Compartíamos autobús y se sentaba muy cerca, no pude evitar escuchar sus palabras. Según explicó, España es el único país europeo en el que la sanidad pública atiende a cualquier inmigrante y eso hace que la mayoría venga aquí. Ni siquiera lo consideró una posibilidad estadística, lo aseguró. Intuyo que su muy pío espíritu no se alteró lo más mínimo al decirlo, aunque es probable que su católico corazón se compungiera al escuchar que un grupo de cristianos podría haber sido arrojado al agua por otro de musulmanes en razón de su filiación religiosa. Sucedió en una de esas precarias embarcaciones a precio de crucero del mercado negro (dicho sea “negro” sin ironía alguna), porque en el “legal” sólo les está permitido abanicar turistas. Desembarcaron en Italia, pero a buen seguro buscaban España, donde son famosas sus orgías sanitarias.
24 horas después de escuchar su certero diagnóstico del gran problema de la sanidad española llegaban las primeras noticias de la gran tragedia (del día) en el Mediterráneo: más de 700 personas habían desaparecido al hundirse la embarcación con la que trataban de llegar al continente europeo. 700 personas, ¡qué barbaridad! Digo personas, aunque soy consciente de que la denominación periodística y política(mente) correcta es la de “simpapeles”, “inmigrantes ilegales” o “ilegales”, a secas.
700. Setecientas. Con sólo trazar un croquis aproximativo de relaciones familiares, amistosas, de comunidad…, puede uno hacerse a la idea del alcance de la tragedia, una inmensa mancha de dolor en el océano de vidas afectadas. Para los fallecidos el horror acaba con su muerte, pero con ella empieza la tragedia de los vivos.
Cotidianas como son las muertes en el camino de quienes tratan de huir del hambre, la guerra, la persecución por motivos de raza, sexo, religión, la falta de futuro (y por tantas otras razones de las que ni siquiera somos conscientes), no es la muerte en el mar la que las hace noticia, son los dígitos, la suma de restas humanas; son los números, que no los hechos, aunque sólo por los números a veces nos dé por pensar… o empatizar, aunque sea una empatía de mínimos. Lo que levanta levemente la ceja de nuestras conciencias es la montaña de hombres, niños y mujeres, la suma de cadáveres, la simbólica fotografía de la acumulación de ataúdes para cuerpos que quizá nunca puedan ser rescatados. En nuestra economía de mercado la emoción también se mueve por números.
Impactan los números, no los hechos en sí, y los hechos (con independencia del número de afectados) son el desenlace de una historia, y lo relevante es la historia. Empieza en tierra firme, no en el mar. El ahogamiento es para demasiados el desenlace de una narración que arranca en el continente cuando ven que su vida y la de su familia corre peligro o carece de presente; la decisión era la única posible, o la mejor de las peores, o fue muy mala, pero no le dieron otra, y hubo de tomarla porque si hay un derecho que tiene todo ser humano es el de luchar por su supervivencia, aunque otros la minusvaloren o se arroguen decidir sobre ella. Pero, ¿quiénes son esos otros?
Impactan los números, no los hechos en sí, y los hechos (con independencia del número de afectados) son el desenlace de una historia, y lo relevante es la historia. Empieza en tierra firme, no en el mar. El ahogamiento es para demasiados el desenlace de una narración que arranca en el continente cuando ven que su vida y la de su familia corre peligro o carece de presente; la decisión era la única posible, o la mejor de las peores, o fue muy mala, pero no le dieron otra, y hubo de tomarla porque si hay un derecho que tiene todo ser humano es el de luchar por su supervivencia, aunque otros la minusvaloren o se arroguen decidir sobre ella. Pero, ¿quiénes son esos otros?
Lo sé, usted y yo no tenemos nada que ver, e incluso tenemos la capacidad de conmovernos y de escribir textos populistas como éste. La autocrítica es un síntoma de la enfermedad europea, acostumbrados por cuestión cultural a proyectar nuestra falsa culpabilidad en lugares y circunstancias sobre las que no tenemos la más mínima capacidad de decisión. ¡Maldito Freud! Nos flagelamos sin necesidad.
Nada tiene que ver que nuestros gobernantes, en (sin)razón de nuestra seguridad y libertad (que, por lo visto, dependen de la inseguridad y esclavitud de “los otros”), movilicen ejércitos, bombardeen sus pueblos, hagan llegar armas a grupos de dudosa reputación, firmen lucrativos acuerdos con dictadores, renueven materiales a sus policías represivas, blanqueen Golpes de Estado, faciliten el expolio de recursos naturales a grandes empresas de las que, tarde o temprano, formarán parte… Nada podemos hacer, nada de eso tiene que ver con nosotros, claro, tampoco que se llenen de vallas y concertinas las fronteras, que se financien policías de frontera y no de salvamento, que paguemos para que no lleguen y no para que puedan volver... El poder de nuestros gobernantes es, al parecer, una curiosa anomalía del sistema democrático. Nunca nada es culpa nuestra, ni siquiera nuestra ignorancia.
Nada tiene que ver que nuestros gobernantes, en (sin)razón de nuestra seguridad y libertad (que, por lo visto, dependen de la inseguridad y esclavitud de “los otros”), movilicen ejércitos, bombardeen sus pueblos, hagan llegar armas a grupos de dudosa reputación, firmen lucrativos acuerdos con dictadores, renueven materiales a sus policías represivas, blanqueen Golpes de Estado, faciliten el expolio de recursos naturales a grandes empresas de las que, tarde o temprano, formarán parte… Nada podemos hacer, nada de eso tiene que ver con nosotros, claro, tampoco que se llenen de vallas y concertinas las fronteras, que se financien policías de frontera y no de salvamento, que paguemos para que no lleguen y no para que puedan volver... El poder de nuestros gobernantes es, al parecer, una curiosa anomalía del sistema democrático. Nunca nada es culpa nuestra, ni siquiera nuestra ignorancia.
Carlos Pérez Cruz
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