Dado que en España se apela a la tradición como argumento básico para mantener muchas costumbres, pronto veremos cómo el circo mediático en torno al Toro de la Vega de Tordesillas se convierte en una de ellas. De hecho, ¿no lo es ya?
Cada año, por costumbre –es decir, por tradición-, se desarrolla el teatrillo conformado por personas concienciadas contra el maltrato animal, participantes en el bárbaro alanceo del toro, mirones de uno y otro signo, frikis de varios pelajes atraídos por el despliegue de cámaras. Los medios, claro, encantados –salvo los reporteros sobre el terreno, obvio-. Entre insultos, zarandeos, hostias, escupitajos, eslóganes coreados y, además, un toro, lo de Tordesillas entretiene lo suyo. Si además se exhiben banderas españolas, ¡para qué más!
(Es curioso esto de la exhibición de banderas. La nacionalidad, que no deja de ser un accidente administrativo de nacimiento, como uniformadora de usos y costumbres, de éticas y estéticas. Gajes de creerse las patrias, como si los Estados fueran también uniformes de conciencia).
Durante años estaba el artículo anual de Rosa Montero, después llegaron las viñetas de Forges y, más tarde, la conciencia animalista sobre el terreno recibida a palos hasta instituir con ello un ritual de despedida del verano. El in crescendo de la protesta con el paso de los años tiene más que ver con la multiplicación de las redes que con el de las conciencias. Es una percepción personal, por supuesto, pero tengo para mí que, como en casi todos los temas, los posicionamientos ya estaban ahí, ahora se visualizan y parecen multiplicarse. Menos los de los locales contrarios, que de manifestarse podrían verse alanceados por las siempre intimidantes cofradías del pensamiento único.
Un acontecimiento como éste nos sitúa frente a nuestras propias contradicciones. Hay medios de comunicación que dan cobertura “crítica” a las corridas y encierros, aficionados taurinos e incluso toreros que se posicionan en contra del Toro de la Vega en razón de su bárbaro proceder, cuando no hay más que echar un vistazo a las punzantes y hemorrágicas herramientas con las que se procede en una corrida de toros convencional. Se acogen a la estética, a un reglamento, incluso a los honores para el animal (no humano) que da juego (¿?) en la suerte taurina, pero nada más estético que la estampa de hombres a caballo lanza al viento y levantando una cortina fantasmagórica al trotar por el Campo del Honor (sic). Y reglamento tienen, que se lo digan al figura que hoy se la ha clavado hasta la muerte al toro, que se ha quedado sin trofeo.
No es lo mismo, pero el resultado no difiere: la muerte del toro sometido a tortura. Y he aquí el quid de la cuestión: si como sociedad queremos que nos defina la violencia en razón de divertimento. En tiempos (de mayor) ignorancia podía uno creerse que como animal (no humano) el toro no sufría pero, como la ciencia avanza que es una barbaridad, hoy sabemos que quien lo niega es un necio voluntario. ¿Qué se dice a sí misma la persona que, consciente de su sufrimiento agónico, defiende el uso lúdico de animales? ¿Cómo nos sienta ser una sociedad asociada al maltrato?
Estas son algunas de las preguntas fundamentales, las que nos interpelan éticamente como individuos y como sociedad. La apelación a la tradición, la exhibición identitaria de banderas, los estereotipos del taurino y del antitaurino –conozco yo incluso algún taurino con el que me iría al fin del mundo- no son respuesta, son balones fuera, radicalismo patriótico, clichés, combustible para la trifulca. Pero vamos, que si de lo que se trata es de arrearnos, esa sí que es tradición bien asentada en España.
Carlos Pérez Cruz
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