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sábado, septiembre 26, 2015

Visca la independència!

No sabría explicar de dónde me viene mi filiación culé, sí mi pasión por la radio. Imagino que ser hijo de periodista radiofónico explica lo segundo –aunque no necesariamente un hijo siga los pasos de su padre-, pero para lo primero no encuentro explicación racional. Desde crío soy del Barça sin que nadie me lo propusiera ni indujera, no había en mi entorno una pasión fubolera ni el ambiente estaba tan saturado de fútbol como hoy. Compraba el Sport o El Mundo Deportivo –mis primeras referencias de prensa-, aunque mi madre se empeñara en el Marca, “porque se vende más”. 

La radio le fue como anillo al dedo a mi pasión culé. La Onda Media (AM) -¿sabrán los más jóvenes de qué les hablo?- hacía llegar los rebotes de señal desde Catalunya de alguna emisora de COM Ràdio y así, entre idas y venidas de la cobertura, seguía los partidos de fútbol de mi equipo y escuchaba y practicaba mi primer catalán. Más tarde llegó internet, y ahora uno puede escuchar la radio catalana donde quiera, lo mismo que otro muchos medios de lenguas y regiones remotas. En eso se ha perdido algo el espíritu de arqueología de la señal que nos brindaban las frecuencias radiofónicas. Me gusta la sonoridad del catalán, lo practico en la intimidad -a veces en público- y siempre en los cajeros, donde elijo la opción “en català” (¡Eh! Nadie busque en ello la analogía catalán-pasta…). Sea como fuere, siempre he tenido una cierta afinidad hacia lo catalán –signifique esto lo que signifique. ¿Simple curiosidad?-, aunque lamentablemente mi conocimiento de Catalunya sobre el terreno es muy limitado, no tanto de Barcelona. 

Siento una aversión natural por las emociones patrióticas –la patria es un sentimiento-. Respeto las emociones personales (es inútil discutir de emociones), pero las colectivas suelen resultar coercitivas, coreografías de la intimidación sobre una fuerza fundamentada en la unanimidad uniformadora. Soy español y navarro porque el actual ordenamiento administrativo denomina de esa forma a mi región de nacimiento y residencia, pero ni ser español ni navarro me definen en modo alguno. Soy español y navarro como mañana puedo ser vasco o teutón en función de cómo evolucionen los marcos administrativos. No me preocupa. No soy ni español ni navarro en términos identitarios, ni mucho menos emocionales. No me siento, como aquella andaluza me dijo sobre Andalucía y España, porque, ¿qué es exactamente lo que siente un andaluz y español por el mero hecho de serlo? Las identidades colectivas tienen mucho de imaginario construido mediante la amplificación de los estereotipos, una manera eficaz de uniformar la diversidad y diluir la disidencia. 

Tengo alergia a las banderas; por eso una vez expliqué que lucía de manera excepcional un pin con la palestina, no por una pasión patriótica sino como símbolo de denuncia de la ocupación y violación de los derechos humanos de los palestinos. Por lo demás, me trae sin cuidado que a aquella región del mundo se le acabe llamando Israelina o Palisrael, siempre que quienes allí vivan lo hagan como ciudadanos de pleno derecho, sin discriminación ni sometimiento por razones de raza y religión (otras de esas grandes patrañas para la exclusión y la dominación). Por eso la bandera de España (la que ahora España utiliza institucionalmente, antes hubo otras), así como la navarra o la catalana, me producen alergia, símbolos que tienen más que ver con la identificación emocional que con la buena o mala administración del territorio. Y es que aspiro a la gobernación justa de los recursos, no a la administración de los sentimientos. 

Este domingo se vota en Catalunya y, según quién te cuente la película, se avecina el apocalipsis o, por el contrario, el paraíso terrenal. Hay muchos matices intermedios, pero la sobreactuación emocional tiene la virtud de ahogar la razón y la mesura. Ni soy catalán ni vivo en Catalunya. Mañana no puedo votar, pero, si pudiera, abogaría sin dudarlo por la independencia. La independencia culmina la autonomía. Mi patria, mi cuerpo. Con la conciencia por bandera.

Carlos Pérez Cruz

martes, septiembre 15, 2015

A toro pasado

Dado que en España se apela a la tradición como argumento básico para mantener muchas costumbres, pronto veremos cómo el circo mediático en torno al Toro de la Vega de Tordesillas se convierte en una de ellas. De hecho, ¿no lo es ya? 

Cada año, por costumbre –es decir, por tradición-, se desarrolla el teatrillo conformado por personas concienciadas contra el maltrato animal, participantes en el bárbaro alanceo del toro, mirones de uno y otro signo, frikis de varios pelajes atraídos por el despliegue de cámaras. Los medios, claro, encantados –salvo los reporteros sobre el terreno, obvio-. Entre insultos, zarandeos, hostias, escupitajos, eslóganes coreados y, además, un toro, lo de Tordesillas entretiene lo suyo. Si además se exhiben banderas españolas, ¡para qué más! 

(Es curioso esto de la exhibición de banderas. La nacionalidad, que no deja de ser un accidente administrativo de nacimiento, como uniformadora de usos y costumbres, de éticas y estéticas. Gajes de creerse las patrias, como si los Estados fueran también uniformes de conciencia). 

Durante años estaba el artículo anual de Rosa Montero, después llegaron las viñetas de Forges y, más tarde, la conciencia animalista sobre el terreno recibida a palos hasta instituir con ello un ritual de despedida del verano. El in crescendo de la protesta con el paso de los años tiene más que ver con la multiplicación de las redes que con el de las conciencias. Es una percepción personal, por supuesto, pero tengo para mí que, como en casi todos los temas, los posicionamientos ya estaban ahí, ahora se visualizan y parecen multiplicarse. Menos los de los locales contrarios, que de manifestarse podrían verse alanceados por las siempre intimidantes cofradías del pensamiento único. 

Un acontecimiento como éste nos sitúa frente a nuestras propias contradicciones. Hay medios de comunicación que dan cobertura “crítica” a las corridas y encierros, aficionados taurinos e incluso toreros que se posicionan en contra del Toro de la Vega en razón de su bárbaro proceder, cuando no hay más que echar un vistazo a las punzantes y hemorrágicas herramientas con las que se procede en una corrida de toros convencional. Se acogen a la estética, a un reglamento, incluso a los honores para el animal (no humano) que da juego (¿?) en la suerte taurina, pero nada más estético que la estampa de hombres a caballo lanza al viento y levantando una cortina fantasmagórica al trotar por el Campo del Honor (sic). Y reglamento tienen, que se lo digan al figura que hoy se la ha clavado hasta la muerte al toro, que se ha quedado sin trofeo. 

No es lo mismo, pero el resultado no difiere: la muerte del toro sometido a tortura. Y he aquí el quid de la cuestión: si como sociedad queremos que nos defina la violencia en razón de divertimento. En tiempos (de mayor) ignorancia podía uno creerse que como animal (no humano) el toro no sufría pero, como la ciencia avanza que es una barbaridad, hoy sabemos que quien lo niega es un necio voluntario. ¿Qué se dice a sí misma la persona que, consciente de su sufrimiento agónico, defiende el uso lúdico de animales? ¿Cómo nos sienta ser una sociedad asociada al maltrato? 

Estas son algunas de las preguntas fundamentales, las que nos interpelan éticamente como individuos y como sociedad. La apelación a la tradición, la exhibición identitaria de banderas, los estereotipos del taurino y del antitaurino –conozco yo incluso algún taurino con el que me iría al fin del mundo- no son respuesta, son balones fuera, radicalismo patriótico, clichés, combustible para la trifulca. Pero vamos, que si de lo que se trata es de arrearnos, esa sí que es tradición bien asentada en España.

Carlos Pérez Cruz
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