¡¡Es verdad!! En la página 36 viene una crítica a cuatro columnas (¡¡!!) del propio Miquel Molina bajo el título de Andrea is in town. Estoooo… Perdona pero es que se me acumulan las ideas en la cabeza… A ver, ¿de verdad actuó en un teatro abarrotado hasta los fondos claustrofóbicos del segundo anfiteatro? Quiero decir, ya sé que hay cierta afición al Jazz en Barcelona pero… ¡qué maravilla! ¡¡No sabía que tanta!! Eso sí que es una buena noticia, hasta Maragall es fan. Lo único que, no es por nada pero, con lo que cuesta que los músicos de este país suban a un buen escenario, ¿no es un tanto injusto que ella lo haga con dieciséis años - cuando todavía está en proceso de formación reglada - mientras otros que llevan años ejerciendo magisterio no huelen un local con claustrofóbico segundo anfiteatro ni en sus orgías oníricas? Por cierto, una pregunta, ¿es crítico de Jazz Miquel Molina? ¡Coño! No sabía que un crítico de Jazz podía llegar a la subdirección de un periódico de tanto prestigio. Espera, que voy a consultar una cosa… (ahora vuelvo, no te vayas)…

(Ya he vuelto) Oye, que acabo de mirar la información biográfica de Miquel Molina y que por lo visto se ha dedicado mucho a la información económica pero que de Jazz o Cultura no dice nada. Bueno, dice que ahora escribe columnas en la sección ‘Tendencias’. Ya, pero es que esta está  en ‘Cultura’. Y escribe: ¿Qué tendrá el jazz que, con una presencia menor en los medios y el estigma de estilo obsoleto, sigue aportando en Catalunya jóvenes talentos? ¡Qué razón tiene! Presencia menor en los medios. Vamos Miquel, que ya que cortas y pinchas bastante en el medio seguro que algo podrás hacer. Lo que no sabía es que tuviera el Jazz estigma de música obsoleta. Hombre, puedo entender que si, como escribiste hace unos días, Andrea Motis limita por ahora su repertorio a interpretar impecablemente añejos standard, inspirándose en las voces de Billie Holiday o Ella Fitgerald y en trompetas como la del venerable Harry Sweets Edison, uno pueda creer que el Jazz transita permanentemente por su pasado, ya que gracias a los grandes medios que dedican al Jazz una presencia menor uno, en efecto, puede pensar que no exista otra cosa que el pasado (vaya, justo a la lado a una columna publicáis una crítica del grupo Yes…). Tú, como alguien que escribe sobre Jazz en una página de la sección ‘Cultura’, bien sabes que el Jazz sigue siendo una expresión musical llena de vida y en permanente revisión. Otra cosa es que uno entiende sin problemas que Andrea Motis, a sus dieciséis años, utilice añejos standard como parte de su proceso formativo e imite mediante patrones y expresión a voces del pasado. Pero, si tuvieras que escribir sobre un profesional, ¿valorarías positivamente esta reproducción? ¿No es precisamente la perpetuación de modelos del pasado lo que lleva a ciertas personas a estigmatizar el Jazz por obsoleto? Permíteme que resuma mis dudas en la pregunta que lanzas en el subtítulo de tu crítica (¿o es crónica?): ¿Muy jóvenes para un festival de solera?

Permíteme Miquel que, ya que yo no estuve allí, te pregunte alguna cosa más. Por ejemplo por el público. ¿De verdad es tanta la afición al Jazz en Barcelona? No sé, en una mente trastornada como la mía se pasean pensamientos irreflexivos del tipo estaban ahí porque querían ver a una niña prodigio. Me entran dudas Miquel. ¿Es habitual Maragall de los conciertos de Jazz en Barcelona? De pronto me encuentro con que tu compañero Francesc Marc-Álvaro va al concierto, tú también, le publicas una reseña a cuatro columnas con foto… No será por su precocidad, ¿no? ¿Tan relevante es que con dieciséis años toque dos instrumentos y cante? No, si yo entiendo que está muy bien, que anecdóticamente es la repera y que su futuro puede ser inmenso pero, ¿y los profesionales? ¿Qué hacemos con aquellos músicos del país que han pasado ya por la etapa formativa de Motis y tocan un instrumento (ya, lo sé, es sólo uno, no dos y la voz) la mar de bien? Porque para ellos no hay grandes escenarios, ni columnas políticas que los citen como salvación para el alma, ni críticas a cuatro columnas. Por cierto, una duda, ¿hasta qué edad se pixelan las fotos de niños en un periódico?

Miquel, hoy mismo mientras reflexionaba sobre el tratamiento informativo de la actuación de Andrea Motis en un medio tan relevante como el vuestro, escuchaba un espléndido disco de un veinteañero músico barcelonés al que también he descubierto recientemente. Se llama Marcel·lí Bayer y acaba de presentar un proyecto en el que cuenta con un puñado de buenos músicos de la escena barcelonesa (he dicho puñado, eso ya son unos cuantos) y, además, con un histórico del Jazz como invitado, el saxofonista Lee Konitz. Como ya sabes de qué va esto del Jazz no hace falta que te glose la carrera de este veterano pero… ¿no es Marcel·lí Bayer una flor de luz que renueve nuestra esperanza en una juventud preparada y creativa? Sí, ya sé que Andrea Motis le pega hasta al baile, porque se marcó uno con compañeros de su escuela de danza pero… ¡Lee Konitz!

En fin, tiempo al tiempo. Ojalá en unos años Andrea Motis me dé motivos para escucharla y ejercer la crítica admirativa. Mientras tanto que la dejen respirar, formarse y disfrutar de tocar un instrumento (ya sé que dos…) y cantar y bailar cuanto le plazca sin que sea forzosamente estandarte de nada ni nadie más que de sí misma. Y preocupémonos periodistas, aficionados y músicos de darle a la música la dignidad que merece y requiere. Los músicos que no cejen en su empeño, disciplina e ilusión. Los aficionados que se hagan oír y exijan respeto a su inteligencia. Y los periodistas… ¡ay los periodistas! Simplemente ejerzan de periodistas, por favor, no de notarios de la anécdota.

© Carlos Pérez Cruz

Reseña publicada originalmente en www.elclubdejazz.com
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