No sabría explicar de dónde me viene mi filiación culé, sí mi pasión por la radio. Imagino que ser hijo de periodista radiofónico explica lo segundo –aunque no necesariamente un hijo siga los pasos de su padre-, pero para lo primero no encuentro explicación racional. Desde crío soy del Barça sin que nadie me lo propusiera ni indujera, no había en mi entorno una pasión fubolera ni el ambiente estaba tan saturado de fútbol como hoy. Compraba el Sport o El Mundo Deportivo –mis primeras referencias de prensa-, aunque mi madre se empeñara en el Marca, “porque se vende más”.
La radio le fue como anillo al dedo a mi pasión culé. La Onda Media (AM) -¿sabrán los más jóvenes de qué les hablo?- hacía llegar los rebotes de señal desde Catalunya de alguna emisora de COM Ràdio y así, entre idas y venidas de la cobertura, seguía los partidos de fútbol de mi equipo y escuchaba y practicaba mi primer catalán. Más tarde llegó internet, y ahora uno puede escuchar la radio catalana donde quiera, lo mismo que otro muchos medios de lenguas y regiones remotas. En eso se ha perdido algo el espíritu de arqueología de la señal que nos brindaban las frecuencias radiofónicas. Me gusta la sonoridad del catalán, lo practico en la intimidad -a veces en público- y siempre en los cajeros, donde elijo la opción “en català” (¡Eh! Nadie busque en ello la analogía catalán-pasta…). Sea como fuere, siempre he tenido una cierta afinidad hacia lo catalán –signifique esto lo que signifique. ¿Simple curiosidad?-, aunque lamentablemente mi conocimiento de Catalunya sobre el terreno es muy limitado, no tanto de Barcelona.
Siento una aversión natural por las emociones patrióticas –la patria es un sentimiento-. Respeto las emociones personales (es inútil discutir de emociones), pero las colectivas suelen resultar coercitivas, coreografías de la intimidación sobre una fuerza fundamentada en la unanimidad uniformadora. Soy español y navarro porque el actual ordenamiento administrativo denomina de esa forma a mi región de nacimiento y residencia, pero ni ser español ni navarro me definen en modo alguno. Soy español y navarro como mañana puedo ser vasco o teutón en función de cómo evolucionen los marcos administrativos. No me preocupa. No soy ni español ni navarro en términos identitarios, ni mucho menos emocionales. No me siento, como aquella andaluza me dijo sobre Andalucía y España, porque, ¿qué es exactamente lo que siente un andaluz y español por el mero hecho de serlo? Las identidades colectivas tienen mucho de imaginario construido mediante la amplificación de los estereotipos, una manera eficaz de uniformar la diversidad y diluir la disidencia.
Tengo alergia a las banderas; por eso una vez expliqué que lucía de manera excepcional un pin con la palestina, no por una pasión patriótica sino como símbolo de denuncia de la ocupación y violación de los derechos humanos de los palestinos. Por lo demás, me trae sin cuidado que a aquella región del mundo se le acabe llamando Israelina o Palisrael, siempre que quienes allí vivan lo hagan como ciudadanos de pleno derecho, sin discriminación ni sometimiento por razones de raza y religión (otras de esas grandes patrañas para la exclusión y la dominación). Por eso la bandera de España (la que ahora España utiliza institucionalmente, antes hubo otras), así como la navarra o la catalana, me producen alergia, símbolos que tienen más que ver con la identificación emocional que con la buena o mala administración del territorio. Y es que aspiro a la gobernación justa de los recursos, no a la administración de los sentimientos.
Este domingo se vota en Catalunya y, según quién te cuente la película, se avecina el apocalipsis o, por el contrario, el paraíso terrenal. Hay muchos matices intermedios, pero la sobreactuación emocional tiene la virtud de ahogar la razón y la mesura. Ni soy catalán ni vivo en Catalunya. Mañana no puedo votar, pero, si pudiera, abogaría sin dudarlo por la independencia. La independencia culmina la autonomía. Mi patria, mi cuerpo. Con la conciencia por bandera.
Carlos Pérez Cruz
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