Hay muertos capaces de morir dos veces. Es el caso de Andoni Zubizarreta, enterrado por el inefable Joan Gaspar en un autobús después de la desastrosa final de Atenas de la Copa de Europa -en la que el Milán enterró a aquel Dream Team por cuatro goles a cero (uno de ellos me pilló meando)-, y enterrada ahora su etapa de director deportivo del Barcelona. ¿Habrá una tercera?
Zubi fue mi ídolo de infancia. Al igual que en ciclismo siempre fui de Álvaro Pino y de Marino Lejarreta, nunca de mi “compatriota” Miguel Indurain, en fútbol yo iba con el que paraba goles, no con los que los metían. Claro, si los metía el Barça daba brincos, pero ese modelo(s) que todo niño tiene en su infancia era para mí Zubizarreta (mi gesticulación en el campo era la suya, por supuesto).
Fui portero, no muy bueno. Tenía mis virtudes, sin duda, pero también mis muchos defectos. Uno de ellos compartido con mi ídolo (quizá por ósmosis): era fatal con el pie. Tampoco paraba penaltis, cosa que también se le achacaba al portero culé y de la selección española, por lo que cada penalti pitado en contra era la anticipación de un gol recibido. Da lo mismo, mi héroe era de carne y hueso. Una mano suya en Valladolid fuera del área y su correspondiente expulsión fue también la mía del salón por insultos al televisor.
Andoni Zubizarreta fue para mí un portero excelente, torpe con los pies, poco efectivo en los penaltis, pero un gran portero. Todo lo que no metió el Barça en la famosa final de Wembley de 1992 lo paró Zubizarreta. Después, claro, llegó el gol de Koeman en la prórroga y todos los honores para el pateador, pero hubo prórroga porque Zubi sacó sus mejores reflejos y Salinas, marca de la casa, falló goles cantados –bueno, seamos justos: Pagliuca fue el Zubi de la Sampdoria-. Tuve la suerte de ser testigo de la primera Copa de Europa de la historia del Barça, frente al televisor (en La 2 de TVE, ojo al dato) y con la radio sintonizada en Onda Media (grabé en varias casetes la narración de la SER que hizo desde Londres… Paco González).
Fue el portero del mejor Barça de la historia antes del advenimiento del de Guardiola, aquel inolvidable Barça que imaginó Cruyff y que disfruté en los años en los que tenía edad para que el fútbol fuera epicentro emocional, esos en los que una portada de ‘Mundo Deportivo’ adquiría categoría de lienzo en la pared o en los que una foto con el ídolo le dejaba a uno mudo (quizá tanto como en aquella ocasión en que el rey Baltasar se sacó de su zurrón la carta que yo le había escrito).
Gracias a Miguel Sola, jugador de Osasuna y mi entrenador en el Amigó –debería incluir en mi biografía que fui fichado, aunque no hubiera montante ni cláusula de rescisión-, conseguí una camiseta de mi ídolo por mediación de Unzué, ex jugador de Osasuna y entonces suplente de Zubi en el Barça. Me estaba tan grande como la responsabilidad de portero, quizá por eso fui más Unzué que Zubi en mi equipo y abandoné el fútbol por la música. Desde el banquillo gané más veces. Frente al atril, las lentejas.
Carlos Pérez Cruz
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