No sigo los ritmos de la televisión ni estoy al día con la última serie de la que todo el mundo habla. Me acuerdo de pronto de alguna que dejé en espera hace tiempo y miro a ver si ha salido el DVD, porque no sufro la ansiedad de ver toda una temporada en una tarde, ni me parece una aberración darles a las cosas su tiempo. Desconozco por ello los detalles de por qué Treme se cerró en una última temporada de cinco capítulos, como si se cerniera sobre ellos la tempestad y hubiera que darse prisa por finiquitar lo antes posible… y a otra cosa.
Imagino (asumo el riesgo de equivocarme) que los datos de audiencia no fueron todo lo favorables que deben para que sea rentable sacar adelante todo lo que implica un rodaje así -y en esto poca tontería que, como comprueba Annie, la violinista de la serie, también en arte business is business, y cuanto más arriba, más se cae-, y así como hay series que pierden el norte que las guiaba por no saber retirarse en hora, las hay que nos dejan el regusto amargo de su pronta partida. Estábamos tan a gustito… y nos tuvimos que marchar.
He oído –incluso he dicho- que la serie flaqueaba en cuestión de trama, pero la trama era la calle, relato de eso que llaman el pulso de una ciudad y que no son sino los latidos asincrónicos de miles y miles de supervivientes (¿acaso no lo somos todos?) en la jungla de una Nueva Orleans que vive con el peso glorioso de un pasado mitológico no tan lejano y asolada por las inmundicias políticas que quedaron en superficie tras el desastre del huracán Katrina.
Así como la destrucción es siempre el preludio de una reconstrucción (menos en Gaza, claro), en Nueva Orleans los que se quedan toman el testigo de una tradición que en realidad no muere, se renueva con un combate de opuestos en el que todos salimos ganando. Toda noble tradición camina por el alambre de lo que fue, lo que es y lo que cada uno queremos que sea. Tensión natural sin la que quedaría enterrada y de la que la serie de David Simon es un extraordinario reflejo y a la que rinde un sincero, emocionado y emocionante homenaje.
No está enterrada la radio, hilo conductor de vidas que se ignoran mientras bailan y escuchan la misma música y las mismas palabras de DJ Davis; sí quizás moribunda esa que se dirige a ti y sólo a ti mientras nos habla a todos con esa voz que divaga, se pierde y te encuentra, en la que no se ganan audiencias sino que hace comunidad. Ay de esa radio, la de David McAlary en Treme o aquella mítica KBHR del Cicely de Doctor en Alaska, con el filósofo de Chris Stevens, Chris in the morning. Una cabina a media luz, un micrófono, la palabra y buena música. ¿Para qué más?
Carlos Pérez Cruz
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