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domingo, septiembre 14, 2014

Emilio, el del banco de Santander

Como todas las mañanas, Rosa llegó al bar a las seis y cuarenta y tres minutos. Introdujo la llave en el candado y levantó la persiana del local que, como de costumbre, chirrió de forma escandalosa. Encendió las luces, prendió la cafetera y empezó su día de trabajo, uno más que sabía exacto al anterior y espejo del próximo. Serviría cafés (solos, con leche, cortados, con sacarina, carajillos…), cervezas (con limón, sin alcohol, con gaseosa, de botellín…), vinos (cosecheros, crianzas, riberas, riojas, tintos, rosados…), los pinchos que se afanaba en preparar María en la cocina e incluso serviría a deshoras alguna copa. A las siete y trece minutos entró Antonio, a las siete y cuarenta y nueve Manuel, a las ocho y cuarto Lola, a las nueve menos cinco Gabriel, a las nueve y treinta y siete Rosa salió a fumarse su primer cigarrillo de la mañana que interrumpió en sus últimas caladas un encorbatado Jacinto, que llegaba apresurado a tomarse su café solo. A las diez y catorce minutos se cayó una copa y mientras barría los cristales entró Elvira […]. A las dos, Rosa le pidió a María que le preparara algo para poder comer antes de las tres y media, hora en que empezaba su turno de limpieza en las oficinas de la entidad bancaria. A las tres y siete minutos –no quedaba lejos de su trabajo- llegó a la plaza en la que se encontraban las oficinas, se sentó en el mismo banco en que lo hacía todos los días y se dispuso a deglutir la ensaladilla rusa y las croquetas que había cocinado María. Todo era igual, pero algo era distinto. Una extraña sensación detuvo a Rosa. 

Puso a un lado la fiambrera y dejó caer dentro de forma inconsciente el tenedor de plástico. Cruzó las piernas, perdió su mirada al frente y, presa de un difuso malestar, se preguntó si estaría enfermando. No, no podía ser eso. Se encontraba cansada, sí, pero no más que cualquier otro día y había llegado con el apetito voraz acostumbrado. Sin embargo, al poco de empezar a comer, lo había perdido. Algo iba mal, aunque no sabía decir qué. Algo no encajaba, aunque las piezas de su puzle diario encajaban como de… ¡Emilio! Rosa se sobresaltó, y un chico que pasaba junto a ella se percató y sonrió. Había dado un respingo en el banco. ¡Emilio! Emilio no había aparecido en toda la mañana. Qué raro, pensó. ¿Le habrá pasado algo? 

Emilio llegaba cada día al bar a las nueve de la mañana, ni un minuto más, ni un minuto menos, desde hacía cinco años. De haber fichado, habría quedado constancia de su extrema puntualidad en la llegada, pero también en la marcha, pues a la una en punto, ni un minuto más, ni un minuto menos, se levantaba y se iba. Que ella recordara, Emilio jamás había fallado en esos cinco años. Pensó en ir corriendo a ver si estaba bien, sabía dónde podría encontrarlo a esas horas, pero ya era momento de entrar a trabajar. Rosa pasó toda la tarde inquieta, nerviosa, miraba el reloj esperando el momento de terminar para ir a buscarle, pero las manillas discurrían más lentas cuanto mayor era su nerviosismo. Durante cinco años, de lunes a sábado, Emilio se había tomado su café en el bar de Rosa no sin antes regalarle una flor, que ella sabía que cortaba del jardín que adornaba una rotonda próxima al bar. Siempre llegaba con una y ella las iba colocando en un discreto jarrón junto a la barra. Nunca faltaban, y una recién cortada sustituía a otra que ya palidecía. Emilio le daba conversación cada vez que ella salía a fumarse un cigarrillo. Rosa pensaba que Emilio se había ido enamorando con el tiempo, pero ni ella podía permitirse un segundo para el amor, ni él sabía cómo poder ir más allá de ese inocente flirteo. 

Cuando dieron las siete, Rosa salió apresuradamente de las oficinas y con paso ligero se encaminó hacia la plaza de la catedral a buscar a Emilio. Sus sensaciones eran contradictorias, estaba segura de que lo encontraría allí y, a su vez, tenía la extraña certeza de que no lo vería. No tardó en llegar. Miró hacia el banco en el que siempre estaba, pero no lo vio. Se sintió momentáneamente desorientada, como si aquella plaza, por la que había pasado cientos de veces en su vida, no fuera la plaza. Pero Emilio no estaba y tampoco ninguna de sus pertenencias: ni la mochila que hacía las veces de armario, ni la manta con la que se protegía del frío, ni el vaso en el que algunos viandantes dejaban su limosna y que él sostenía cada mañana, durante cuatro horas, junto a la puerta de entrada del bar en el que trabajaba Rosa. Ni rastro. Rosa miró a un lado y a otro sin saber qué hacer hasta que se acercó a un quiosco próximo. Le explicó al dependiente que buscaba a Emilio, el hombre que llevaba años ocupando ese banco de la plaza y pedía limosna, estaba segura de que sabría de quién se trataba, porque ya formaba parte del paisaje del lugar. Rosa palideció de golpe. Emilio había muerto esa mañana, aparentemente había sufrido un ataque al corazón. Una vecina que había salido a primera hora a pasear a su perro lo encontró derrumbado en el suelo junto al banco. Primero pensó que se trataba de un borracho, pero al ver un pequeño reguero de sangre que salía de debajo de su cabeza, se dio cuenta de que aquello era más grave que una simple borrachera. Para las nueve de la mañana habían levantado el cadáver y retirado sus pertenencias. 

Rosa llegó al bar más temprano que de costumbre. Eran las seis y trece minutos cuando introdujo la llave en el candado y levantó la persiana del local que, por supuesto, chirrió de forma escandalosa. Encendió las luces, pero no prendió la cafetera. Rosa se aproximó al jarrón de las flores de Emilio y pegó sobre él un papel en el que se podía leer escrito a mano: “Para Emilio, de Rosa y tus amigos del bar”. Lo cogió, salió a la calle, cerró la puerta del bar con llave, dejó la persiana levantada y se dirigió con paso ligero hacia la plaza de la catedral. No había dormido en toda la noche pensando en el infortunado Emilio. Media hora antes de que sonara el despertador, se levantó decidida a depositar el jarrón en su banco, ese que daba color al bar gracias a la flor que cada mañana, un tanto sonrojado, le regalaba a Rosa. 

A punto de llegar, Rosa imaginó por un momento que se lo encontraría tumbado y dormido en el banco. Le ilusionó la idea. Quizá se habían confundido y no era él el muerto, quizá no todos los días los pasaba en aquel banco de la plaza de la catedral, quizá… ¡¿Y eso?! Rosa se detuvo en seco y se abrazó con fuerza al jarrón, presa del desconcierto. El banco de Emilio estaba ahora rodeado por unas vallas de seguridad y dentro, cubriéndolo con su estructura, había un estrado sobre el que se situaba una cámara de televisión. Se percató de que eran varios los estrados en la plaza y que había aparcada una furgoneta de un canal de televisión. Un vigilante de seguridad de una empresa privada, sin duda aburrido después de toda una noche en guardia y sin faena, se acercó curioso a Rosa que, absorta en sus divagaciones, se sobresaltó cuando éste le habló: “Señora, ¿son para el funeral?”. ¿El funeral? ¿¡Qué funeral!? Por un segundo Rosa creyó estar soñando, quizá al fin había logrado quedarse dormida después de haber dado vueltas y vueltas en la cama toda la noche sin pegar ojo. El guarda sonrió con cierta sorna, sospechaba que a esa mujer le daba vergüenza admitirlo: esas flores eran para el funeral y había acudido tan temprano, cuando apenas la ciudad empezaba a despertar, para que nadie le viera traerlas. “Sí, mujer. Para el funeral de Emilio. ¿Era usted cliente del banco?” 

Carlos Pérez Cruz
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