No se corresponde. No
digo yo que a una estafa (crisis) de semejante calibre haya que responder
encerrándose en casa y flagelándose, pero hay algo que no se corresponde entre
lo que nos cuentan, lo que sentimos y lo que vemos. Se lo planteaba alguno de los
personajes de la última novela de Isaac Rosa, La habitación oscura, y se
lo planteaba el propio autor en la entrevista que le hice para El Asombrario& Co. Quizá algunos esperan a que el temporal escampe para regresar al punto
en el que se detuvo la partida y reanudarla y regodearse en los mismos excesos
que hemos denunciado estos años, como si todo hubiera sido una pesadilla y nada
de lo padecido hubiera servido para reflexionar ni cambiar nada. En esta negra
noche económica y social que vivimos, la respuesta parece, en palabras de Rosa,
"una especie de enloquecida huida hacia adelante". Ya no es que no se
espere para regresar. Es que nunca nos fuimos.
He paseado estos días de Navidad por dos ciudades del país, una en el norte, otra en el sur, y en ambos casos la ciudadanía parece cumplir con total disciplina el ejercicio de consumo desaforado que se le propone. Como si no existieran ni el paro, ni los desahucios, ni la pobreza estuviera escalando posiciones, como si no se estuvieran redactando y aprobando leyes que nos van a permitir vivir el franquismo a quienes no lo conocimos. Tiendas atestadas, bares y restaurantes repletos, consumo, ruido y jolgorio. Si alguien esperaba reacción social ante la que está cayendo, ahí la tiene: se celebra. A no ser que se me demuestre que todo era una pantomima de falsos clientes gastando falso dinero y comprando falsos regalos, por aquello de guardar las apariencias.
Sigo escuchando a gente que dice que se va a dar una vuelta por 'El Corte Inglés' (donde, por cierto, apenas quedaban plazas de aparcamiento) para "ver si encuentro algo". Es decir, seguimos comprando porque sí y no porque ésta sea una necesidad razonada, razonable y sostenible. Y me pregunto: ¿dónde está toda la pobreza de la que hablamos y denunciamos? ¿Dónde se esconde la penuria de nuestros días? Estar está, lo sé, la siento e intuyo, pero parece haberse resguardado en casa (quien la conserve) o haber emigrado a la periferia de la periferia. O simplemente se maquilla para, de nuevo, guardar las apariencias. El consumo sigue siendo hoy el ocio favorito de los españoles. ¿Dónde están las protestas? ¿Dónde queda la manifestación de ese malestar y la rabia por las leyes punitivas? Hay quien rabia y se manifiesta, pero son (somos) infinitamente más los que lo hacen (hacemos) de ello un ejercicio de desahogo tuitero y tema de conversación entre sorbos de gin-tonic. Quienes de veras se hayan comprometido, corren el riesgo de padecer profunda depresión por desborde de los niveles de frustración y aislamiento social.
España empieza a parecer (si es que no lo era ya) un lugar en el que una cosa es lo que se rumia y otra lo que se hace. Leo el número de enero de la revista Cuadernos de Cine y me encuentro con las desasosegantes cifras de asistencia a películas españolas durante el año 2013. Lo son en términos diferenciales entre lo que arrastran un tipo u otro de películas (esto siempre ha sido y será así), pero lo son sobre todo por las cifras totales de asistencia a películas brillantes, diferentes, arriesgadas que han llegado este año a proyectarse (en algunos cines de entre los que quedan abiertos). Hablo de películas que he podido ver como la cruda y brillante La herida de Fernando Franco u otras que no pero que hubiera querido ver como Todos queremos lo mejor para ella de Mar Coll o El muerto y ser feliz de Javier Rebollo. La de Franco suma tan solo 12.187 espectadores (a pesar de los dos premios importantes en el Zinemaldia de Donosti) y la de Rebollo, 5829. Es decir, la más vista entre las mencionadas queda ligeramente por debajo de la asistencia al Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid para el partido de baloncesto entre el Madrid y el Barça del pasado domingo, mientras la de Rebollo hubiera mostrado un recinto bastante desangelado. Ni qué decir tiene que, en términos futbolísticos, serían entradas irrisorias. La suma de todas ellas sería una pésima entrada en el Bernabéu y en el Camp Nou (David Trueba y los casi 76.000 espectadores de su Vivir es fácil con los ojos cerrados tampoco llenarían). Películas como la espléndida Stockholm de Rodrigo Sorogoyen ni aparecen al ofrecer "cifras casi inapreciables" (Carlos F. Heredero dixit), aunque para su creadores llegar a las salas era ya un gran éxito... testimonial. Se sigue hablando de cine español como si éste fuera un concepto descalificativo irrefutable. Los hechos cinematográficos de 2013 han sido otros.
Hay una evidente desconexión entre las palabras y los hechos. Al cine se lo acusa frecuentemente de ser caro, de que si uno tiene familia y asiste con niños empieza a sumar y no le sale a cuenta. Puede que haya algo de cierto en ello pero pocos placeres tan complejos se ofrecen por tan poco dinero. Existe el día del espectador a precio de ganga y, sin embargo, cuando más se movilizó el personal en 2013 fue cuando el gesto cultural de acceder a una sala de cine se convirtió en evento, en un verdadero acontecimiento publicitario. Con precios algo por debajo de los del día del espectador (2.90€), se movilizaron en tres días de octubre 1.593.958 espectadores. Somos esclavos de la pirotecnia, de los focos y la publicidad. El jazz es al respecto un botón de muestra extraordinario. A nadie le importa un carajo de cotidiano, es espectáculo de masas en festivales de verano (sin entrar ahora la jazzicidad o no de los contenidos). Actuamos colectivamente de forma mimética. Somos voluntariamente gregarios, esclavos felices de la publicidad.
Toda discusión y propuesta para atraer público a la cultura me parece legítima y necesaria pero tengo la sensación de que muchas veces la autocrítica está muy por encima del reflejo objetivo de la realidad. A las salas de cine les reprocharé criterios, imperfección técnica de las proyecciones y, sobre todo, que sigan privilegiando "una de las grandes calamidades culturales españolas" (Muñoz Molina dixit) que es el doblaje -desde hace tiempo sólo acudo al cine si el pase es en versión original, lo cual en una ciudad pequeña no es habitual (incluso te advierten de que es V.O. cuando compras la entrada, no cuando es doblada, la verdadera anomalía). Eso sí, al renunciar al doblaje uno se convierte en asiduo al cine español (aunque deba renunciar también a determinas películas catalanas, que igualmente se doblan a pesar de que se expresan en otro idioma oficial del país) -. Pero, habida cuenta de que no parecen las mías las preocupaciones cotidianas del espectador medio, la conclusión a la que llego es que el problema no es tanto de la calidad e interés de las propuestas como de desinterés ciudadano. Podemos y debemos seguir siendo autocríticos y exigentes pero no más de lo justo y necesario y menos cegarnos ante la evidencia de que el español es, por regla general, un tipo sin interés en la cultura. Salvo por la del consumo y la fiesta.
Carlos Pérez Cruz
2 comentarios:
Carlos, somos muchos a los que nos interesa la cultura. La cultura no es sólo música y cine, la ciencia y el conocimiento en sus múltiples manifestaciones, también existen.
Desgraciadamente hay que disponer de tiempo y dinero (habitualmente son poco compatibles), algo que muchos no tenemos.
El antropólogo Marvin Harris expone ideas muy interesantes y reveladoras en el materialismo cultural, te recomiendo que lo leas.
Otra cosa, si los medios de comunicación no dieran tanto valor al fútbol, no lo tendría.
Gracias Anónimo.
Publicar un comentario