Irene Aranda
© Miguel Ángel Montejo
Recién
finalizado el concierto, compartía reflexiones con sus
acompañantes: “Pues no me ha parecido jazz. Salvo los últimos
cinco minutos…”. Desconozco qué peculiaridad caracterizó esos
cinco minutos finales de un concierto de casi hora y media para
que este espectador sintiera el jazz que no había escuchado
durante toda la noche. Misterios de la subjetividad.
Decía el saxofonista Tim Berne, refiriéndose a la música de su grupo BB&C (junto a Jim Black y Nels Cline), que si la anuncias como jazz “desorientas a la gente. Tienes que presentarla con algún tipo de descripción”. Tiene razón (siempre y cuando sea realmente necesario leer la sinopsis antes de ver la película). Las palabras, las etiquetas, de natural restrictivas, lo son también en el imaginario colectivo. No sé exactamente bien qué es el jazz, pero bajo su paraguas se cobijan expresiones tan diversas que acogerse a él es un riesgo: las expectativas (¡por fortuna!) no siempre son correspondidas, sobre todo si nuestra descripción acota y (de)limita de forma precisa. En realidad, el concierto se anunció de “libre improvisación”, lo que es una simple expresión del método, no la resultante.
Decía el saxofonista Tim Berne, refiriéndose a la música de su grupo BB&C (junto a Jim Black y Nels Cline), que si la anuncias como jazz “desorientas a la gente. Tienes que presentarla con algún tipo de descripción”. Tiene razón (siempre y cuando sea realmente necesario leer la sinopsis antes de ver la película). Las palabras, las etiquetas, de natural restrictivas, lo son también en el imaginario colectivo. No sé exactamente bien qué es el jazz, pero bajo su paraguas se cobijan expresiones tan diversas que acogerse a él es un riesgo: las expectativas (¡por fortuna!) no siempre son correspondidas, sobre todo si nuestra descripción acota y (de)limita de forma precisa. En realidad, el concierto se anunció de “libre improvisación”, lo que es una simple expresión del método, no la resultante.
Agustí Fernández
© Miguel Ángel Montejo
Resulta casi insólito escuchar en España a Agustí
Fernández. Al ser de lo mejor que
tenemos, quizá
preferimos que salga de aquí por aquello de presumir de
marca. Ironías aparte,
la ignorancia de este país sobre música improvisada y, en
concreto, sobre la figura de Agustí Fernández, dice mucho de
nuestro desinterés por la cultura de pulso más nervioso y
creativo. Al margen de estos factores exógenos al pianista,
Agustí vive años especialmente prolíficos como (intuyo) siempre
lo ha hecho, disfrutando del
aquí y el ahora donde
tengan interés, expresándose en ese
directo que defiende
como lugar natural de la música. El
aquí y el ahora
salmantino, promovido por la joven y entusiasta asociación
ALAMISA, fue doblemente insólito por contar también con la
jiennense Irene Aranda, cuya extraña autonomía e independencia
como creadora todavía no ha sido mínimamente valorada. Cara a
cara sobre el escenario, dos expresiones pianísticas muy
diferentes pero compatibles. Hay, claro, una diferencia notable
de años de experiencia, también de identidad sonora: más acerada
la de Agustí, más lírica la de Irene. Sin embargo, y he ahí una
de las necesidades prácticas de la libre improvisación, la
adaptación de uno al otro dio felices resultados. Irene fue
capaz de arrojarse al vacío más vertiginoso y torrencial de
Agustí y Agustí de apuntalar la veta más introspectiva de Irene.
Agustí Fernández
© Miguel Ángel Montejo
Casi
hora y media de música (incluidos los
jazzísticos cinco
últimos minutos) dio para dos dúos y dos solos. En el ejercicio
individual, el espectador atento pudo ser consciente de algunas
de sus respectivas particularidades que, por separado,
parecerían incluso divergentes. Tanto Irene Aranda como Agustí
Fernández frecuentan las tripas del piano (en eso él es un
consumado especialista), pero las formas difieren. Ella, por
ejemplo, juega con cerdas que frotan las cuerdas del
instrumento, del que desprende una electricidad casi boreal,
mientras él trabaja fundamentalmente con los dedos en feroz
pizzicato; ambos
utilizan diversos objetos, como una medalla con la que Agustí
pareciera emular una fina lluvia de meteoritos (cosas de la
percepción subjetiva). Los dos son percusionistas de su
instrumento: él con su digitación sobre la madera o con el
martilleo exaltado desde el teclado; ella, con su descenso al
sótano del piano, con la ayuda de unas piedras con las que
golpea las varillas de los pedales. Más allá de su naturaleza
percusiva (martillos que golpean cuerdas), el piano es con ellos
una caja de resonancia(s), altavoz de su voz interior.
En la expresión convencional con el teclado, emana de ella un cierto clasicismo, pequeñas digresiones y giros con motivos de (imaginaria) música española; con él, el teclado es una montaña rusa de vértigos, restallan clusters y repiquetean en in crescendo pequeños motivos de metralla rítmica. Detalles expresivos y técnicos que se integran y complementan durante las prolongadas exploraciones y diálogo en los que la música interpela al oyente con sensaciones espaciales muy variopintas, como si el sonido pudiera expandirse y contraerse a voluntad, ocupar más o menos espacio físico; como si pudiera engordar y adelgazar a discreción, y se tratara de materia sólida y continua que van moldeando y su resistencia fuera la de la plastilina.
Agustí Fernández e Irene Aranda invocan más sentidos de los que uno sabía tener y atraen hacia ellos hasta la respiración, anulada como una molesta y ruidosa servidumbre de supervivencia que interfiere en la percepción de los estímulos que bombean desde el escenario, playa de oleajes ora tempestuosos y en colisión, ora calmos y de serena madrugada. Una borrasca emocional de anticiclónicas consecuencias.
© Carlos Pérez Cruz
En la expresión convencional con el teclado, emana de ella un cierto clasicismo, pequeñas digresiones y giros con motivos de (imaginaria) música española; con él, el teclado es una montaña rusa de vértigos, restallan clusters y repiquetean en in crescendo pequeños motivos de metralla rítmica. Detalles expresivos y técnicos que se integran y complementan durante las prolongadas exploraciones y diálogo en los que la música interpela al oyente con sensaciones espaciales muy variopintas, como si el sonido pudiera expandirse y contraerse a voluntad, ocupar más o menos espacio físico; como si pudiera engordar y adelgazar a discreción, y se tratara de materia sólida y continua que van moldeando y su resistencia fuera la de la plastilina.
Agustí Fernández e Irene Aranda invocan más sentidos de los que uno sabía tener y atraen hacia ellos hasta la respiración, anulada como una molesta y ruidosa servidumbre de supervivencia que interfiere en la percepción de los estímulos que bombean desde el escenario, playa de oleajes ora tempestuosos y en colisión, ora calmos y de serena madrugada. Una borrasca emocional de anticiclónicas consecuencias.
© Carlos Pérez Cruz
Nota: Gracias a Miguel
Ángel Montejo por la cesión de sus fotografías. Más imágenes
en su blog.
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com
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