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martes, diciembre 31, 2013

No se corresponde

No se corresponde. No digo yo que a una estafa (crisis) de semejante calibre haya que responder encerrándose en casa y flagelándose, pero hay algo que no se corresponde entre lo que nos cuentan, lo que sentimos y lo que vemos. Se lo planteaba alguno de los personajes de la última novela de Isaac Rosa, La habitación oscura, y se lo planteaba el propio autor en la entrevista que le hice para El Asombrario& Co. Quizá algunos esperan a que el temporal escampe para regresar al punto en el que se detuvo la partida y reanudarla y regodearse en los mismos excesos que hemos denunciado estos años, como si todo hubiera sido una pesadilla y nada de lo padecido hubiera servido para reflexionar ni cambiar nada. En esta negra noche económica y social que vivimos, la respuesta parece, en palabras de Rosa, "una especie de enloquecida huida hacia adelante". Ya no es que no se espere para regresar. Es que nunca nos fuimos.

He paseado estos días de Navidad por dos ciudades del país, una en el norte, otra en el sur, y en ambos casos la ciudadanía parece cumplir con total disciplina el ejercicio de consumo desaforado que se le propone. Como si no existieran ni el paro, ni los desahucios, ni la pobreza estuviera escalando posiciones, como si no se estuvieran redactando y aprobando leyes que nos van a permitir vivir el franquismo a quienes no lo conocimos. Tiendas atestadas, bares y restaurantes repletos, consumo, ruido y jolgorio. Si alguien esperaba reacción social ante la que está cayendo, ahí la tiene: se celebra. A no ser que se me demuestre que todo era una pantomima de falsos clientes gastando falso dinero y comprando falsos regalos, por aquello de guardar las apariencias.

Sigo escuchando a gente que dice que se va a dar una vuelta por 'El Corte Inglés' (donde, por cierto, apenas quedaban plazas de aparcamiento) para "ver si encuentro algo". Es decir, seguimos comprando porque sí y no porque ésta sea una necesidad razonada, razonable y sostenible. Y me pregunto: ¿dónde está toda la pobreza de la que hablamos y denunciamos? ¿Dónde se esconde la penuria de nuestros días? Estar está, lo sé, la siento e intuyo, pero parece haberse resguardado en casa (quien la conserve) o haber emigrado a la periferia de la periferia. O simplemente se maquilla para, de nuevo, guardar las apariencias. El consumo sigue siendo hoy el ocio favorito de los españoles. ¿Dónde están las protestas? ¿Dónde queda la manifestación de ese malestar y la rabia por las leyes punitivas? Hay quien rabia y se manifiesta, pero son (somos) infinitamente más los que lo hacen (hacemos) de ello un ejercicio de desahogo tuitero y tema de conversación entre sorbos de gin-tonic. Quienes de veras se hayan comprometido, corren el riesgo de padecer profunda depresión por desborde de los niveles de frustración y aislamiento social.

España empieza a parecer (si es que no lo era ya) un lugar en el que una cosa es lo que se rumia y otra lo que se hace. Leo el número de enero de la revista Cuadernos de Cine y me encuentro con las desasosegantes cifras de asistencia a películas españolas durante el año 2013. Lo son en términos diferenciales entre lo que arrastran un tipo u otro de películas (esto siempre ha sido y será así), pero lo son sobre todo por las cifras totales de asistencia a películas brillantes, diferentes, arriesgadas que han llegado este año a proyectarse (en algunos cines de entre los que quedan abiertos). Hablo de películas que he podido ver como la cruda y brillante La herida de Fernando Franco u otras que no pero que hubiera querido ver como Todos queremos lo mejor para ella de Mar Coll o El muerto y ser feliz de Javier Rebollo. La de Franco suma tan solo 12.187 espectadores (a pesar de los dos premios importantes en el Zinemaldia de Donosti) y la de Rebollo, 5829. Es decir, la más vista entre las mencionadas queda ligeramente por debajo de la asistencia al Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid para el partido de baloncesto entre el Madrid y el Barça del pasado domingo, mientras la de Rebollo hubiera mostrado un recinto bastante desangelado. Ni qué decir tiene que, en términos futbolísticos, serían entradas irrisorias. La suma de todas ellas sería una pésima entrada en el Bernabéu y en el Camp Nou (David Trueba y los casi 76.000 espectadores de su Vivir es fácil con los ojos cerrados tampoco llenarían). Películas como la espléndida Stockholm de Rodrigo Sorogoyen ni aparecen al ofrecer "cifras casi inapreciables" (Carlos F. Heredero dixit), aunque para su creadores llegar a las salas era ya un gran éxito... testimonial. Se sigue hablando de cine español como si éste fuera un concepto descalificativo irrefutable. Los hechos cinematográficos de 2013 han sido otros.

Hay una evidente desconexión entre las palabras y los hechos. Al cine se lo acusa frecuentemente de ser caro, de que si uno tiene familia y asiste con niños empieza a sumar y no le sale a cuenta. Puede que haya algo de cierto en ello pero pocos placeres tan complejos se ofrecen por tan poco dinero. Existe el día del espectador a precio de ganga y, sin embargo, cuando más se movilizó el personal en 2013 fue cuando el gesto cultural de acceder a una sala de cine se convirtió en evento, en un verdadero acontecimiento publicitario. Con precios algo por debajo de los del día del espectador (2.90€), se movilizaron en tres días de octubre 1.593.958 espectadores. Somos esclavos de la pirotecnia, de los focos y la publicidad. El jazz es al respecto un botón de muestra extraordinario. A nadie le importa un carajo de cotidiano, es espectáculo de masas en festivales de verano (sin entrar ahora la jazzicidad o no de los contenidos). Actuamos colectivamente de forma mimética. Somos voluntariamente gregarios, esclavos felices de la publicidad.

Toda discusión y propuesta para atraer público a la cultura me parece legítima y necesaria pero tengo la sensación de que muchas veces la autocrítica está muy por encima del reflejo objetivo de la realidad. A las salas de cine les reprocharé criterios, imperfección técnica de las proyecciones y, sobre todo, que sigan privilegiando "una de las grandes calamidades culturales españolas" (Muñoz Molina dixit) que es el doblaje -desde hace tiempo sólo acudo al cine si el pase es en versión original, lo cual en una ciudad pequeña no es habitual (incluso te advierten de que es V.O. cuando compras la entrada, no cuando es doblada, la verdadera anomalía). Eso sí, al renunciar al doblaje uno se convierte en asiduo al cine español (aunque deba renunciar también a determinas películas catalanas, que igualmente se doblan a pesar de que se expresan en otro idioma oficial del país) -. Pero, habida cuenta de que no parecen las mías las preocupaciones cotidianas del espectador medio, la conclusión a la que llego es que el problema no es tanto de la calidad e interés de las propuestas como de desinterés ciudadano. Podemos y debemos seguir siendo autocríticos y exigentes pero no más de lo justo y necesario y menos cegarnos ante la evidencia de que el español es, por regla general, un tipo sin interés en la cultura. Salvo por la del consumo y la fiesta.

Carlos Pérez Cruz

martes, diciembre 03, 2013

Lucía y los muertos


Lucía Martínez
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)

“El jazz ha muerto”, se le oyó decir al muerto. No es extraño oír voces en el cementerio y menos que hablen de muerte. “El jazz ha muerto”, dicen que dijo. Puede que su jazz muriera o que su amado sea hoy un pálido reflejo de lo que fue. Sea como fuere, el recuerdo de su amor no debería ser óbice para regocijarse hoy con los que en un futuro serán memoria de nuestro presente.

Hubiera sido más preciso que el muerto hubiera declarado que “el jazz no existe”, pues tendría razón. No existe algo parecido a ‘El jazz’, sólo una actitud musical a la que llamamos tal y que muchos practican gozosamente. Ellos no son capaces de apreciarlo pues están muertos. Escriben desde el más allá sobre hojas amarillentas, hablan por micrófonos de emisoras que nos llegan del pasado… Proclaman su verdad de muerte allá donde alguien les escuche y lo hacen con ademán despectivo. ¿Cómo va a estar vivo algo que ellos han sentenciado a muerte?

Dice Jack DeJohnette que “el pasado no existe, tan sólo en nuestros recuerdos”. ¿Se referirán estos muertos a la muerte de la memoria? Es realmente difícil que muera, la tienen muy presente. Gracias. Sois los depositarios de ese recuerdo aunque, de tanto recordar, corréis riesgo de caer en el olvido. Nadie soporta escuchar día sí, día también, sus batallitas sobre la solución final del jazz, sobre ese pasado que siempre fue mejor, evocado desde un presente que ellos ignoran. Como dice el ilustre baterista, “hay muchas formas de resolver los problemas”. Es decir, hay muchas formas de vivir jazz.


Josetxo Goia-Aribe, Antonio Bravo y Baldo Martínez
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)

Hay muchas formas de vivir jazz, ¡vaya si las hay! Las hay incluso que usan la memoria como fuente para vivir el presente con más intensidad. Eso lleva años haciendo el saxofonista navarro Josetxo Goia-Aribe. Él es jazz, aunque los muertos no le guarden un lugar en el infierno (todo jazzista acaba en él, por supuesto… a voluntad de Coltrane, claro). Y hace unos días hizo registro de su música para la memoria futura del jazz del presente. Fue en un Centro de Cultura Contemporánea. Es decir, en un recinto para las cosas vivas.

Sólo ha transcurrido un año desde que Josetxo llevara la jota a un estadio nunca imaginado, que la elevara a otras cotas en disco y sobre el escenario del Teatro Gayarre de Iruñea – Pamplona. Allí dio muestra del acostumbrado preciosismo de su música, de su detallismo, de un lenguaje intransferible que ha desarrollado en una carrera ya generosa que ha tenido en el folclore un referente ineludible. Josetxo ha sido siempre un verso libre del jazz, aunque algo había en su forma de vivirlo que lo mantenía preso de las formas, con el cinturón expresivo excesivamente anudado.

Josetxo Goia-Aribe ha recorrido en un año lo que otros en una vida y algunos nunca. Ha leído, ha escuchado, ha conversado. Se ha empapado y la lluvia del descubrimiento ha reblandecido la piel del cinturón hasta aflojarlo. Goia-Aribe se ha descubierto a sí mismo y a los demás, feliz como un niño a los mandos de su nuevo vehículo musical: Hispania Fantastic.

Tiempo habrá de explayarse y profundizar en los recovecos del que será su próximo disco, esa memoria grabada en sesiones, con y sin público, durante dos días en la localidad navarra de Huarte. Ahora es tiempo de júbilo por haber sido testigo del paso de gigante del saxofonista que, con el folclore como inspiración una vez más, ha descubierto que en la libertad del lenguaje, en la soltura de las formas, hay un mundo que le va como anillo al dedo. Nada más gratificante que ver a un músico que no se conforma y reinventa; y no por el mero hecho de evitar repetirse sino, precisamente, por repetirse sin parecerse.

Sí, hay buenas nuevas que no cantarán las voces del campo santo. Allí no se harán eco de este Hispania Fantastic, fantástico por sus fundamentos y por quienes lo fundamentan. Fantástico porque en ese caminar hacia delante de Goia-Aribe le ha acompañado un trío que tiene nombre propio y prestigio por su cuenta, MBM: Martínez, Bravo, Martínez. El guitarrista Antonio Bravo, el contrabajista Baldo Martínez y la baterista Lucía Martínez. Ellos, compañeros de un largo y luminoso camino. Ella, una de las mayores alegrías del jazz ibérico en los últimos años (desde su exilio berlinés). Y son varias con nombre de mujer.


Lucía Martínez
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)

No, el jazz no ha muerto. Han muerto ellos, sordos ante la belleza de los viejos nuevos lenguajes de quienes mantienen viva la llama del jazz sin quizá ni pretenderlo; de quienes, frente a la adversidad de su condición de creadores en un mundo de replicantes, juegan con ella y la devoran cual faquires que la regurgitan a la vida. Han muerto ellos, ciegos ante la pasión desbordante que trasciende los límites de un cuerpo tan pequeño como el de Lucía, enorme en su pegada y emoción. Han muerto ellos, que sólo hablan de difuntos, de quienes fueron grandes por libres, no por fieles al verbo intransigente. Ignoran que la vida sigue, que la memoria es sólo recuerdo, que el presente es un futuro lleno de pasado. Sólo hay que sentarse frente a Lucía, escucharla tocar, verla soñar despierta, para que los muertos se queden sin habla.
 
© Carlos Pérez Cruz

Publicado originalmente en la web de www.elclubdejazz.com

viernes, noviembre 22, 2013

Iván



Hay días en que la vida cierra extraños círculos. Esta semana nos llegaba desde Estados Unidos otro caso más (y van…) de un músico de jazz en una situación económica precaria por tener que afrontar los cuantiosos gastos de la atención médica requerida. Allí la sanidad es un lujo cuyo disfrute se convierte en tal. Y ya sabemos que la de músico de jazz no es una profesión precisamente lucrativa. El sistema no discrimina por valores artísticos ni creativos, por las aportaciones a la pequeña gran historia del arte de la improvisación. El sistema discrimina personas por su capacidad económica.

Masabumi Kikuchi se suma a una larga lista de ilustres del jazz que se han visto obligados en Estados Unidos a acudir a la caridad (con “c” de crowdfunding) para poder afrontar unos gastos que, de lo contrario, le privarían de su vivienda en Nueva York, en riesgo de embargo. Hasta final de este mes existe la posibilidad de aportar de forma individual para una colecta de 10.000 dólares. Así de cruel, contante y sonante es el sistema al que servimos las personas. Contradictoria creación represiva del hombre.

Esta misma mañana publicaba en ‘Cuadernos de Jazz’ una nota para difundir la situación de Kikuchi y hacer memoria de algunos casos recientes y semejantes. Después he salido de casa para tomar un café. Estaba en ello cuando en la cafetería ha entrado alguien que me ha llamado la atención. Alto, joven, llevaba gorro para protegerse del frío intenso que agredía ventoso esta mañana en Pamplona. Me he quedado mirándolo durante unos instantes. No sé por qué su presencia me resultaba extraña en ese lugar, qué en su aspecto me ha hecho pensar por un instante que no correspondía a él, una cafetería falsamente refinada para displicentes lectoras del ‘Diario de Navarra’. Se ha fijado en mí y, de pronto, lo he reconocido. Mi cerebro ha reconstruido al instante el vago recuerdo de una conversación anterior con alguien que me contó lo que le había sucedido. Algo perdido en mi memoria y que ha brotado como un géiser, de inmediato.

Iván es músico de jazz. Contrabajista. El detalle del instrumento no es lo de menos. La doctora suspiró aliviada al conocerlo. Si hubiera sido trompetista o trombonista, quizá también saxofonista o clarinetista, hoy ya no podría tocar, ya no podría ser músico. Pero es contrabajista y, si todo va medianamente bien, pronto volverá a cogerlo entre sus manos y a seguir donde lo había dejado. Imagino que, en realidad, es imposible retomar el pulso donde éste se había detenido, más después de una experiencia en la que, literalmente, Iván se ha sentido y ha sido una mierda. Tuvieron que abrirle la mitad del rostro, levantar la piel y llevarse de camino unos cuantos nervios para poder extirparle un tumor. Más tarde, las sesiones de quimio, la confluencia de varias pequeñas tragedias familiares en el momento más inoportuno (siempre lo es), la crianza de un hijo nacido apenas meses antes… Y, sin embargo, ahora que empieza a ver la luz, ahora que espera (imagino que con cierta aprensión) el resultado de unos análisis, Iván mira hacia atrás y minimiza lo vivido. No en un acto de irresponsabilidad, claro, sino de consciente reevaluación de su vida, de por dónde iba, cómo caminaba, dejando de lado qué. No creo que se trate de la típica reacción de quien valora lo que tenía cuando cree perderlo o ha estado cerca de ello. Creo que su reflexión personal es de un calado más hondo que todo eso que, al fin y al cabo, no deja de ser un lugar común que, al igual que se acude a él, se abandona.

Iván está muy agradecido por la atención que ha recibido en la sanidad pública. Ha comprendido el valor de cada céntimo que de nuestros impuestos va para pagar a los profesionales sanitarios y los elevadísimos costes de equipos y medicamentos de la atención médica. “¿Qué se pueden haber gastado en mí? ¿Cincuenta mil euros? ¿Sesenta mil?”, se preguntaba. “Tenemos lo que no nos merecemos”, sentenciaba. ¿Por qué? Por algo muy sencillo de describir pero, me temo, muy difícil de cambiar: la falta de educación y de responsabilidad. Sí, creo que es una cuestión de falta de ellas cuando no somos conscientes de que lo fundamental no es que el televisor de la habitación del hospital disponga de una televisión gratuita, sino que lo fundamental está en haber podido llegar hasta ella y permanecer allí el tiempo y con las atenciones que sean necesarias para salir recuperado, rescatado para la vida. Imagino que Kikuchi y otros tantos ciudadanos en Estados Unidos suspirarían por poder recibir la atención que ha recibido Iván a quien su condición de músico de jazz jamás le permitiría pagar el coste de la atención que ha recibido y que todavía tendrá que recibir. Ni él ni la mayoría de ciudadanos podríamos afrontar los gastos que suponen atenciones y tratamientos tan costosos como los sanitarios en atenciones, incluso, menores. Por eso produce el mismo escalofrío que el frío de esta mañana pensar cuántas personas viven pensando que les es debido; que el trabajador público (ya sea médico, profesor o barrendero) es deudor de su voluntad; que el pago de un impuesto (que apenas sí puede alcanzar para comprar una jeringuilla) habilita para el despotismo del niño caprichoso que exige con el dedo índice acusador. “No quiero hacer un discurso político”, me ha dicho Iván, pero su experiencia le ha permitido apuntar con los focos a ese rincón oscuro de nuestra sociedad, a ese gesto laureado del egoísta que escatima hasta unos céntimos para eludir impuestos. El riesgo no está sólo en las políticas de casino de nuestros gobernantes, también en la irresponsabilidad individual y colectiva.

Saben bien nuestros dirigentes políticos lo que nos están birlando a poquitos con su política especulativa. Claro que lo saben. Saben que la sanidad convertida en negocio, en regalo para amiguitos del alma, en empresa particular a la que se accede por la puerta giratoria del salón ministerial, es un pastel ciertamente goloso. En Estados Unidos lo saben muy bien, de ahí la resistencia a la (comedida) reforma sanitaria de Obama. Pero al igual que ellos saben cuán lucrativa es una atención sanitaria privatizada, personas (antes que músicos) como Masabumi Kikuchi conocen todavía mejor el valor incalculable de un sistema sanitario que atiende a todos por igual, sean músicos de jazz sin un jodido duro en el bolsillo o tiburones del Ibex 35. Iván lo sabe también muy bien. Y aunque haya perdido sensibilidad y movilidad en algunas partes de su cara, sabe que sale del quirófano mejor de lo que entró. Sabe que después de haber llorado en la consulta, de haberle tenido que contar su historia a alguien a quien apenas conoce de unos cuantos encuentros, de palparse la cara y decir “aquí no siento”, de tomarse un café para reconfortar el frío de la consulta y de la mañana, puede caminar al encuentro de su pareja y de su hijo que, mientras tanto, le esperan jugando en el parque.

Carlos Pérez Cruz

sábado, noviembre 02, 2013

Agustí Fernández, Barry Guy, Ramón López - "A moment's liberty"


Se pregunta el pianista Agustí Fernández en las notas del libreto de esta tercera entrega de su trío junto a Barry Guy y Ramón López, “¿qué buscamos los músicos cuando hacemos música? ¿Qué pretendemos cuando nos juntamos y mezclamos nuestros sonidos unos con otros? ¿Por qué o para qué hacemos música?”. Es decir, Agustí traslada a la música lo que en filosofía son las grandes preguntas de la humanidad. Y él mismo se responde con diversas opciones: “La primera es la que dice que los músicos buscamos la perfección técnica. Es decir, la música entendida como artesanía, como oficio. Una segunda respuesta afirma que los músicos buscamos construir un nuevo lenguaje, o dominar uno ya existente. La música como escuela de idiomas. Una tercera respuesta es la que mantiene que los músicos buscamos la expresión, tanto personal como colectiva. La música como comunicación, como vehículo para expresar ideas y/o emociones.” Agustí ofrece respuestas canónicas a las preguntas esenciales hasta que, sin negarles validez, añade: “No creo que sean las más adecuadas para describir lo que hacemos Barry, Ramón y yo”. Sí, todo eso está ahí pero “no son estas cualidades las más importantes, a mi parecer. Creo que para nosotros lo fundamental es la voluntad común de que, a través de la música, se cree un momento extraordinario, imprevisto e inusual. Un momento quizás no verbalizable pero que se puede percibir perfectamente, como en las mejores ocasiones en que la música esquiva el intelecto y pasa únicamente a través de los sentidos”.

Es cierto, no resulta fácil expresar con palabras la buena música. Nunca lo ha sido. Las mismas preguntas que Agustí se hace resultan pertinentes llevadas al terreno de la crítica. ¿Qué buscamos con ella? ¿Qué intentamos hacer cuando –en este caso, en solitario- afrontamos con voluntad crítica esa mezcla de sonidos? ¿Por qué hacemos crítica? ¿Para qué? Ninguna de ellas tiene una fácil respuesta, aunque también las hay canónicas. Pero permítaseme decir, al hilo de este A moment’s liberty, que si algo impulsa nuestro trabajo, si algo lo hace razonable en nuestra absurda inversión de tiempo, es tratar de transmitirles nuestro entusiasmo y, por ende, ayudar a la difusión de una música que casi nunca encuentra los canales de distribución y difusión que le hagan justicia. O, al menos, nuestra idea de justicia. Claro que no siempre el crítico afronta una valoración motu propio, muchas son encargos. Pero cuando lo hace sin que nadie se lo pida es porque quiere comunicar algo extraordinario y no puede reprimir las ganas de contarlo allá donde pueda hacerse un hueco con la palabra. Es el entusiasmo el que mueve estas palabras, aunque éstas sean una herramienta absolutamente imperfecta para describir A moment’s liberty. Porque, ¿cómo explicar ese “preciso momento en que los sonidos que emiten los músicos dejan de ser simples notas y toman vida propia, ajena a su voluntad”?

Determinado tipo de jazz, quizá el predominante, el que ha determinado una percepción de lo que esta música es a nivel social, se caracteriza por la exposición melódica y el desarrollo posterior de los solos en base a esa melodía o las armonías que la sustentan. Es decir, la melodía supone una excusa más o menos labrada para lanzarse al vértigo de la creación en el momento: la improvisación. Si hay una característica compartida por el trío Aurora y esta forma estandarizada de entender el jazz es que la melodía puede ser motor, el artificio con el que se pone en común un universo estético, un tono emocional determinado que imbuye la aportación individual. Pero eso es todo. Cualquier parecido con la estandarización en la música del Aurora Trío es producto de una enajenación de la consciencia. Sí, hay melodía, incluso estructuras (sirven para pisar suelo y/o proponer giros en la trama), pero lo que percibe el oyente al escucharlos –si se presta atención- es que lo que estructura de verdad todo el trabajo, cada una de las piezas que lo componen, es una búsqueda del momento en el que lo planificado salta por los aires y algo –quién sabe qué- pone en marcha los resortes de un instante irrepetible que por la gracia del arte mantiene relación con su detonante, pero que adquiere una forma y una estética insospechadas de primeras. Es el placer de quien crea con la certeza de que la propia experiencia y la de sus compañeros, bregados en mil batallas, admite un salto al vacío en la que la red son los otros y uno mismo. Y así el grito de vértigo (¿de Barry?) cuando la música se arroja al delirio de la caída libre en la loca Annalisa, una vez liberados de la densa secuencia anterior, de las alucinógenos motivos de estudio de transporte melódico en el piano azotados por los latigazos de clústeres, es también el grito de placer del oyente que poco podía imaginar el destino de Annalisa que, de tan tímida, no permitía suponer semejante desmelene.

Agustí Fernández, Ramón López y Barry Guy (Foto: Caroline Forbes)

Los amantes de la música como confortable medicina de la previsión, devotos del control de las circunstancias, se sentirán desorientados con este disco. No todo el mundo espera lo extraordinario, lo inesperado y lo excepcional. Para poder disfrutar de esta grabación es preciso ser consciente de que nada es evidente. Que la belleza formal, melódica e íntima que proponen muchos de los temas de Agustí (como ya hiciera en El laberint de la memòria o en Azul junto a Ramón, también en anteriores entregas de este trío) no cae nunca en la evidencia, en el regodeo meloso ni en el subrayado de las emociones –como si se tratara de una acaramelada película de sábado por la tarde-, sino que aquí la belleza nunca es evidente o, mejor dicho, no se deja arrastrar por la evidencia. Sucede en el inicial A moment´s liberty (quién nos iba a decir que el minimalismo más absoluto de inicio podía hacer parada y fonda en el abismo desatado de unos trazos negros de viñetista que se frustra ante el vacío de una hoja en blanco o con balbuceantes primeros esbozos) y también en ese auténtico regalo que es El tesoro de la pianista jiennense Irene Aranda, fuego lento prendido con delicadeza y sostenido sin regodeos ni excesos lacrimales. Tan medido en su intensidad que, una vez escuchado, se precisa una pista consecuente de silencio. Pero no hay respiro ni cuando la música lo proclama: Breath sólo al final, cuando la tensión y el misterio tramado in crescendo con una insistencia semejante a la del Ligeti de la Musica Ricercata (claro que el desarrollo…), altera los sentidos lo justo para convertir la muerte de la música  en un bellísimo epitafio.Mil y un pequeños detalles para el oído atento y entregado a la gozosa labor de la escucha concentrada de la música que es capaz de bailar en Bielefeld breakout un delicioso vals de madrugada o convertir la Orangina de Albert Cirera (registrada en el reciente trabajo del Free Art Ensemble) en una especie de paseo por los cuadros de una exposición. Entre sala y sala temática, el paseante puede percibir las conexiones nerviosas de un cerebro excitado por lo visto en la anterior sala. Claro está que son interpretaciones que tienen más de sugestión que de criterio técnico pero, ya lo dijo Agustí, este trío “quizá no pueda ser descrito con palabras” ni a través de “meras matemáticas”. 

Cómo explicar la Algarabía que bien podría anunciar una fiesta flamenca y que termina proponiendo un alocado y complejo encaje de bolillos rítmico que, muy en el fondo, sigue utilizando la vieja fórmula de la llamada-respuesta. O cómo explicar sin sentirlo, sin poner todos los sentidos en ello, el maravilloso y bien medido rubato del pianista mallorquín que arrastra y que secundan con precisión y ligereza los magníficos Guy y López en Uma y otros de los ya mencionados con anterioridad. O el trance en el que entra el tema inicial cuando se cuela el Ramón en París de Azul con su momento de campana y suspensión del tiempo. O el efecto que produce la interpretación en trío de Joan i Joana (aquí cierra lo que en El laberint de la memòria abría) que, paradójicamente, genera una sensación de mayor intimidad que la del solo original (quizá inducida por el contraste con la inquietante improvisación que precede a la exposición temática… pero no sólo). O la cortante definición del perfil de cada nota en el sonido de Agustí; la capacidad de Ramón López para una actividad siempre presente, llena de ingenio en su nervio, pero nunca intrusiva (y qué preciosa intervención con la tabla en The ancients); la versatilidad de Barry Guy, quizá el contrabajista más completo del ámbito de la improvisación y con el sonido más… ¿cómo describirlo? ¿Cálido y envolvente con este instrumento? Se queda corto, máxime cuando él habla con el contrabajo de tantas maneras. Escúchenlo mejor ustedes mismos que Ferran Conangla, el técnico de sonido de la grabación, se lo sirve como siempre con una claridad cristalina. Dense el lujo de dejarse llevar durante casi hora y cuarto por un viaje que se inicia y muere calmo después de atravesar picos y valles de una belleza devastadora, de cruzar ríos de furia y océanos de serenidad, de avistar horizontes fascinantes antes de dar media vuelta para despertar del éxtasis por un nuevo sendero jamás asfaltado de antemano y en el que rara vez se ven turistas ni áreas de descanso con café de máquina; sólo viajeros, exploradores y nuevos caminos por recorrer. 

© Carlos Pérez Cruz

Publicado originalmente en la web de www.elclubdejazz.com

martes, octubre 29, 2013

Sheila Blanco, corazón negro.



Los separa, entona y no hay duda: su corazón tiene que ser como el abismo que se abre entre sus labios. Sabe vocalizar, ¡qué duda cabe!, pero lo más importante de Sheila Blanco no es lo que sabe ni el nítido perfil de cada sílaba. Lo importante, lo más hermoso, es que ese abismo bombea sin cesar. Eso sí, si ella fuera coro de ópera, no haría falta luminoso para descifrar las letras. Se le trasparentan las palabras.

Sheila Blanco es transparente Su pasión no sabe jugar al escondite. No puede ocultarse bajo el velo actoral que usa todo cantante. Actúa, claro, pero aunque tenga que defender una emoción y al minuto siguiente la contraria, no hay truco: detrás del velo es ella. Ni se percibe, es el brillo de su belleza natural. Sheila Blanco es auténtica.

Sheila Blanco es universal porque a su pasión le queda pequeña una casa. Ella canta y le llena de blues las venas al mundo, “es lo que hay”. Cambió las palabras del periodismo por letras de canciones y se dejó caer en los inhóspitos brazos de la música. Pura enajenación mental. Tranquiliza saber que no es transitoria. Sheila ha venido para quedarse. Lo suyo no tiene solución porque “es la conciencia llamando a tu puerta” la que le dijo: Sheila, “que tienes que crear, que has de aprovechar lo bien que se te da”. Y quien habla con su conciencia está perdido, through the light in the night.

“Qui-chí qui-chí qui-chí qui-chá”, gotas de notas le bailaban en la lengua. Sheila las abrazó en el albornoz de esa ‘Chica Blues’ de corazón negro y piel nieve. Cazadora blanca de historias, corazón negro capaz de bailar un tango. ¡Ah, ladrona!, cómo sabes dejarnos locos de atar.

Loco: Carlos Pérez Cruz

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