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viernes, marzo 29, 2013

Peter Evans, John Hébert, Kassa Overall - "Zebulon Trio"


Desde que murió Miles… Desde que murió Coltrane… Sonny Rollins es el último coloso… En definitiva, ya no existen aquellas figuras que marcaban época, que guiaban. Si acaso, pasean su leyenda. Pero…

¿Cuántas veces hemos escuchado lo mismo? ¿Cuántas veces han certificado el final de la historia? Nos falta perspectiva y, quizá por ello, no sabemos separar el ramaje para visualizar con claridad el paisaje presente. En materia de impactos e influencias, los tiempos han cambiado mucho.  Ahora, el discurso no es único sino múltiple, no necesariamente plural. Ya no hay fuente, sino una catarata global que casi ahoga cualquier voluntad de empapar las conciencias globales y dispersa el chorro informativo. No hay que ignorarlo.

¿Cuál hubiera sido el impacto mundial de Peter Evans hace quince, veinte años, cuando existía una jerarquía informativa más concentrada? ¿Cuál hubiera sido el impacto de un músico tan sublime si alguien con esas facultades y conceptos creativos hubiera nacido en los años cuarenta? Preguntas inútiles. Nació en 1981 y su eclosión se produce en momento de la historia en el que muchos aficionados al jazz adoran el embalsamamiento del género, en el que los actores más influyentes promueven su museización, en el que el jazz no se madura en clubes sino que se escruta en conservatorios, escuelas y universidades, en el que ya no existen gurús sino miles de replicantes que amplifican, en su mayor parte, voluntades predeterminadas. Frente a la distorsión digital de las prioridades, sólo queda la ardua criba de grano y paja de toda la vida.

Voy agotando adjetivos hacia Peter Evans conforme me va dejando sin palabras. Mi condición de trompetista no me permite escucharlo con la distancia de quien no conoce las particularidades del instrumento y su relación con el instrumentista, por lo que no sé si el oyente llega a ser consciente de la barbaridad técnica que, con la (aparente) misma sencillez con la que un niño aprende a decir “¡es mío!”, sustenta el virtuosismo permanente de su soplo. Nunca he escuchado a un trompetista del nivel de Evans. Y nunca es nunca. Hay trompetistas excelentes, por supuesto. Asombrosos, claro que sí. ¿Extraterrestres? Peter Evans. Si alguien consigue elevar alguna vez el listón un poquito más arriba, se saldrá de la galaxia y se producirá un nuevo big bang. Pero que nadie se equivoque. Sería un error pensar que la maravilla de Evans reside en su técnica (que también, obviamente). Lo verdaderamente relevante es que con ella, como base potencial, va pergeñando un estilo que trasciende lo personal y arrastra al colectivo. No será la revolución del be bop, pero tampoco ésta se hizo de la noche a la mañana.


Peter Evans en el Jazzaldia 2012
© José Horna

Todo instrumentista humano sabe que la condición de tal incluye una aburridísima (y necesaria) rutina técnica para mantener los mínimos de calidad en la interpretación y, a poder ser, mejorarla. Hay al respecto unos cuantos manuales técnicos que todo trompetista conoce y que ejercita con mayor o menor fortuna pero, casi siempre, con cierto hastío. Evans ha conseguido hacerme creer que en esos ejercicios anestesiantes hay un universo asombroso de posibilidades. Y lo digo porque, si se escucha con atención su música, ésta no tiene menor mecanicismo que el que estos ejercicios proponen y, es más, parte en muchas ocasiones de puros ejercicios en potencia. Claro que la diferencia es que la finalidad del método está en la práctica y desarrollo de habilidades y que esas habilidades son en Evans motor de una música en la que arpegios, intervalos, escalas, dobles y triples picados, etcétera, son tan artísticos en su punto de partida y desarrollo como una buena melodía o un arreglo ingenioso. Es decir, la ejecución de todos esos recursos técnicos dispara la música… y produce alucinaciones. No es la demostración de la habilidad para ejecutarlos lo que nos debería interesar como oyentes (la vacuidad de la genuflexión ante la técnica si a esta no le corresponde la emoción), sino el resultado artístico que con ellos logra. La música casi maquinal de Evans es intensa y expresiva hasta extremos casi hilarantes y, si me apuran, histriónicos. Sitúa al oyente al borde del desequilibrio emocional. Excita y tensa porque no da tregua en ningún momento de los más de 78 minutos (¡¡!!) de banquete opíparo, de acoso sensorial, de violación de los límites de capacidad de asimilación que es esta segunda entrega de Evans en su sello tras el abrumador Ghosts.

Del quinteto con aditivos electrónicos del anterior, al trío acústico de trompeta, contrabajo y batería. Puede parecer una versión “ortodoxa” de Peter Evans y, sin embargo, es la constatación de que da igual el formato, dinamita preconceptos. Por momentos puede sonar como un trío de jazz convencional, con su swing rítmico y el fraseo hard bop asociado. Sólo es la visión del sediento en el desierto, el oasis acogedor de lo conocido frente a lo ignoto por conocer. Y probablemente sea una de las versiones más “convencionales” que pueda ofrecer el trompetista, lo que demuestra que incluso en el terreno de lo conocido queda mucho por conocer. Ya sea a través de la emisión de un soplo, del inicio histérico de una serie circular de notas que se repiten de forma extenuante hasta que se desenroscan, o del estallido de un lengüetazo descomunal, Evans pone en marcha una maquinaria infernal en la que John Hébert y Kassa Overall ejercen la no menos virtuosa función de hacer aterrizar los constantes cambios de pulso y acento de la música loca del trompetista. Y aunque parezca broma, una pieza tan desbocada como la del cierre de disco (los 25 minutos largos (¡¡!!) de Carnival), dan hasta para que la batería ultrasónica de Overall cree la ilusión de una samba brasileña que, de tan veloz, quebraría hasta la cadera más curtida en carnavales. Impresiona la velocidad de ejecución, pero más si cabe cómo Evans se contornea sobre la “samba” con el desarrollo de uno de sus característicos bucles de notas que van y vienen para, de pronto, iniciar una secuencia de escalas descendentes que desembocan en una melodía (es un decir) que sería pura samba si no fuera porque no hay cuerpo que la baile.

La música de Peter Evans es obsesiva (u obsesiona… o ambas cosas), y en ello tiene mucho que ver que trabaje sobre motivos circulares (su Lullaby se expone sobre una única línea de notas reiteradas, después con dos motivos arpegiados paralelos, creando un tipo de hipnosis inversa al que se le supone a una canción de cuna, que termina en pesadilla). Que además controle la técnica de respiración circular, le permite el infinito. Cuando rompe con los ciclos, nuestro cuerpo eyacula con él, pero no se relaja porque Evans no lo permite, porque su hiperactividad personal se transmite sin filtro a una propuesta sensorial que exige una permanente actividad de sus compañeros de grupo (obligados a seguirle en su vértigo) y la máxima concentración del oyente que, si no entra de lleno en la montaña rusa de emociones y tiene todos los sentidos puestos en ella, puede sentirse aplastado. Y es ahí donde tengo la sensación de que con el tiempo debería pulir Peter Evans su discurso revalorizando el silencio, dando tiempo para que el oyente asimile semejante ametrallamiento, permitiendo que sus compañeros gocen de más espacio del que disponen (aunque cierto es que su sola actividad paralela a la de Evans es un solo en sí misma), desbrozando la música para eliminar quitar algo de barro.

¿Cuál hubiera sido el impacto mundial de Peter Evans hace quince, veinte años? ¿Cuál, si hubiera coincidido en el parto del be bop? (¡Madre mía! ¡¡A qué velocidad hubieran volado!!). Son preguntas que poco importan porque esa realidad no es posible. La suya es ahora, aunque probablemente Evans se encuentre más allá de este 2013 en el que estamos. Y como a tantos otros adelantados a su tiempo, nadie les asegura que lo suyo vaya a ser asimilado y admirado en su época (si no es por una minúscula legión de incondicionales). Ojalá lo sea y logre dinamitar de un solo lengüetazo cualquier estúpida tentación de encerrar el jazz y las músicas improvisadas en el museo de cera.

© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com

miércoles, marzo 27, 2013

Myra Melford & Ben Goldberg - 'El Matadero', Huesca 25/03/2013


Myra Melford y Ben Goldberg en Huesca
©  Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)

En un momento de la charla fuera de micrófono con Ben Goldberg, y a modo de broma tras algo que me estaba contando, le dije que tendría que buscar otro pianista. En su respuesta no llegó a elevar en ningún momento las comisuras de los labios: “There´s no other pianist”, sentenció.

Hay más pianistas, por supuesto, pero encontrar ese anillo para el dedo, el reflejo de uno en el otro, es complicado. Ben Goldberg y Myra Melford son ahora uno, gracias a años de colaboraciones en sus respectivos proyectos. Ahora son uno en forma de dúo y el hecho de que sean “casi vecinos” en la californiana Berkeley debe de facilitar mucho las cosas. Ambos muestran una admiración mutua, que vista desde fuera se puede compartir. Su actuación en Huesca fue memorable. Las condiciones del auditorio del ‘Matadero’ permitieron disfrutar de un concierto sin amplificación, con lo que se respeta y disfruta el sonido natural. El silencio de sala de cámara permitió igualmente que la música rozara los extremos, con pianísimos que parecían surgidos de un estado de transposición, como percibidos en ese letargo tan cálido del cuerpo camino del sueño reparador de una siesta. 


Myra Melford
© Jesús Moreno

Son muchos años de música sobre el escenario pero no todos los saben llevar con la sencillez, control escénico y naturalidad con la que se comportan en escena Melford y Goldberg. Fred Hersch me dijo en una entrevista que lo primero que trabaja con sus alumnos es la aproximación física al piano. La forma de relacionarse de Myra con el instrumento dice mucho de su sonido, y la composición de su figura con el piano es verdaderamente un deleite para la vista. No siempre la presunta agresividad del gesto deviene en un piano percusivo, ni viceversa. En ocasiones todo su cuerpo baila y, como si de un efecto de resonancia se tratara, ese baile se traslada al teclado con una pulsación refleja, réplica de su cuerpo en movimiento. Acaricia las teclas como si fueran las patitas de un pequeño petirrojo saltando sobre ellas. El piano se extrema en sus mínimos sin perder jamás la perfecta definición del sonido, su presencia y proyección, algo tan difícil de encontrar en tantos y tantos pianistas de jazz. Lograr no emborronar jamás el sonido en ambos extremos de volumen, delimitar con precisión el perfil del sonido, explica la gimnasia cotidiana de Myra Melford. Porque la improvisación no está reñida con la precisión.


Ben Goldberg
© Jesús Moreno

El control técnico de Melford, su cuerpo en perfecta sintonía con el piano, tiene equivalencia en la gestualidad de Ben Goldberg. Obviamente son instrumentos que requieren atenciones muy diferentes, pero la serenidad expresiva, la llamativa relajación física de ambos, permite que la música convoque no sólo a los extremos de intensidad sino también a los discursos más complejos y a los más (aparentemente) simples como si de una misma cosa se tratara. La gestualidad zen de Goldberg es la del dominio inmutable del aire que permite tanto el brote del sonido como su desaparición, convirtiendo el soplido sordo en parte del discurso melódico. No es por falta de esa (obsesiva, aunque muchas veces necesaria) esterilidad clásica del sonido, es su voluntad (no es lo mismo pretender que padecer) la que recubre con una bellísima impureza la emisión sonora, tan flexible como ágiles los pies de Melford bailando su propia música (por cierto, gruesa plataforma la de su calzado).


Myra Melford
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)

Cuenta Goldberg que en un momento dado de su formación, para tocar jazz usaba un saxo; para clásica, el clarinete. Es verdad que el papel del clarinete en la historia del jazz está muy asociado a la época del swing y que, sin ser una rareza (que sí, que ya sé que hay unos cuantos jazzistas clarinetistas), parece en cierto modo relegado. Quizá su timbre (hay instrumentos más acogedores, lo siento), lo convierte en especialista secundario más que en actor protagonista. La idea de un dúo de piano y clarinete nos aproxima al imaginario de la música de cámara clásica (toda etiqueta es una (auto)limitación) y de alguna manera, lo fue. Las formas musicales de muchas de las composiciones (se repartieron la autoría de los temas a excepción del segundo bis, de Andrew Hill) podrían ser resultado de imbricadas ecuaciones compositivas de autores del siglo XX, pero también deliciosos paseos por el impresionismo musical más minimalista y sensible. Al impacto tayloriano de The Kitchen de la pianista, le respondía el eco de una íntima Moonless night de la propia Melford, el dibujo de una balada con reminiscencias melódicas (para quien esto firma) de la solitaria fémina de Ornette Coleman.

La música, siempre rica en matices, en estructuras que se abren a discursos paralelos y libres para volver a una disciplina soviética en la recapitulación del tema. El conjunto, resultado de la inspiración que se le exige al jazz y de la disciplina que se le supone a la clásica. Quizá por eso la expresión era un híbrido de ambas, demostración de que las etiquetas están para perder el tiempo. Digo ambas, aunque en realidad fueron múltiples. Porque en tan sólo un instante se puede pasar de los indicios de una canción pop en Breathing room (Ben Goldberg) a un swing de alegre (in)disciplina callejera que vuelve a ser canción, hasta diluirse en un nocturno que va deshaciéndose de pura abstracción. Abstracción y figuración en un permanente ir y venir. Hasta se sintió la alegría de un himno a medio caballo entre el gospel, la música vaquera y el tumbao latino en la Strawberry de Myra Melford.


Myra Melford y Ben Goldberg
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)

Que no hay otro/a pianista posible, es un piropo convencido de Goldberg hacia Melford. Sentir la convicción (y la felicidad), mientras uno escucha el concierto, de que no existe mejor música que ésa, es la demostración de que se asiste a una sesión maestra, a un regalo para los sentidos y para la salud mental en tiempos tan asquerosos como estos. Por eso la medicina que se reparte con cierta frecuencia en ‘El Matadero’ de Huesca da la vida. Y me quito el sombrero ante su responsable, el doctor Luis Lles. Honoris causa, por supuesto. Su inversión en cultura, un ahorro en gasto sanitario. Hagan cuentas.

© Carlos Pérez Cruz
 
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com

miércoles, marzo 20, 2013

Rolling Stone, una peineta jazzística



No, no es la foto de Rihanna (¿quién coño es Rihanna?) metiéndose en la boca su dedo corazón la que ha hecho que me gastara 3€ en el número de marzo de la revista 'Rolling Stone'. No sé si la imagen de Rihanna nos tiene que poner cachondos, si su gesto es la hostia de transgresor (molaba mucho más la mítica imagen de Johnny Cash... con el tiempo cantaría aquello de Hurt y se confesaría) o si posa para lucir melena (y peluco) en un especial equiparable al de cualquier dominical lleno de páginas de pose casual (espera, que me parto) mientras lucen palmito con los trapos de no sé qué diseñador. Me da igual. A mí lo que me lleva a rebuscar unas monedas es el temible recuadro que aparece a su derecha en la portada (ése sí que impone, y no la presunta agresividad de la tal Rihanna) donde nos anuncian un.... ¡Especial Jazz! Y tres epígrafes: "Las biografías más salvajes", "25 discos esenciales" e "Iconos & Clubes". Da miedo, lo sé. Por eso la primera vez que lo vi, no lo compré. Pero hoy, no lo he podido resistir. Conocer qué se escribe en este país sobre jazz es un deporte malsano que practico hasta donde mi cerebro lo soporta.

Justo la semana en que publico en 'Cuadernos de Jazz' mi texto titulado Jazz embalsamado, la revista del grupo Prisa me ofrece un ejemplo práctico más de la taxidermia jazzística que se practica en España. Imagino que al lector de la revista le interesará mucho saber por qué Rihanna amaga con tragarse ahora su dedo corazón y me imagino que le importará menos cuando pasen, qué se yo, sesenta años. Sin embargo, con el jazz no existe el ahora, y los dedos corazón de los que se habla permanentemente se elevaron hace ya tanto que hasta los bichitos que se los devoraron en la tumba han sido devorados a su vez por otros que también fueron devorados por otros bichitos y así hasta el presente. Sí, las "vidas turbulentas" de las que nos quiere hablar 'Rolling Stone' son las de Miles y las drogas, las de Charlie Parker y las drogas, las de Bill Evans y las drogas, las de la mala vida, abusos, prostitución (y las drogas) de Billie Holiday, etcétera. 'Rolling Stone' dedica su especial jazzístico (en este ahora del año 2013) a describir ese cóctel de miserias y degradación con los que nadie, por supuesto, asociaba al jazz.


Por lo visto -yo desde luego no lo sabía-, muchos de los grandes padres del jazz moderno padecieron el azote de la adicción y la mala vida. Ya lo dice Iker Seisdedos (autor del texto): "Hubo un tiempo en que la de jazzman era una profesión de alto riesgo". No como ahora en que, como se sabe, "los ves sobre el escenario de un velódromo con sus anchas camisas de seda o tras el concierto, compartiendo consejos de gourmet de clase media". Lo que no sabemos es si, como los actores en la Gala de los Goya, usan sedas prestadas o si cuando comparten "consejos de gourmet" simplemente están diciendo que tienen hambre. (Por cierto, la revista incorpora un especial moda - ¡no me lo puedo de creer! - en que explica "Cómo ser un 'cool cat'" y vestir al "Estilo Bill Evans", "Estilo John Coltrane", "Estilo Miles Davis", "Estilo Chet Baker" y "Estilo Thelonious Monk". Imagino que en ese "bolso de piel EMPORIO ARMANI" del modelo monkiano se podrá esconder convenientemente la heroína). Finaliza Seisdedos su artículo: "Será lo mejor. Dejarse (falta el "de") historias y escuchar esta música excepcional que alguien bautizó como jazz". Se intuye el hastío del autor, quizá "obligado" por las circunstancias a contribuir al embalsamamiento del jazz en España.


No acaba aquí la cosa. César Luquero añade interés al especial con "Los 10 mandamientos", título de las páginas que recogen a "esta decena de genios (que) forman el sagrado panteón que elevó el jazz, en sus distintas manifestaciones, a la categoría de culto en el siglo XX". Bien, le honra avisarnos de que las puertas del XXI ni las abren y así nos quedamos con las extremadamente breves semblanzas de Miles Davis, Billie Holiday, Louis Armstrong, Chet Baker, Bill Evans, John Coltrane, Charlie Parker, Thelonious Monk, Duke Ellington y Dizzy Gillespie (¡Coño! ¿Y Wynton? Bueno, él aprobaría este listado, aunque frunciría el ceño con el camino final de Coltrane). Y, no se vayan todavía porque, ¡aún hay más! El propio Luquero coordina las páginas de "Las edades del jazz". Una breve cronología de esta música dividida en los siguientes tramos temporales: 1890-1920, años 20 y 30, años 40, años 50, años 60, años 70 y............ ¡el jazz contemporáneo! Ni la santísima trinidad formada por Ken Burns, Stanley Crouch y Wynton Marsalis lo hubiera hecho mejor, sobre todo cuando Luquero da ese salto temporal de los 70 al "jazz contemporáneo" para decirnos que "fallecen la mayoría de los clásicos y el género se domestica hasta la náusea: Kenny G". ¡Rediós! Pero, ¿qué se ha fumado este hombre? ¿Habrá seguido el método "Un Gramo Por Semana Nada Más" de heroína del que hablaba Iker Seisdedos en su texto? ¿Qué le ha hecho el "jazz contemporáneo" a Luquero para restregarnos a Kenny G como quien no quiere la cosa? Menos mal que selecciona tres discos de "jazz contemporáneo" para desfogar su calentón (y aplacar el nuestro): Naked City, del grupo homónimo de John Zorn; Prog, de The Bad Plus y The entertainer, de Brad Mehldau. Disco este último que, de tan bueno que es, ni siquiera existe.


¡Ah! Que sí, que no se olvidan del jazz en España. "El jazz en España, por Jorge Pardo", titulan un recuadro en el que nos ponen al día de lo que pasa aquí a partir de algunas memorias y opiniones del saxofonista y flautista madrileño. Bueno, en realidad habla de La leyenda del tiempo de Camarón, de Paco de Lucía, de su primer sueldo con Hilario Camacho o de Dolores, la "banda de música española basada en el jazz, el rock y el flamenco". Es decir, si quieres saber sobre "El jazz en España", este es claramente tu artículo. 


Un par de vueltas de página más adelante, Yahvé M. de la Cavada sitúa sobre un mapa de Estados Unidos, Europa y Japón (¿por qué este mapa tan arbitrario? ¿Por qué no figura la cada día más activa América Latina?) algunos clubes de jazz, tiendas y festivales/conciertos. Incluir en él locales como el 23 Robadors, de Barcelona, le honra (allí, por ejemplo, se baquetean los Duot. No busquen sobre ellos en toda la revista, claro). Citar que en el Blues Alley de Washington "Wynton Marsalis grabó su mejor disco en directo", convierte a Yahvé en un (probablemente involuntario) fino humorista. Al embalsamador del jazz, el reconocimiento por su pasado.

Y el corazón de Rihanna ya no es el único que se eleva sobre sus hermanos.

© Carlos Pérez Cruz

martes, marzo 19, 2013

La mbira africana, en manos de Digital Primitives



Digital Primitives (Cooper Moore- Assif Tsahar - Chad Taylor) en concierto el pasado miércoles 6 de marzo de 2013 en el Centro Cultural 'El Matadero' de Huesca. Muy pronto, entrevista y concierto íntegro en www.elclubdejazz.com

lunes, marzo 18, 2013

Jazz embalsamado

Al ser embalsamado, el cuerpo del difunto permanece invariable por los tiempos de los tiempos. Se detiene la degradación, se procura sortear el olvido de la memoria y se le proporciona un barniz de brillantez que iguala los matices.

Ha muerto Hugo Chávez y sus acólitos promueven su embalsamamiento. Allá ellos. Incluso los más ilustres tienen derecho al olvido. Si algún día a alguien se le ocurriera hacer lo mismo con mi cuerpo, por favor, quémenme antes de verme expuesto como el toro y la flamenca sobre el televisor. Queden las obras y los recuerdos de uno en quien quiera recordar, pero ayúdenme a olvidarme de mí.

Aunque la RAE no acoja tal posibilidad, no sólo lo corpóreo puede ser embalsamado. También la música. Un arte tan inaprensible como éste, fugaz y sensorial, puede ser sometido a taxidermia. Parece imposible, pero a las frecuencias en el aire se les puede aplicar el barniz de la congelación hasta convertirlas en sólidos bloques de cemento dignos de ser admirados en un museo. Algo parecido al embalsamamiento de sus esencias sucede con el jazz en España. No sé si es la excepción, pero en pocos lugares de Europa se observa tal admiración de su pasado (glorioso y no tanto) e ignorancia de su presente. Si uno echa un vistazo a las redes sociales, quienes se declaran públicamente aficionados al jazz giran mayoritariamente en un bucle espacio-temporal muy concreto, alrededor de figuras ya difuntas (por fortuna, no conozco casos de cuerpos de jazzistas embalsamados). Los gustos personales son sagrados, pero las circunstancias que los conforman son, al menos, opinables.

viernes, marzo 15, 2013

El amor, según Digital Primitives



Digital Primitives (Cooper Moore- Assif Tsahar - Chad Taylor) en concierto el pasado miércoles 6 de marzo de 2013 en el Centro Cultural 'El Matadero' de Huesca. Muy pronto, entrevista y concierto íntegro en www.elclubdejazz.com

viernes, marzo 08, 2013

USAmérica, según Digital Primitives


América, has tocado techo.
América, tu tiempo ha pasado.
América, todas las mentiras que has dicho.
América, ¿piensas en las vidas que has robado?

Digital Primitives (Cooper Moore- Assif Tsahar - Chad Taylor) en concierto el pasado miércoles 6 de marzo de 2013 en el Centro Cultural 'El Matadero' de Huesca. Muy pronto, entrevista y concierto íntegro en www.elclubdejazz.com

jueves, marzo 07, 2013

Un cuadro celeste


Fotografía tomada a las 18:51 de esta pasada tarde. Después, ha descargado... sobre mí.

Digital Primitives (Assif Tsahar, Cooper-Moore, Chad Taylor) - 'El Matadero', Huesca 6/03/2013


Cooper-Moore, Chad Taylor y Assif Tsahar
© Jesús Moreno

Los números tienen un límite. Aunque sean infinitos, no pueden cuantificarlo ni justificarlo todo. Antes de sentarme a escribir este texto, he recibido la notificación del número de asistentes a un reciente festival de cine. Cifras y más cifras sobre el total de público, las medias por jornada, el número de acreditados, las procedencias geográficas, los hoteles ocupados, etcétera. En los festivales de música se hace uso de los mismos parámetros para tratar de vender su necesidad a los poderes públicos (y patrocinios privados). También en jazz. Cada verano nos dan la brasa con los números y cada año dicen batir récords de asistencia (hasta hacernos dudar de los conceptos racionales de espacio).

No, los números no lo son todo. Los números pueden validar puntualmente una propuesta pero no ser siempre el fin que justifique o invalide los medios, máxime cuando éstos son públicos. Uno de los objetivos irrenunciables de la cosa pública en materia de cultura es compensar lo que la iniciativa privada deshecha o apenas acoge. Ajustar los evidentes desequilibrios entre los privilegiados por la industria y los subproletarios. Estos últimos, por fortuna, huyen de la concepción manufacturera del arte como de la peste y se dedican a algo rara vez lucrativo pero mucho más valioso: la felicidad (dada y sentida). I´m so happy. Happy to be alive, terminaron cantando y contagiando los tres Digital Primitives sobre el escenario de ‘El Matadero’ oscense. Y todos sabemos lo esquiva que puede llegar a ser la felicidad. ¿Qué ayuntamiento presume de la felicidad que proporciona a sus ciudadanos? Huesca debería sacar de inmediato una nota de prensa que lo haga saber. Hagan uso de él más o menos ciudadanos, su departamento de cultura es un bien de utilidad pública, ejerce un fascinante efecto preventivo contra enfermedades de la razón y el corazón.


Cooper-Moore
© Jesús Moreno

Digital Primitives elevó a los fieles presentes. En una ceremonia civil y creativa de casi hora y media, los hizo felices con su dosis de crítica social y ecos de la música negra más radical de los 60. ¡People have the right to know the truth!, declamaba el predicador Cooper-Moore, sin seguramente saber que su letra era un anillo al dedo de la actualidad española (¡They lie and steal from us!). También es cierto que la historia de la infamia se recicla como el papel, así que nada casual la (presunta) coincidencia. Como nada casual es que tres tipos de presencia tan dispar conjuguen un verbo musical que se declina en presente echando mano del pasado. El trío desprende un aura luminosa -compendio de la historia de la música negra estadounidense-, pero también una actitud punk y roquera que comulga sin igual con los ecos del ceremonial góspel encarnado por Cooper-Moore (¡esa voz!), sin olvidarse de la música vaquera. Más allá de nombres que delimitan, la suya es una propuesta que, sin necesitar la impostación precisa de laboratorio, se define por su belleza imperfecta y, por lo tanto, natural y real; parece salvaje y sin pulir y, sin embargo, brilla su orfebrería sonora y encaja todos los elementos con la precisión que sólo es capaz de ofrecer la creación que late, que está viva; que crece y se alimenta de la comunicación entre los músicos y de éstos con el público.


Chad Taylor
© Jesús Moreno

Digital Primitives no busca gustar y, quizá por ello, gustó tanto. Es música desnuda, radicalmente hermosa, y con un equilibrio entre los expresionismos más viscerales del free (especialmente en el saxo tenor de Assif Tsahar) y los preciosismos íntimos de la música africana (el dúo de mbira entre Tsahar y Chad Taylor invoca los sueños de África); entre el alma soul de la voz de Cooper-Moore y el guitarreo rocoso (a base de un peculiar banjo doméstico) del propio Cooper-Moore, que estimulaba ese rock jazzero (o jazz roquero) que tan bien encarna, por ejemplo, Ken Vandermark; entre la invocación casi naif del inicial tema con flauta tin whistle y la compleja y contundente pegada de Chad Taylor; entre los bajos casi estáticos de Cooper-Moore con el diddly bo (una especie de bajo de una única cuerda) y sus desarrollos psicodélicos con el banjo sin trastes. La soberbia variedad del muestrario se expresa con una coherencia y un equilibrio que parece medido para compensarse. Y, sin embargo, uno nunca tiene la sensación de asistir a un espectáculo predeterminado y sopesado. Se siente un gozo permanente ante estímulos cambiantes que, cuando parecen llevar al extremo la excitación de un virtuoso e histriónico free, hacen saltar de pronto los resortes del necesario reposo. Así nos acunan de nuevo con la mbira en manos de Taylor, mientras Assif Tsahar invoca a los espíritus nocturnos con la imitación del sonido de un búho, dispuestas sus manos a modo de caja de resonancia.


Assif Tsahar
© Jesús Moreno

La felicidad era esto, o al menos Digital Primitives nos guió hacia ella, nos la hizo tocar con los dedos invisibles de la emoción durante los casi noventa minutos de creación (al contrario que en el fútbol, ellos sin descanso). Y así el cerebro sigue tatareando horas después Love, love, love, is so wonderful con la voz de Cooper-Moore resonando en él y el cuerpo un poco más ligero, levemente elevado sobre el suelo. Lo confieso: ¡I´m so happy! Happy to be alive.

© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com

miércoles, marzo 06, 2013

Cifras de una burbuja jazzística



Recortes y festivales. Nos cuentan que el Festival de Jazz de Vitoria tendrá este año un día menos por la crisis (se celebrará entre el 16 y el 20 de julio). Quizá si alguien tuviera la valentía de pinchar la burbuja de presupuestos inflados, de cachés inflamados, no sólo daría para una semana al año, sino para todo él. ¿Cómo es posible que en Europa festivales con patrocinios privados y subvenciones públicas acepten pagar cifras desorbitadas a artistas que en su país de origen apenas huelen un dólar? Ni lo uno, ni lo otro. Un equilibrio que permita no sólo no reducir, sino ampliar (también criterios). De otro festival ahora en marcha, el de Terrassa, leo que "reunirá más de 300 músicos a pesar de los recortes". Me pregunto: ¿Cuál será el recorte en el pago de cachés?


Jorge Pardo en Huesca (28/02/2013)
© Jesús Moreno

61.000 €. Ese es el presupuesto total del que dispone el área de cultura del Ayuntamiento de Huesca para su programación musical este año 2013. En ese presupuesto, me asegura el técnico de cultura del municipio, se incluyen los pagos de cachés, derechos de autor, alojamientos, comidas, publicidad, producción técnica, etc. En lo que llevamos de curso ya se ha podido escuchar en la ciudad a Silvia Pérez Cruz, Perico Sambeat o Jorge Pardo, y en previsión están Digital Primitives, Myra Melford & Ben Goldberg, Wadada Leo Smith y otros. Y sólo son algunos de los dos conciertos (no sólo los hay de jazz, por supuesto) que se celebran de media por semana auspiciados por la concejalía. En contraste, el Festival de Jazz de Vitoria contó en su edición de 2012 (pese a una reducción del 40% en cuatro años) con un presupuesto de 850.000 € (en 2011, Iñaki Añua, su director, declaró que del millón de euros de presupuesto de ese año, el 74% procedía de recursos propios). El de Getxo, en el mismo curso, 290.000 €. El Jazzaldía de San Sebastián presupuestó 1´8 millones de €. Todos ellos se ventilan en una semana de verano. ¿Quién responde por esta inflación evidente de cachés? ¿Quién explica esta revalorización tan exorbitada en torno a una música que a nadie importa durante once meses al año?


Sixto Rodríguez

“Quizá otros se hayan enriquecido”, dice Sixto Rodríguez. A su costa, claro. La increíble y fantástica historia de este cantante que cuenta Searching for Sugar Man tiene un contraplano inquietante. ¿Quién se quedó con el dinero de sus ventas millonarias en Sudáfrica? ¿Quién hace negocio en la música? Por lo que parece, casi todos menos los músicos. Uno de ellos me facilitó hace unos días una cifra que produce escalofríos. Recibió un aviso en el que se le hacía constar que sus “well-deserved music sales” de seis meses de rendimientos en Spotify ascendían a 0´57 dólares. Y claro, su burbuja hizo plic.

© Carlos Pérez Cruz
 
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com
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