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miércoles, noviembre 21, 2007

Recreo

A las once de la mañana las oficinas abren sus puertas al recreo. Es en ese momento cuando la calle, ocupada hasta entonces por amas de casa y jubilados con carrito y algún adolescente haciendo novillos, es invadida por un ansioso hormiguero gris y azul marino que se desparrama y desaparece por la puerta de cada una de las cafeterías de la zona. Pero ella juega con ventaja. Ella, piel de blanco porcelana, rostro impávido y gruesas cejas negras, camina cada día los diez pasos que separan la puerta de la tienda de moda en la que trabaja y la de la pequeña cafetería de la esquina. Llega antes de que suene la alarma del recreo, antes de que alguien le robe la banqueta que ocupa junto a la cristalera y en la que toma el sol los días de sol y pierde la mirada en los días de lluvia. Sólo tiene que abrir la puerta, sentarse y, sin tan siquiera pronunciar un buenos días, esperar a que le sirvan. De su chaqueta extrae un cigarro, lo enciende y lo fuma con la dedicación de a quien el médico le ha diagnosticado una última calada. Sonríe levemente cuando le sirven el café, lo sorbe, recupera su rostro perpetuo, aspira el humo, mientras su alrededor se va llenando de hombres azul marino y mujeres gris que alborotan el silencio previo, que comprimen el tiempo con sus gritos de ¡para mí con leche! ¡yo un cortado!. Y el aire se llena de humo, que fue el suyo propio al principio y el de todos ahora, y las palabras se elevan unas sobre las otras para encontrar quien las escuche mientras ella continúa ajena su ritmo de café y cigarro, con la mirada absorta en el exterior, esperando a que pase la tormenta y todo vuelva a ser como al principio, sola en la esquina y el café recién servido.

Carlos Pérez Cruz

viernes, noviembre 16, 2007

Pelusilla

No sé si lo mío es un caso de olvido premeditado o simplemente que tengo mala memoria pero parece que mi infancia juega conmigo al escondite. Cada vez que conduzco por la carretera de los recuerdos el sol se va ocultando velozmente hasta oscurecer mi viaje conforme me voy aproximando a la edad de la inocencia. No sólo la noche lo inunda todo sino que una densa niebla va cubriendo el paisaje hasta hacer mi camino prácticamente intransitable y me invita a volver a mis días a afrontar lo que vendrá, olvidando lo que vino. Por fortuna la niebla no viene sola, viene acompañada de los relámpagos de una tormenta que, cuando estalla, me permite al menos ver algo en el camino, aunque sólo sea durante un instante, una fugaz visión de lo que fui, de aquello que viví aunque en la distancia parezca que simplemente se trata de la visión de una vida ajena, de alguien que ¡no puedo ser yo! porque no me parezco en absoluto a ese mico que en vez de bigote vistió pelusa hasta que, por fin un día, mi padre me enseñó a afeitarme. Creo que de ese momento tiene que existir un vídeo, o una foto. A mi padre siempre le ha gustado guardar los momentos importantes de nuestra vida porque algún día te hará ilusión recordar. Lo que no sabía mi padre es que a mí me gusta más recordar lo que nunca sucedió; la nostalgia de un pasado que nunca fue. Lo que sí consiguió mi padre al enseñarme cómo se afeita un bigote es que dejara de sufrir la burla de mis compañeros de clase que no sólo descubrieron antes que yo que los Reyes Magos eran un disfraz sino que la madurez se alcanzaba cuando uno cambiaba esa pelusilla por un verdadero bigote, aunque fuera un tanto vago y remolón y apenas lo pareciera. Recuerdo aquella mañana en que, después de usar mi primera cuchilla, volví al colegio con otro ánimo. El mío era un colegio de monjas de ambiente claustrofóbico. No es que me impusieran las imágenes de vírgenes y cristos dolientes, que tampoco animaban mucho, sino que a nadie se le ocurría ventilar aquellos enormes pasillos y aulas en las que pasábamos largas horas cada día. A las ocho de la mañana entrar en el colegio era como entrar en la noche cuando fuera estaba amaneciendo. La oscuridad de recogimiento monástico apenas se veía amenazada por algún rayo de sol que se conseguía colar por alguna de las ventanas enrejadas cuya contraventana alguien dejó sin cerrar del todo la tarde anterior. Esa luz, ese pequeño rayo, irrumpía en el espacio negro y mostraba el baile de polvo en suspensión. Era un espectáculo al que yo solía prestar atención cada mañana antes de entrar a clase. Microscópicos entes de suciedad bailaban al ritmo del vals de entradas, salidas y carreras de mis compañeros. No era más que una excusa para intentar retrasar lo más posible mi entrada en la clase pero terminó por fascinarme. Pero aquella mañana recién afeitado sería diferente. Yo había dado el paso que otros dieron antes. Me había convertido en un hombre. Eso de sonrojarme ante las burlas de mis compañeros se había acabado, ahora yo era uno de ellos, ahora iba a competir en el mercado del Maite se gusta de tiBarrio Sésamo y, sobre todo, porque aquellos pelillos ridículos habían caído por fin. Aquella mañana me olvidé del baile de polvo y entré a clase de los primeros. Me atreví incluso a abrir las ventanas del aula para ventilar a pesar de los gritos de protesta de alguna compañera que tenía frío. Me dio igual. Ahora podía mirarla a los ojos y no ponerme rojo de vergüenza. Fueron dos mis victorias ese día. Por primera vez una chica parecía respetarme y por fin se podía respirar en clase. Estuvo bien que nadie se metiera conmigo por mi pelusilla aunque ese día también aprendí algo que nunca he olvidado hasta hoy. Aprendí que es mejor llevar las camisas por fuera para que no se note que ¡¡ la tiene grande !!

Carlos Pérez Cruz

lunes, noviembre 12, 2007

Muerta*

El mes de los difuntos le ha inspirado la metáfora. Álvaro Miranda, vicepresidente segundo y consejero de Economía y Hacienda del Gobierno de Navarra, tiene razón al afirmar en este periódico que la sociedad civil navarra “está muy muerta y tiene muy poca actividad”. La frase, eso sí, está construida desde la paradoja y la redundancia. Nunca se ha visto que un muerto tenga actividad, ni poca ni mucha. Y la muerte tampoco admite grados, de modo que no hay muertos y muy muertos. Humoradas al margen, lo triste es que Miranda hace un diagnóstico correcto. Hay que preguntar por qué, qué le ha pasado a una sociedad crítica, rebelde, susceptible de movilización y solidaridad. Nadie reconocería hoy a la sociedad navarra con respecto a sus actitudes en el tardofranquismo y en los primeros años de la transición. En su base social y en sus instituciones. El Ayuntamiento de Pamplona exhibió una admirable pujanza de vanguardia democrática durante los últimos años de la dictadura, con alcaldes nombrados a dedo por el Gobernador Civil. Algunos diputados forales marcaron diferencias con respecto a las pautas impuestas por esa misma autoridad. Un plural y luchador movimiento sindical, los específicos comités de parados, las activas asociaciones de vecinos, sectores del clero, algunos colegios y asociaciones profesionales fueron conciencia crítica del sistema, una admirada referencia para el conjunto del Estado. Ni Zapatero y Rajoy juntos llenarían la plaza de toros como la abarrotó en su día la Organización Revolucionaria de Trabajadores. Navarra dispuso de tenaces y poderosos arietes con los que abrir huecos en la muralla del autoritarismo. Quién nos ha visto y quién nos ve, ahora adormecidos por la llamada sociedad del bienestar, maniatados por el endeudamiento económico, miedosos ante la precariedad en el empleo, gratificados por las posibilidades de consumo y, también, conformistas acunados por los tentáculos del poder, que hacen del ciudadano su cliente. ¿Cuánto dinero público aconseja no levantar la voz a sindicatos, universidades, organizaciones de cooperación, culturales, de usuarios, despachos y colectivos profesionales, medios de comunicación? Prudencia rima con obediencia; discreción, con subvención; sumisión, con talón; adhesión, con colocación. ¿Acaso el poder estimula la crítica? La discrepancia está penalizada. ¿Alguien se imagina qué respuesta popular hubiera tenido el menosprecio de Alcaldía a más de veinte mil firmas ciudadanas contrarias al aparcamiento de la Plaza del Castillo o determinados comportamientos empresariales con cierres estratégicos e interesadas deslocalizaciones? “El silencio de los corderos” es el documental favorito en los despachos oficiales. De rebeldes envidiados, a dócil rebaño.

*Autor: Carlos Pérez Conde (Publicado el domingo 11 de Noviembre en el "Diario de Noticias" de Navarra).

viernes, noviembre 09, 2007

Se busca trabajo (o de cómo un pensador se pone manos a la obra)

Desde aquella conversación con José la noche del jueves había llegado a la conclusión de que no merecía la pena volverse loco por este mundo y había tomado una decisión con la que pretendía dar un giro completo a su vida: Iba a buscar un curro. El mundo en que le había tocado vivir era así, le gustara o no, y tenía muy pocos visos de cambiar. Al fin y al cabo esas reflexiones que José y él contraponían todas las semanas terminaban por deprimirle más que por solucionar nada que no fuera su propio ego, pero el discurso de los acontecimientos seguía la senda marcada por un guía superior a ellos, se llamara Dios, Capitalismo o Conformismo. José y él llevaban trece años reuniéndose cada jueves por la noche y en trece años los temas de conversación no habían variado más que en los pequeños matices que la actualidad marcaba en cada momento. En el fondo de cada una de sus discusiones bullía una profunda insatisfacción vital, el peso de la imaginación de un mundo diferente que otros habían desarrollado para ellos en el cine o en las novelas y ensayos que leían y que formaban el bagaje intelectual que José y él desparramaban sobre una mesa de madera humedecida por cientos de cervezas derramadas.

No era la primera vez que había llegado a la conclusión de que debía darse por vencido y convertirse a la religión de los iguales, tal y como la habían bautizado en uno de aquellos jueves noche. Si muchas personas, a las que ambos conocían, parecían sobrevivir con dignidad, incluso con aparente felicidad, con sus vidas horarias de calendario fijo, él también podría hacerlo. Si luchar por cambiar el mundo, aunque fuera el de los ochenta metros cuadrados de su piso, no le había hecho sentirse mejor, ¿por qué no habría de probar a ser uno de ellos? Así que durante unos días buscó ofertas de trabajo en los periódicos locales y fue llamando a las que menos le disgustaban de primeras. Contactó con comunidades de vecinos que buscaban porteros, con tiendas de ropa que buscaban dependiente, con oficinas de seguros que requerían secretarias (¡no secretarios!) - otras que requerían personal de limpieza (¿es usted rumano? ¿No? Lo sentimos, no estamos interesados.) -, con empresas que buscaban repartidores, incluso una cadena de pizzería que le colgó al informarles de su edad (32. ¿Hola? ¿Está ahí?). Finalmente, a punto de renunciar, consiguió una entrevista para un trabajo de comercial en una tienda de telefonía.

Se puso el mejor traje que tenía, abandonado en el fondo del armario desde la ceremonia de graduación de su hermana de hacía cinco años, y se encaminó hacia su cita. Al llegar le hicieron pasar al despacho del señor Don José López Jiménez, encargado de la tienda. Se sentaron frente a frente separados por una mesa de trabajo repleta de papeles con miles de datos. La conversación discurrió con amabilidad. Don José le reconoció que necesitaban contratar a alguien con urgencia y que sólo quería conocer algunos datos más. Todo parecía dispuesto hasta que el señor Don José, mientras buscaba el contrato entre la orgía de fotocopias y facturas, preguntó.

- ¿Qué le gusta hacer en su tiempo libre?
- Pensar. Me encanta pensar, leer, ver películas... Por cierto, tengo un amigo que se llama como usted. Quedamos todos los jueves desde hace trece años. Ya sabe, arreglamos el mundo en torno a una cerveza.
- ¿De qué hablan? ¿De fútbol? -, inquirió Don José.
- Que va, que va. Últimamente andábamos discutiendo sobre un ensayo de Freud. El malestar en la Cultura, no sé si lo conocerá.

Tras titubear durante un instante, Don José López Jiménez se levantó de su silla, le dio la mano y le acompañó hacia la puerta.

- Gracias por venir. Ya le llamaremos.

Carlos Pérez Cruz

miércoles, noviembre 07, 2007

El Ojeras

Tumbado sobre un colchón envuelto en plástico, en aquel enorme almacén, recordé por un instante una historia que mi abuela me contó el día en que vinieron a cambiar la cama de la casa del pueblo. Mi abuela me dijo que ese colchón, en el que había dormido durante varios años yo y antes mi padre, lo había comprado en su día por recomendación de Luis El Ojeras. El Ojeras era un señor del pueblo al que la fortuna había tratado bien y no necesitaba trabajar para ganarse la vida. Su familia tenía tierras y con la herencia le llegaba para vivir con holgura. Sin embargo El Ojeras siempre había tenido más inquietudes que las de ser un simple terrateniente aburrido que juega a ver pasar el tiempo mientras los demás trabajan. Tenía un carácter afable, le gustaba charlar con los del pueblo pero éstos trabajaban durante el día con lo que tenía que esperar hasta última hora para poder juntarse con ellos. Durante un tiempo probó a labrar sus propias tierras en compañía de los vecinos a los que él mismo pagaba por ese trabajo. No era un oficio especialmente complicado pero le resultaba muy esforzado. Concienciado por aquella experiencia les subió la paga. Probó después a pedir trabajo. No había mucho donde escoger: estaba el bar del Manolo, el ultramarinos del Martín, la lechería de la Lourdes, la carpintería del José y la colchonería de la Ana María. Uno a uno El Ojeras les fue pidiendo trabajo pero todos le rechazaban después de emitir una sonora carcajada. ¿Cómo iban a dar trabajo a quien no lo necesitaba? No le tomaban en serio a pesar de su insistencia. Sólo Ana María prometió pensárselo antes de darle una respuesta definitiva. Meses después, cuando El Ojeras ya se había resignado a vivir mirando por la ventana, se encontró con Ana María en el bar del Manolo y ella le comentó entre risas que necesitaba que alguien le probara los colchones antes de venderlos. Luis aceptó sin dudarlo ante la sorpresa de Ana María que se lo había comentado más como un chascarrillo que como una proposición en firme. Al día siguiente Luis empezó su primer y último trabajo. Se convirtió en un experto en colchones y todo el pueblo confiaba en su opinión cuando tenían que comprar uno, como el que mi abuela había comprado para mi padre y luego yo utilicé de pequeño. Cuando mi abuela me contó la historia de Luis El Ojeras le pregunté el porqué de ese mote. Me explicó que aunque Luis estaba muy contento por tener algo que hacer durante el día pagó un precio muy alto por su trabajo. Cada vez que probaba uno de aquellos colchones se quedaba dormido plácidamente hasta que Ana María le despertaba para saber su opinión. De tantas cabezadas que se echaba durante el día no pegaba ojo por las noches así que siempre amanecía con unas enormes ojeras dibujadas en su rostro.

Carlos Pérez Cruz
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