Moisés P. Sánchez, Toño
Miguel, Albert Vila y Borja Barrueta
© Iñaki Rodríguez
© Iñaki Rodríguez
A aquella mujer le resultaba inconcebible la idea de que tras un
solo se aplaudiera. Era el vivo retrato de la indignación:
“¡Pero si no se ha acabado la canción! No había visto esto
nunca. Qué tontos”, sentenciaba. Su estado etílico explicaba la
desinhibición crítica y el volumen en la expresión de sus
afirmaciones. Mientras, bailaba una música de la que yo no
infería especial incitación al baile, si acaso al movimiento de
la cabeza. Libre era ella, ¡por supuesto!, de encontrarle el
lado danzante a la música. Pasaba por ahí, la mujer. Era el
salón de un hotel y era probable que viniera de largas horas de
celebración de alguna boda, bautizo o funeral. Se encontró con
un concierto de jazz y descubrió – aunque no llegó a
comprenderlo – que en jazz existe un código de conducta que
premia los solos con aplausos. Por fortuna para mí – experto en
sentarme en el lugar equivocado – su presencia fue tardía, casi
al final del concierto.
Desvío probablemente el tiro si dedico a los aconteceres externos una atención similar a aquello que sucede en un escenario, pero la música no sólo es la conjunción de sonidos y su reparto en el tiempo y el espacio, sino también las circunstancias en las que se produce. Que uno pueda concentrarse en lo sustantivo en jazz es muchas veces una excepción. Alejado de los auditorios que incitan al silencio (otra cosa es que…), locales como el lounge de un hotel (mi segundo con jazz en cosa de un mes) parecen invitar a la incontinencia verbal de algunos. Aunque los algunos sean músicos escuchando a músicos (¡aquí hay noticia!), parece que es más importante comunicarse con el vecino y comentar la jugada - como si de un encuentro deportivo se tratara - que concentrar la atención en lo verdaderamente relevante: la escucha. Estoy a punto de lanzar la toalla y levantar la bandera blanca. Nuestra sociedad desprecia la concentración tanto como el silencio. Recuerden que ya hay quien twittea los conciertos.
Desvío probablemente el tiro si dedico a los aconteceres externos una atención similar a aquello que sucede en un escenario, pero la música no sólo es la conjunción de sonidos y su reparto en el tiempo y el espacio, sino también las circunstancias en las que se produce. Que uno pueda concentrarse en lo sustantivo en jazz es muchas veces una excepción. Alejado de los auditorios que incitan al silencio (otra cosa es que…), locales como el lounge de un hotel (mi segundo con jazz en cosa de un mes) parecen invitar a la incontinencia verbal de algunos. Aunque los algunos sean músicos escuchando a músicos (¡aquí hay noticia!), parece que es más importante comunicarse con el vecino y comentar la jugada - como si de un encuentro deportivo se tratara - que concentrar la atención en lo verdaderamente relevante: la escucha. Estoy a punto de lanzar la toalla y levantar la bandera blanca. Nuestra sociedad desprecia la concentración tanto como el silencio. Recuerden que ya hay quien twittea los conciertos.
© Iñaki Rodríguez
El concierto partía con un déficit: que un pianista se vea
abocado a sustituir piano por teclado eléctrico es… lo que hay.
Para el intérprete es una limitación, para el oyente una
invitación a la abstracción, a la imaginación de cómo podría
haber sido en caso de haber contado con el instrumento debido,
no con un sucedáneo (con todos los respetos para el espléndido
teclado de Diego Izco, coordinador del evento). Así todas las
intervenciones de Moisés P. Sánchez fueron acompañados de un
mental ¡Mi vida por un
piano! Y sobre todo por una pregunta: ¿de qué habría sido
capaz en caso de tener uno? Porque cada intervención de Moisés
levanta la ceja admirativa ante la impresión que genera una
técnica tan depurada al servicio da una creatividad en constante
reinvención. Las composiciones de Albert Vila se transformaban;
literalmente, volaban en el teclado de Moisés. Composiciones con
fuerte identidad melódica que se intuían complejas en su
estructura, llenas de intrincados cambios de tempo; compases
irregulares que obligan al músico a una concentración extrema
para dar el golpe o el apoyo armónico donde corresponde; temas
donde se trabajan motivos y tempos en paralelo. Música en
permanente mutación con una estructura, no obstante, semejante
en la mayoría de casos, con la idea de un
in crescendo hacia el
clímax central a partir de tempos medios, muchas veces doblados
durante los solos (especialmente en los de Moisés y gracias
también a la habilidad de Borja Barrueta). En varios casos,
intervenciones solistas (del contrabajo, por ejemplo) o breves
interludios servían de transición entre partituras. En un
momento dado pareció libremente improvisada, esencialmente
atmosférica. Faltó en ella la misma convicción y credibilidad
que pusieron en la música cifrada. No pasó de un apunte
colorista que rozó el poste del cliché.
Es legítimo preguntarse hasta qué punto la complejidad estructural deviene en ejercicio de placer artístico para el ejecutante, no tanto para el oyente. Sin embargo la respuesta la tenía Moisés, capaz de aligerar con un asombroso sentido del swing la densidad reinante. Si el galimatías pasa desapercibido, no hay pregunta. Y cada entrada del pianista (perdón, teclista) iluminaba la noche, acompañado por la evidente complicidad de un trío con el que lleva trabajando más de diez años. Lo paradójico es que el autor de la música, el guitarrista Albert Vila, fuera el elemento extraño. A él le corresponde el reto de descifrar los automatismos del trío y, de paso, crear nuevos para el cuarteto. Están por llegar, y que sea así es algo que pertenece a la lógica, no a demérito alguno. En el Norte sabemos lo difícil que es ser acogido por una cuadrilla de amigos de toda la vida. Hay mucho sobreentendido, que para el nuevo no es tal. Así que el reto es interesante para Vila, cuyas composiciones se tornaban otras cuando el trío se hacía con ellas.
Los hay que se manifestaron sorprendidos por la interacción entre los cuatro. Mi sorpresa es que eso sorprenda. Aunque todo es posible en este mundo de híper-egos. Una cosa es destacar dentro del grupo y otra bien distinta que eso vaya en detrimento del colectivo. Y aquí había grupo (con el normal desequilibrio de fuerzas ya comentado). Y había individualidades, con la muy sobresaliente de Moisés P. Sánchez, cuyo talento parece ilimitado. Su mano derecha es espléndida; veloz, pero con sentido de la medida. En sus solos se equilibraba la exuberancia con la sutileza de matices extremos y con recursos estéticos de una formación clásica aplicada con ingenio al discurso de jazz. Que a la derecha se le sumara la izquierda, fue todo un lujo. Como lo fue comprobar cómo la actividad física delataba la implicación emocional de Borja Barrueta, siempre exigido por la frenética actividad de cambios rítmicos de la música a la que él mismo aportaba una feliz riqueza de golpes que eran el nervio de la música.
La actuación, con los condicionantes ya mencionados, sirvió para constatar una vez más que existe una desconexión entre la calidad y solidez de las propuestas de algunos jazzistas de nuestro país (por fortuna no son pocos, aunque tampoco sobren) y las posibilidades de desarrollo y exposición de las mismas. Un subterráneo creativo que fluye al margen de la vida oficial de la superficie. Arriba se lo pierden.
Es legítimo preguntarse hasta qué punto la complejidad estructural deviene en ejercicio de placer artístico para el ejecutante, no tanto para el oyente. Sin embargo la respuesta la tenía Moisés, capaz de aligerar con un asombroso sentido del swing la densidad reinante. Si el galimatías pasa desapercibido, no hay pregunta. Y cada entrada del pianista (perdón, teclista) iluminaba la noche, acompañado por la evidente complicidad de un trío con el que lleva trabajando más de diez años. Lo paradójico es que el autor de la música, el guitarrista Albert Vila, fuera el elemento extraño. A él le corresponde el reto de descifrar los automatismos del trío y, de paso, crear nuevos para el cuarteto. Están por llegar, y que sea así es algo que pertenece a la lógica, no a demérito alguno. En el Norte sabemos lo difícil que es ser acogido por una cuadrilla de amigos de toda la vida. Hay mucho sobreentendido, que para el nuevo no es tal. Así que el reto es interesante para Vila, cuyas composiciones se tornaban otras cuando el trío se hacía con ellas.
Los hay que se manifestaron sorprendidos por la interacción entre los cuatro. Mi sorpresa es que eso sorprenda. Aunque todo es posible en este mundo de híper-egos. Una cosa es destacar dentro del grupo y otra bien distinta que eso vaya en detrimento del colectivo. Y aquí había grupo (con el normal desequilibrio de fuerzas ya comentado). Y había individualidades, con la muy sobresaliente de Moisés P. Sánchez, cuyo talento parece ilimitado. Su mano derecha es espléndida; veloz, pero con sentido de la medida. En sus solos se equilibraba la exuberancia con la sutileza de matices extremos y con recursos estéticos de una formación clásica aplicada con ingenio al discurso de jazz. Que a la derecha se le sumara la izquierda, fue todo un lujo. Como lo fue comprobar cómo la actividad física delataba la implicación emocional de Borja Barrueta, siempre exigido por la frenética actividad de cambios rítmicos de la música a la que él mismo aportaba una feliz riqueza de golpes que eran el nervio de la música.
La actuación, con los condicionantes ya mencionados, sirvió para constatar una vez más que existe una desconexión entre la calidad y solidez de las propuestas de algunos jazzistas de nuestro país (por fortuna no son pocos, aunque tampoco sobren) y las posibilidades de desarrollo y exposición de las mismas. Un subterráneo creativo que fluye al margen de la vida oficial de la superficie. Arriba se lo pierden.
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