La vida es eterna en cinco minutos. ¡Qué razón, Víctor Jara! Cinco minutos te hacen florecer. Cuando los alrededores marchitan la vida, cuando la lluvia es ácida - esa galería oscura, oscura, este hundirse sin hundirse, que decía Alejandra Pizarnik –, los cinco minutos (eso dura para la eternidad un concierto) pueden dejarle a uno dibujada la sonrisa ancha. Es poesía la de quien desde un escenario te transporta a la eternidad durante un ratito.
La eternidad resguarda la poesía de Alejandra Pizarnik y el austriaco Christof Kurzmann se abonó a ella como quien encuentra refugio y consuelo íntimo en la inquietud de unas palabras que, sin embargo, apaciguan. Puede que sea la hipnosis a la que induce la voz de Kurzmann la que logre domar el dolor de la poeta y convertir su miedo en la más hermosa de las certidumbres.
Produce cierta congoja la presentación de un proyecto llamado ‘El infierno musical’ en un centro cultural que se denomina ‘El matadero’. Más si cabe cuando en el clavijero de la viola da gamba de Eva Reiter está tallada la cabeza de una cabra, diabólica terminación que es casi idéntica a la que nos observa desde la fachada exterior del auditorio del centro. No se llama Matadero por casualidad. Por fortuna, ahora los gritos son, como mucho, de placer, no de espanto.
Eva Reiter y su viola da gamba (y detalle de la fachada de 'El Matadero')
© www.elclubdejazz.com (sobre la foto de Eva Reiter)
El quinteto - que transforma la palabra en música e integra la
poesía en su métrica instrumental –replicó de principio a fin, y
en el mismo orden, la totalidad de lo
escuchado en disco. El
proyecto maneja unas estructuras predeterminadas sobre el papel
por Christof, por lo que hay una parte de reproducción, tanto en
la obligada lectura de la partitura para los instrumentistas
como en la puesta en marcha de los audios creados de antemano
por Kurzmann con su ordenador. Es, en ese sentido, un proyecto
estudiado y meditado en el que, aunque en él figure una figura
imprescindible de la música improvisada como Ken Vandermark, y
habituales como Clayton Thomas, la esencia está en el trabajo
previo del músico austriaco. Sin obviar que contiene espacios
para la improvisación y que estos se expresan tanto en clave de
jazz de contundencia roquera (una de las caras reconocibles en
la música de Vandermark) como de exploración libre, de
intercambio sobre el silencio, de expresión visceral como
contraste al tono contenido, íntimo, del universo que Kurzmann
ha creado para Pizarnik.
Christof Kurzmann canta y recita la poesía de Pizarnik
© Jesús Moreno
Además
de comprobar que la voz que dialoga en
Cold in hand blues con
Kurzmann es la de Eva Reiter (en el disco no figura que sea
ella), algunos detalles complementaron visualmente la
información auditiva de la grabación. Así, por ejemplo, el
baterista (y vibrafonista) Martin Brandlmayr dibuja su precisión
con unos movimientos en los que cuenta también el golpe que no
se da, el espacio que se respira. Se mueve como si de un
autómata se tratara y, sin embargo, tan libre y selectivo en el
golpe y en lo golpeado.
Martin Brandlmayr
© Jesús Moreno
Una lección de escucha, de selección del
momento, de trabajo sobre los espacios y ritmos, ya sea
generando efectos con el arco de un contrabajo en el filo de los
platos y del vibráfono o baqueteando pequeños platillos sobre la
caja. Clayton Thomas convierte su contrabajo en percusión
también en muchos momentos, especialmente en el extraordinario
intercambio con Brandlmayr que mantuvo para generar el pulso de
Cold in hand blues,
donde Kurzmann usó el saxo antes de entablar conversación con
Eva. La sensualidad de su bis a bis se transmuta en un carnoso
(pero terso) blues en el saxo de Vandermark, que complementa y
retoma el lenguaje hablado por Kurzmann y Reiter. La rítmica de
la poesía y su expresión musical tienen en este tema un ejemplo
paradigmático.
Eva Reiter
© Jesús Moreno
Eva Reiter explora el lado efectista de la viola da gamba
(incluida la destrucción frotada sobre las cuerdas de un corcho
blanco), se esfuerza por hacer sonar la inmensa flauta
contrabajo (su dimensión apenas se corresponde con la
emisión; sutileza de terciopelo), con el que ofrece un
contrapunto tribal, primitivo - a una música siempre moderna
pero con un excitante pie en la caverna humana -, y se convierte
en una roquera impenitente distorsionando el sonido de un dan bao
(instrumento tradicional de Vietnam; básicamente un mástil
con una única cuerda) que electrifica cual guitarra eléctrica.
Y, sobre todo, se lo pasa de rechupete escuchando la interacción
de sus compañeros, los estallidos más vehementes de Ken
Vandermark o las insinuaciones expresivas de Clayton Thomas.
Clayton Thomas
© Jesús Moreno
Suena
la sirena, de vuelta al trabajo. Pero,
por fortuna, como dije al empezar,
la vida es eterna en cinco
minutos. Ni a cinco llegó la eternidad de ese bis sorpresa
en el que Kurzmann hizo nana la emocionante y dolorosa historia
de la pérdida de Manuel.
Te recuerdo Amanda, el regalo que Víctor Jara nos hizo en
1969 (cuatro años después sería asesinado por los matones de
Pinochet) y el que nos hizo Kurzmann la noche del 15 de mayo,
poco antes de que sonara la sirena de las doce de la noche y se
rompiera el hechizo del vals que nos mecía. Aunque ni la más
agresiva de las sirenas logrará borrar la sonrisa de felicidad
de uno de los solos más sencillos y emotivos que servidor
recuerda con un clarinete. Gracias Ken. Qué sencillo es lo
hermoso, por complicado que parezca.
El reloj de Ken Vandermark marca las 12. ¿Fin del hechizo?
© Jesús Moreno
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