¿Por qué desapareció John Lurie? Esa es la pregunta que se hacía el periodista Tad Friend en un artículo publicado el pasado 16 de agosto en The New Yorker titulado Sleeping with weapons (Durmiendo con armas). Parece ser que, en efecto, John Lurie hace uso de la segunda enmienda de la Constitución USAmericana y posee un arsenal doméstico de primer orden que incluye botes de pimienta, bates de beisbol, catanas ninja y otros artilugios que, con un poco de imaginación, pueden servir para algo más que para su uso original. Según el baterista Calvin Weston: tiene armas cada pocos pasos.
¿De qué o quién se protege John Lurie? Es una pregunta legítima si uno tiene previsto visitar un domicilio con semejante despliegue armado. Claro que, dado que es bastante improbable que eso suceda, la primera que se le vendrá a la cabeza a unos cuantos lectores es: ¿Quién es John Lurie? Para empezar Lurie es un tipo nacido en Minneapolis en 1952 y que creció en Worcester. Me siento agradecido por mi esqueleto, mi cerebro y por el sol, escribió en un ejercicio escolar. Más tarde se dedicó a colorear las respuestas del test de aptitud (fundamental para el acceso a los estudios superiores) y se decantó por la música. Tocaba el saxo hasta que le sangraban los labios (lo cual imagino que no es ni envidiable, ni saludable, ni, por otro lado, necesario para manejar el instrumento pero…). En 1978 se instaló en un apartamento en Manhattan; vivía gracias a la ayuda económica del gobierno por una supuesta invalidez psicológica (decía oír voces que lo llamaban por su nombre). Ese apartamento lo frecuentaban especímenes del Nueva York más variopinto, desde drag queens hasta tipos con cuchillos entre los dientes (según declara su vecina entonces Rebecca Wright) y Lurie se bañaba en su cocina (sic) y tocaba el saxo en calzoncillos (de ahí, imagino, la desnuda sonoridad de su saxo). Tan sólo un año después de su llegada a Nueva York formó el grupo que le dio fama musical: The Lounge Lizards.
The Lounge Lizards (de primeras un quinteto) fue un grupo que parodiaba los usos y maneras del Jazz (vestían trajes de segunda mano como parte de una pose irónica), con maneras Punk, transgresoras, pero, a pesar de lo paródico, de un Jazz muy serio a la par que festivo. En 1981 publicaron el primer disco, un trabajo de título homónimo en el que a los originales de Lurie sumaron dos versiones descacharrantes de música de Monk además del clásico Harlem Nocturne de Earle Hagen. Su discografía la conforman nueve grabaciones entre 1981 y 1998, cuatro de estudio y cinco directos. En el sonido Lounge Lizards confluyen, a través del Jazz, Rock, Punk, Blues, Música africana, circense, cabaretera… A él han contribuido con los años músicos como los guitarristas Marc Ribot y Arto Lindsay, los MMW John Medeski (teclados) y Billy Martin (batería) o el trompetista Steven Bernstein de entre la treintena aproximadamente de instrumentistas que han pasado en uno u otro momento por la banda. Sólo con artistas irreverentes como estos, muchos de ellos primeras figuras del avant garde neoyorquino, es concebible una formación tan alocada con, además, una evidente solidez musical detrás. El grupo tuvo una buena acogida, especialmente en Europa y Japón, aunque no se puede perder de perspectiva que, al hablar de la música que hablamos, apenas vendían unos miles de discos. Evan Lurie - hermano de John y miembro fundador de los Lizards – sospecha que John nunca entendió por qué el grupo no tenía muchos más seguidores: No creo que John entienda incluso esto, que la música de The Lounge Lizards nunca iba a sonar en la radio. Es demasiado cacofónica, demasiado exigente, demasiado etérea, demasiado… cientos de cosas. Pero, como era tan sincera, John nunca pudo entender por qué no todo el mundo la abrazaba. Aun así, ¿disfrutaba John Lurie con su banda? En el escenario sus compañeros lo describen feliz pero después de los conciertos, relata su amigo Stephen Torton, se encerraba en la habitación para revisar algún arreglo, se lamentaba (incluso antes de que hubiera algún motivo para ello) mientras bajo el balcón del hotel de cualquier lugar del mundo en el que tocaran las chicas gritaban (según Torton, claro). El alocado Lurie era, a su vez, un obseso de la perfección.
Tad Friend – autor del artículo para The New Yorker – asegura que entre 1984 y 1989 todo el mundo en el downtown de Nueva York quería ser John Lurie, acostarse con él o golpearle la cara. A su éxito con los Lounge Lizards hay que sumar sus frecuentes colaboraciones con el cineasta Jim Jarmusch (actor en Stranger than Paradise en 1983 o en Down by law en 1986) además de sus primeros pinitos como pintor (de él son algunas portadas de discos). Y, sobre todo, son los años de su “reino” que abarcaba entre la calle 14 y Canal. Él era el hombre, dice Friend. Años de drogas, mujeres y una vida bohemia que continuó en los noventa con otra de sus grandes (y excéntricas) creaciones: la serie Fishing with John, seis programas televisivos en los que se fue de pesca con Jim Jarmusch, Tom Waits, Matt Dillon, Willem Dafoe y Dennis Hopper. Las experiencias vividas o el tratamiento dado en el programa a alguno de los invitados hizo que se ganara su enemistad (aparentemente se rompió su relación con Tom Waits y Matt Dillon).
Lurie culminó la década de los noventa con un nuevo golpe de genialidad y travesura: Marvin Pontiac. O lo que es lo mismo, se inventó un músico que jamás existió. Pontiac tenía incluso una biografía que situaba su nacimiento en Detroit en 1932, hijo de un maliense y una neoyorquina. Tras unos años en Bamako volvió a Chicago donde recibió una paliza del bluesman Little Walter que lo acusó de copiar su estilo como armonicista y… En fin, una larga historia que culminó con su muerte en junio de 1977 atropellado por un autobús después de pasar por el psiquiátrico, haber sido secuestrado por alienígenas y contar con fieles e ilustres seguidores como el pintor Jackson Pollack o los cantantes David Bowie, Leonard Cohen o Iggy Pop. Lurie “recuperó” grabaciones de Pontiac de los años cincuenta y sesenta para su propio sello discográfico: Strange and Beautiful.
Y después, ¿qué? Después de la publicación de The legendary Marvin Pontiac nada más en su carrera musical. En 2001 dejó de tocar el saxo y entró en su década terrible. Esos son los años que centran el artículo de Tad Friend en The New Yorker, los que nos muestran a un Lurie enfermo, recluido, paranoico y en fuga que, sin embargo, comienza a triunfar en la pintura. La pintura como salvación para un hombre enfermo cuyo primer episodio de enfermedad manifiesta tuvo lugar en 2002 en un restaurante – acababa de rodar unas escenas para la serie Oz de la HBO – cuando, de pronto, el mundo empezó a darle vueltas y perdió la movilidad. En días sucesivos los síntomas fueron de intolerancia a la luz y molestias ocasionadas por el ruido, reacción de la piel a los limpiadores y falta de fuerza en su mano izquierda. Fue diagnosticado, entre otras cosas, de esclerosis múltiple, epilepsia y de Síndrome de taquicardia ortostática. Lurie creyó padecer la enfermedad de Lyme, una enfermedad crónica discutida entre la propia comunidad médica (según refleja Friend). Como consecuencia de ello dejó de tocar el instrumento y durante años apenas salió de su apartamento. Se concentró en pintar y en escribir sus memorias (de las que, de momento, no hay noticia) y empezó a ganar un buen dinero con sus pinturas. Eso sí, la mayor parte de su tiempo lo pasaba tumbado en el sofá, fumando y quejándose al menor ruido. Perdidas muchas de sus amistades (según él sólo le quedaban Flea – bajista de Red Hot Chili Peppers – y el actor Steve Buscemi de entre sus amigos artistas) otro pintor, John Perry, se convirtió en su amigo más íntimo.
La relación con John Perry - un pintor de retratos y naturalezas muertas que trabajaba de ayudante de obra o profesor sustituto cuando las necesidades económicas apremiaban - se convirtió en un pilar para Lurie. Se conocían de principios de los años noventa, cuando compartían partidas de póker y nocturnos partidos de baloncesto con lo mejor de cada casa (porteros y mánager de clubes, traficantes de droga…). Perry pasaba horas y horas en casa de Lurie, le enseñó algunas técnicas pictóricas con óleo, le ayudó con su nuevo ordenador Apple, le cortaba el pelo, jugaban partidas de cartas… Pero Perry tenía también un lado violento, de reacciones impulsivas, y fue detenido en varias ocasiones (por trifulcas relacionadas con las drogas o, en 2008, por impedir, esgrimiendo un bate de béisbol, que dos policías fuera de servicio pudieran ver un apartamento vacío en su edificio). Por mucho que conozca ese lado violento, la acumulación de “armas” defensivas (como los anteriormente citados bote de pimienta o bate de béisbol) y su fuga de Nueva York con temporadas en la isla de Granada, en el Big Sur de California, en una población del oeste de Turquía o, más recientemente, en Palm Springs (California) nos muestran a un Lurie un tanto paranoico. ¿Qué sucedió entre Perry y Lurie?
El retrato que Tad Friend hace de los avatares de la relación entre ambos en su extenso artículo está lleno de capítulos íntimos que transmiten una considerable inestabilidad y adolescencia emocional en ambos; de dependencia a la vez que de repelencia, de genialidad creativa en contraste con la fragilidad obsesiva de sus personalidades y, sobre todo, la descripción de una relación que bien podría ser la de una mal avenida y celosa pareja de amantes. Es un retrato lleno de datos que, en opinión de quien esto escribe, traspasan en ocasiones los límites de la necesaria privacidad de la vida de cualquiera (aunque entiendo que tanto Perry como Lurie son partícipes y conocedores del artículo). No es mi propósito enumerar cada batalla, insulto, petición de perdón, llamada a deshoras o mensaje público de Internet subido de tono entre ellos pero sí reflejar el que parece ser uno de los capítulos fundamentales para entender la ruptura de su relación y el nacimiento de la paranoia de John Lurie. Y es que, al igual que Lurie había rodado su particular Fishing with John con el “sólido” argumento de unas jornadas de pesca compartidas con las celebridades antes mencionadas, Perry tenía también su idea de serie televisiva con el título de The drawing show (El show del dibujo) cuyo propósito básico era que el espectador viera el proceso de creación de un retrato y la reacción posterior del retratado. El primero, quien se prestó para el programa piloto, fue John Lurie. Cuando estaban en ello – rodando en el apartamento que un amigo de Perry le había cedido por una noche – y después de una serie de comentarios graciosetes de Lurie que molestaron a Perry (¿Por qué tengo la sensación de que me estás dibujando una nariz de cerdo?), sin terminar la grabación, antes de enfrentarse a su retrato, John Lurie abandonó el estudio. Perry, abatido por la imposibilidad de haber podido terminar su programa piloto, recibió al poco una llamada telefónica: era Lurie desde el vestíbulo. Se había desplomado y necesitaba ayuda. Bajó corriendo a socorrerle y fue entonces cuando Lurie dijo ver en Perry una mirada intensa, perdida y como de un niño de su amigo. Más tarde pensó que en ese momento él decidió que me iba a matar. A su vez Perry encontró pronto motivos para, cuando menos, alterarse más de lo que ya estaba: descubrió que Lurie había comprado un combate de boxeo en la televisión por cable esa misma noche. ¿Se habría marchado del rodaje para llegar a tiempo al combate? ¿Realmente se había puesto enfermo? (Llegó a llamar al canal televisivo para descubrir cuántos minutos del combate había visto Lurie). La obsesión del uno por el otro era ya inevitable, hasta el punto de que todos los capítulos posteriores dan forma a un culebrón que – este sí – cumpliría con todos los cánones del éxito para atraer a una audiencia televisiva sedienta de cotilleos. Un culebrón de amor y desamor, insultos y amenazas (con denuncias a la policía incluidas), aderezado con los escenarios exóticos de la fuga de Lurie (después reconocería que de no haber sido por todo esto nunca habría visto las ballenas en el Big Sur californiano).
Llegados a este punto, y dejando de lado la alocada vida privada de ambos, la pregunta que muchos aficionados a la música de Lurie y de The Lounge Lizards nos hacemos es: ¿volverá a tocar el saxo? El artículo de Tad Friend termina como sigue: Después de no haber tocado sus saxos desde 2001, Lurie los ha reparado recientemente y, en los buenos días, piensa en volver a casa y estudiar para poner sus labios en forma de nuevo. “Juntar una nueva banda e ir de gira… no sé”, dijo. “Demasiado estrés y nunca más estaré lo suficientemente protegido como para tratar con la gente. Probablemente tocaré sólo en la calle. Hay un lugar en Astor Place, junto a donde está el cubo, entre Broadway y Lafayette, en el que el sonido del saxo es increíble hacia las seis en punto”.
Así que la respuesta a la pregunta de si volveremos a escuchar a John Lurie haciendo música – al menos fuera de Astor Place – no tiene respuesta por ahora. Dado el historial de este genio con el que tan difícil parece convivir (y que difícilmente parece soportarse a sí mismo) cualquier cosa es posible. Muerto Marvin Pontiac y desaparecidos los Lounge Lizards sólo queda esperar que de esos soplidos a las seis en punto en Astor Place surja otro artista de pasado hilarante capaz de seducir a otros genios dispuestos a dejarse embaucar… y de paso a unos miles de aficionados. ¡No a más! Entonces la música, quizá, dejaría de ser honesta.
© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente aquí.
El artículo original de Tad Friend para The New Yorker se puede consultar en el siguiente enlace (previo pago).
¿De qué o quién se protege John Lurie? Es una pregunta legítima si uno tiene previsto visitar un domicilio con semejante despliegue armado. Claro que, dado que es bastante improbable que eso suceda, la primera que se le vendrá a la cabeza a unos cuantos lectores es: ¿Quién es John Lurie? Para empezar Lurie es un tipo nacido en Minneapolis en 1952 y que creció en Worcester. Me siento agradecido por mi esqueleto, mi cerebro y por el sol, escribió en un ejercicio escolar. Más tarde se dedicó a colorear las respuestas del test de aptitud (fundamental para el acceso a los estudios superiores) y se decantó por la música. Tocaba el saxo hasta que le sangraban los labios (lo cual imagino que no es ni envidiable, ni saludable, ni, por otro lado, necesario para manejar el instrumento pero…). En 1978 se instaló en un apartamento en Manhattan; vivía gracias a la ayuda económica del gobierno por una supuesta invalidez psicológica (decía oír voces que lo llamaban por su nombre). Ese apartamento lo frecuentaban especímenes del Nueva York más variopinto, desde drag queens hasta tipos con cuchillos entre los dientes (según declara su vecina entonces Rebecca Wright) y Lurie se bañaba en su cocina (sic) y tocaba el saxo en calzoncillos (de ahí, imagino, la desnuda sonoridad de su saxo). Tan sólo un año después de su llegada a Nueva York formó el grupo que le dio fama musical: The Lounge Lizards.
The Lounge Lizards (de primeras un quinteto) fue un grupo que parodiaba los usos y maneras del Jazz (vestían trajes de segunda mano como parte de una pose irónica), con maneras Punk, transgresoras, pero, a pesar de lo paródico, de un Jazz muy serio a la par que festivo. En 1981 publicaron el primer disco, un trabajo de título homónimo en el que a los originales de Lurie sumaron dos versiones descacharrantes de música de Monk además del clásico Harlem Nocturne de Earle Hagen. Su discografía la conforman nueve grabaciones entre 1981 y 1998, cuatro de estudio y cinco directos. En el sonido Lounge Lizards confluyen, a través del Jazz, Rock, Punk, Blues, Música africana, circense, cabaretera… A él han contribuido con los años músicos como los guitarristas Marc Ribot y Arto Lindsay, los MMW John Medeski (teclados) y Billy Martin (batería) o el trompetista Steven Bernstein de entre la treintena aproximadamente de instrumentistas que han pasado en uno u otro momento por la banda. Sólo con artistas irreverentes como estos, muchos de ellos primeras figuras del avant garde neoyorquino, es concebible una formación tan alocada con, además, una evidente solidez musical detrás. El grupo tuvo una buena acogida, especialmente en Europa y Japón, aunque no se puede perder de perspectiva que, al hablar de la música que hablamos, apenas vendían unos miles de discos. Evan Lurie - hermano de John y miembro fundador de los Lizards – sospecha que John nunca entendió por qué el grupo no tenía muchos más seguidores: No creo que John entienda incluso esto, que la música de The Lounge Lizards nunca iba a sonar en la radio. Es demasiado cacofónica, demasiado exigente, demasiado etérea, demasiado… cientos de cosas. Pero, como era tan sincera, John nunca pudo entender por qué no todo el mundo la abrazaba. Aun así, ¿disfrutaba John Lurie con su banda? En el escenario sus compañeros lo describen feliz pero después de los conciertos, relata su amigo Stephen Torton, se encerraba en la habitación para revisar algún arreglo, se lamentaba (incluso antes de que hubiera algún motivo para ello) mientras bajo el balcón del hotel de cualquier lugar del mundo en el que tocaran las chicas gritaban (según Torton, claro). El alocado Lurie era, a su vez, un obseso de la perfección.
Tad Friend – autor del artículo para The New Yorker – asegura que entre 1984 y 1989 todo el mundo en el downtown de Nueva York quería ser John Lurie, acostarse con él o golpearle la cara. A su éxito con los Lounge Lizards hay que sumar sus frecuentes colaboraciones con el cineasta Jim Jarmusch (actor en Stranger than Paradise en 1983 o en Down by law en 1986) además de sus primeros pinitos como pintor (de él son algunas portadas de discos). Y, sobre todo, son los años de su “reino” que abarcaba entre la calle 14 y Canal. Él era el hombre, dice Friend. Años de drogas, mujeres y una vida bohemia que continuó en los noventa con otra de sus grandes (y excéntricas) creaciones: la serie Fishing with John, seis programas televisivos en los que se fue de pesca con Jim Jarmusch, Tom Waits, Matt Dillon, Willem Dafoe y Dennis Hopper. Las experiencias vividas o el tratamiento dado en el programa a alguno de los invitados hizo que se ganara su enemistad (aparentemente se rompió su relación con Tom Waits y Matt Dillon).
Lurie culminó la década de los noventa con un nuevo golpe de genialidad y travesura: Marvin Pontiac. O lo que es lo mismo, se inventó un músico que jamás existió. Pontiac tenía incluso una biografía que situaba su nacimiento en Detroit en 1932, hijo de un maliense y una neoyorquina. Tras unos años en Bamako volvió a Chicago donde recibió una paliza del bluesman Little Walter que lo acusó de copiar su estilo como armonicista y… En fin, una larga historia que culminó con su muerte en junio de 1977 atropellado por un autobús después de pasar por el psiquiátrico, haber sido secuestrado por alienígenas y contar con fieles e ilustres seguidores como el pintor Jackson Pollack o los cantantes David Bowie, Leonard Cohen o Iggy Pop. Lurie “recuperó” grabaciones de Pontiac de los años cincuenta y sesenta para su propio sello discográfico: Strange and Beautiful.
Y después, ¿qué? Después de la publicación de The legendary Marvin Pontiac nada más en su carrera musical. En 2001 dejó de tocar el saxo y entró en su década terrible. Esos son los años que centran el artículo de Tad Friend en The New Yorker, los que nos muestran a un Lurie enfermo, recluido, paranoico y en fuga que, sin embargo, comienza a triunfar en la pintura. La pintura como salvación para un hombre enfermo cuyo primer episodio de enfermedad manifiesta tuvo lugar en 2002 en un restaurante – acababa de rodar unas escenas para la serie Oz de la HBO – cuando, de pronto, el mundo empezó a darle vueltas y perdió la movilidad. En días sucesivos los síntomas fueron de intolerancia a la luz y molestias ocasionadas por el ruido, reacción de la piel a los limpiadores y falta de fuerza en su mano izquierda. Fue diagnosticado, entre otras cosas, de esclerosis múltiple, epilepsia y de Síndrome de taquicardia ortostática. Lurie creyó padecer la enfermedad de Lyme, una enfermedad crónica discutida entre la propia comunidad médica (según refleja Friend). Como consecuencia de ello dejó de tocar el instrumento y durante años apenas salió de su apartamento. Se concentró en pintar y en escribir sus memorias (de las que, de momento, no hay noticia) y empezó a ganar un buen dinero con sus pinturas. Eso sí, la mayor parte de su tiempo lo pasaba tumbado en el sofá, fumando y quejándose al menor ruido. Perdidas muchas de sus amistades (según él sólo le quedaban Flea – bajista de Red Hot Chili Peppers – y el actor Steve Buscemi de entre sus amigos artistas) otro pintor, John Perry, se convirtió en su amigo más íntimo.
La relación con John Perry - un pintor de retratos y naturalezas muertas que trabajaba de ayudante de obra o profesor sustituto cuando las necesidades económicas apremiaban - se convirtió en un pilar para Lurie. Se conocían de principios de los años noventa, cuando compartían partidas de póker y nocturnos partidos de baloncesto con lo mejor de cada casa (porteros y mánager de clubes, traficantes de droga…). Perry pasaba horas y horas en casa de Lurie, le enseñó algunas técnicas pictóricas con óleo, le ayudó con su nuevo ordenador Apple, le cortaba el pelo, jugaban partidas de cartas… Pero Perry tenía también un lado violento, de reacciones impulsivas, y fue detenido en varias ocasiones (por trifulcas relacionadas con las drogas o, en 2008, por impedir, esgrimiendo un bate de béisbol, que dos policías fuera de servicio pudieran ver un apartamento vacío en su edificio). Por mucho que conozca ese lado violento, la acumulación de “armas” defensivas (como los anteriormente citados bote de pimienta o bate de béisbol) y su fuga de Nueva York con temporadas en la isla de Granada, en el Big Sur de California, en una población del oeste de Turquía o, más recientemente, en Palm Springs (California) nos muestran a un Lurie un tanto paranoico. ¿Qué sucedió entre Perry y Lurie?
El retrato que Tad Friend hace de los avatares de la relación entre ambos en su extenso artículo está lleno de capítulos íntimos que transmiten una considerable inestabilidad y adolescencia emocional en ambos; de dependencia a la vez que de repelencia, de genialidad creativa en contraste con la fragilidad obsesiva de sus personalidades y, sobre todo, la descripción de una relación que bien podría ser la de una mal avenida y celosa pareja de amantes. Es un retrato lleno de datos que, en opinión de quien esto escribe, traspasan en ocasiones los límites de la necesaria privacidad de la vida de cualquiera (aunque entiendo que tanto Perry como Lurie son partícipes y conocedores del artículo). No es mi propósito enumerar cada batalla, insulto, petición de perdón, llamada a deshoras o mensaje público de Internet subido de tono entre ellos pero sí reflejar el que parece ser uno de los capítulos fundamentales para entender la ruptura de su relación y el nacimiento de la paranoia de John Lurie. Y es que, al igual que Lurie había rodado su particular Fishing with John con el “sólido” argumento de unas jornadas de pesca compartidas con las celebridades antes mencionadas, Perry tenía también su idea de serie televisiva con el título de The drawing show (El show del dibujo) cuyo propósito básico era que el espectador viera el proceso de creación de un retrato y la reacción posterior del retratado. El primero, quien se prestó para el programa piloto, fue John Lurie. Cuando estaban en ello – rodando en el apartamento que un amigo de Perry le había cedido por una noche – y después de una serie de comentarios graciosetes de Lurie que molestaron a Perry (¿Por qué tengo la sensación de que me estás dibujando una nariz de cerdo?), sin terminar la grabación, antes de enfrentarse a su retrato, John Lurie abandonó el estudio. Perry, abatido por la imposibilidad de haber podido terminar su programa piloto, recibió al poco una llamada telefónica: era Lurie desde el vestíbulo. Se había desplomado y necesitaba ayuda. Bajó corriendo a socorrerle y fue entonces cuando Lurie dijo ver en Perry una mirada intensa, perdida y como de un niño de su amigo. Más tarde pensó que en ese momento él decidió que me iba a matar. A su vez Perry encontró pronto motivos para, cuando menos, alterarse más de lo que ya estaba: descubrió que Lurie había comprado un combate de boxeo en la televisión por cable esa misma noche. ¿Se habría marchado del rodaje para llegar a tiempo al combate? ¿Realmente se había puesto enfermo? (Llegó a llamar al canal televisivo para descubrir cuántos minutos del combate había visto Lurie). La obsesión del uno por el otro era ya inevitable, hasta el punto de que todos los capítulos posteriores dan forma a un culebrón que – este sí – cumpliría con todos los cánones del éxito para atraer a una audiencia televisiva sedienta de cotilleos. Un culebrón de amor y desamor, insultos y amenazas (con denuncias a la policía incluidas), aderezado con los escenarios exóticos de la fuga de Lurie (después reconocería que de no haber sido por todo esto nunca habría visto las ballenas en el Big Sur californiano).
Llegados a este punto, y dejando de lado la alocada vida privada de ambos, la pregunta que muchos aficionados a la música de Lurie y de The Lounge Lizards nos hacemos es: ¿volverá a tocar el saxo? El artículo de Tad Friend termina como sigue: Después de no haber tocado sus saxos desde 2001, Lurie los ha reparado recientemente y, en los buenos días, piensa en volver a casa y estudiar para poner sus labios en forma de nuevo. “Juntar una nueva banda e ir de gira… no sé”, dijo. “Demasiado estrés y nunca más estaré lo suficientemente protegido como para tratar con la gente. Probablemente tocaré sólo en la calle. Hay un lugar en Astor Place, junto a donde está el cubo, entre Broadway y Lafayette, en el que el sonido del saxo es increíble hacia las seis en punto”.
Así que la respuesta a la pregunta de si volveremos a escuchar a John Lurie haciendo música – al menos fuera de Astor Place – no tiene respuesta por ahora. Dado el historial de este genio con el que tan difícil parece convivir (y que difícilmente parece soportarse a sí mismo) cualquier cosa es posible. Muerto Marvin Pontiac y desaparecidos los Lounge Lizards sólo queda esperar que de esos soplidos a las seis en punto en Astor Place surja otro artista de pasado hilarante capaz de seducir a otros genios dispuestos a dejarse embaucar… y de paso a unos miles de aficionados. ¡No a más! Entonces la música, quizá, dejaría de ser honesta.
© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente aquí.
El artículo original de Tad Friend para The New Yorker se puede consultar en el siguiente enlace (previo pago).
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