Tuve la ocasión de trabajar con él en varias ocasiones y murió hace apenas unos días. Creo que es la primera vez que alguien con quien haya compartido más que un encuentro fugaz muere. Dormitaba tras una noche demasiado corta y de mal sueño cuando el teléfono irrumpió en mi duermevela y una voz me informó. No me sorprendió, quizá porque ese estado mental en el que uno todavía no ha amanecido a la consciencia, ese dulce estar entre dos mundos, sólo lo puede quebrar de golpe una noticia que afecte de forma tajante o un ruido agresivo (me cuido de seleccionar los tonos más delicados del teléfono). Además las dos últimas ocasiones en que lo había visto (y hacía ya tiempo desde las anteriores) me pareció que no tenía muy buen aspecto.
Una vez concluyó la conversación telefónica mi memoria fue selectiva y recordó un momento de nuestra convivencia. No fue fácil, en ningún momento de nuestro tiempo juntos fue una relación sencilla ni fluida. Creo que ya desde el momento en que aterricé en el ámbito profesional en el que habríamos de ser parte de un equipo no se sintió cómodo con mi presencia que, por mi edad tan joven, debió de intuir manejable y sumisa. No lo era. Reaccionó mal y me obligó afrontar mi primera gran tensión laboral profesional cuando se quejó de mi comportamiento. Por fortuna la cosa no fue a mayores y la dirección, seguramente conocedora de su carácter, no dio mayor crédito a la queja y no tuvo mayores consecuencias. Por mi parte procuré que nuestra relación, que iba a ser por necesidad intensa durante varios días, fuera buena y cordial. Creo que eso le descolocó y determinó la naturaleza de nuestros encuentros a partir de entonces.
Nunca supe demasiado de él. Trabajaba en algo que detestaba pero buscaba en ello rincones en los que satisfacer sus aficiones. En alguna ocasión me habló de su vida privada, de su intimidad, que se adivinaba complicada y de la que se protegía mediante la ironía. Una ironía inquieta, como si desconfiara de los demás tanto como de sí mismo. Parecía limitarse a sobrevivir, a salir adelante de cualquier manera, renunciando incluso a la ética del buen profesional, adulando a quien no lo merecía sin pudor y con plena conciencia.
Todo vale en la jungla de la pervivencia. Esa fue la gran enseñanza que me transmitió esa noche que mi memoria rescata de inmediato tras colgar el teléfono. Las palabras exactas con las que definió esa máxima me han acompañado desde entonces como ejemplo de aquello que no quiero ser bajo ningún concepto y como muestra del tipo de trabas con las que el rigor o la honestidad se enfrentan a diario. La suya fue una lección importante para mi desarrollo personal y profesional. Ya sólo por esas palabras, por su agria lección a un joven todavía poco hecho, siento su muerte.
Una vez concluyó la conversación telefónica mi memoria fue selectiva y recordó un momento de nuestra convivencia. No fue fácil, en ningún momento de nuestro tiempo juntos fue una relación sencilla ni fluida. Creo que ya desde el momento en que aterricé en el ámbito profesional en el que habríamos de ser parte de un equipo no se sintió cómodo con mi presencia que, por mi edad tan joven, debió de intuir manejable y sumisa. No lo era. Reaccionó mal y me obligó afrontar mi primera gran tensión laboral profesional cuando se quejó de mi comportamiento. Por fortuna la cosa no fue a mayores y la dirección, seguramente conocedora de su carácter, no dio mayor crédito a la queja y no tuvo mayores consecuencias. Por mi parte procuré que nuestra relación, que iba a ser por necesidad intensa durante varios días, fuera buena y cordial. Creo que eso le descolocó y determinó la naturaleza de nuestros encuentros a partir de entonces.
Nunca supe demasiado de él. Trabajaba en algo que detestaba pero buscaba en ello rincones en los que satisfacer sus aficiones. En alguna ocasión me habló de su vida privada, de su intimidad, que se adivinaba complicada y de la que se protegía mediante la ironía. Una ironía inquieta, como si desconfiara de los demás tanto como de sí mismo. Parecía limitarse a sobrevivir, a salir adelante de cualquier manera, renunciando incluso a la ética del buen profesional, adulando a quien no lo merecía sin pudor y con plena conciencia.
Todo vale en la jungla de la pervivencia. Esa fue la gran enseñanza que me transmitió esa noche que mi memoria rescata de inmediato tras colgar el teléfono. Las palabras exactas con las que definió esa máxima me han acompañado desde entonces como ejemplo de aquello que no quiero ser bajo ningún concepto y como muestra del tipo de trabas con las que el rigor o la honestidad se enfrentan a diario. La suya fue una lección importante para mi desarrollo personal y profesional. Ya sólo por esas palabras, por su agria lección a un joven todavía poco hecho, siento su muerte.
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