Hay días en que la vida cierra extraños círculos. Esta
semana nos llegaba desde Estados Unidos otro caso más (y van…) de un músico de
jazz en una situación económica precaria por tener que afrontar los cuantiosos
gastos de la atención médica requerida. Allí la sanidad es un lujo cuyo disfrute
se convierte en tal. Y ya sabemos que la de músico de jazz no es una profesión precisamente
lucrativa. El sistema no discrimina por valores artísticos ni creativos, por
las aportaciones a la pequeña gran historia del arte de la improvisación. El
sistema discrimina personas por su capacidad económica.
Masabumi Kikuchi se suma a una larga lista de ilustres
del jazz que se han visto obligados en Estados Unidos a acudir a la caridad (con
“c” de crowdfunding) para poder
afrontar unos gastos que, de lo contrario, le privarían de su vivienda en Nueva
York, en riesgo de embargo. Hasta final de este mes existe la posibilidad de aportar de forma individual para una colecta de 10.000 dólares. Así de cruel, contante
y sonante es el sistema al que servimos las personas. Contradictoria creación
represiva del hombre.
Esta misma mañana publicaba en ‘Cuadernos de Jazz’ una
nota para difundir la situación de Kikuchi y hacer memoria de algunos casos recientes
y semejantes. Después he salido de casa para tomar un café. Estaba en ello
cuando en la cafetería ha entrado alguien que me ha llamado la atención. Alto,
joven, llevaba gorro para protegerse del frío intenso que agredía ventoso esta
mañana en Pamplona. Me he quedado mirándolo durante unos instantes. No sé por
qué su presencia me resultaba extraña en ese lugar, qué en su aspecto me ha
hecho pensar por un instante que no correspondía a él, una cafetería falsamente
refinada para displicentes lectoras del ‘Diario de Navarra’. Se ha fijado en mí
y, de pronto, lo he reconocido. Mi cerebro ha reconstruido al instante el vago
recuerdo de una conversación anterior con alguien que me contó lo que le había sucedido.
Algo perdido en mi memoria y que ha brotado como un géiser, de inmediato.
Iván es músico de jazz. Contrabajista. El detalle del instrumento
no es lo de menos. La doctora suspiró aliviada al conocerlo. Si hubiera sido trompetista
o trombonista, quizá también saxofonista o clarinetista, hoy ya no podría tocar,
ya no podría ser músico. Pero es contrabajista y, si todo va medianamente bien,
pronto volverá a cogerlo entre sus manos y a seguir donde lo había dejado. Imagino
que, en realidad, es imposible retomar el pulso donde éste se había detenido,
más después de una experiencia en la que, literalmente, Iván se ha sentido y ha
sido una mierda. Tuvieron que abrirle la mitad del rostro, levantar la piel y
llevarse de camino unos cuantos nervios para poder extirparle un tumor. Más
tarde, las sesiones de quimio, la confluencia de varias pequeñas tragedias
familiares en el momento más inoportuno (siempre lo es), la crianza de un hijo
nacido apenas meses antes… Y, sin embargo, ahora que empieza a ver la luz, ahora
que espera (imagino que con cierta aprensión) el resultado de unos análisis,
Iván mira hacia atrás y minimiza lo vivido. No en un acto de irresponsabilidad,
claro, sino de consciente reevaluación de su vida, de por dónde iba, cómo
caminaba, dejando de lado qué. No creo que se trate de la típica reacción de
quien valora lo que tenía cuando cree perderlo o ha estado cerca de ello. Creo
que su reflexión personal es de un calado más hondo que todo eso que, al fin y
al cabo, no deja de ser un lugar común que, al igual que se acude a él, se
abandona.
Iván está muy agradecido por la atención que ha recibido en
la sanidad pública. Ha comprendido el valor de cada céntimo que de nuestros
impuestos va para pagar a los profesionales sanitarios y los elevadísimos
costes de equipos y medicamentos de la atención médica. “¿Qué se pueden haber
gastado en mí? ¿Cincuenta mil euros? ¿Sesenta mil?”, se preguntaba. “Tenemos lo
que no nos merecemos”, sentenciaba. ¿Por qué? Por algo muy sencillo de
describir pero, me temo, muy difícil de cambiar: la falta de educación y de
responsabilidad. Sí, creo que es una cuestión de falta de ellas cuando no somos
conscientes de que lo fundamental no es que el televisor de la habitación del
hospital disponga de una televisión gratuita, sino que lo fundamental está en
haber podido llegar hasta ella y permanecer allí el tiempo y con las atenciones
que sean necesarias para salir recuperado, rescatado para la vida. Imagino que
Kikuchi y otros tantos ciudadanos en Estados Unidos suspirarían por poder
recibir la atención que ha recibido Iván a quien su condición de músico de jazz
jamás le permitiría pagar el coste de la atención que ha recibido y que todavía
tendrá que recibir. Ni él ni la mayoría de ciudadanos podríamos afrontar los
gastos que suponen atenciones y tratamientos tan costosos como los sanitarios
en atenciones, incluso, menores. Por eso produce el mismo escalofrío que el
frío de esta mañana pensar cuántas personas viven pensando que les es debido; que el trabajador público (ya
sea médico, profesor o barrendero) es deudor de su voluntad; que el pago de un
impuesto (que apenas sí puede alcanzar para comprar una jeringuilla) habilita
para el despotismo del niño caprichoso que exige con el dedo índice acusador. “No
quiero hacer un discurso político”, me ha dicho Iván, pero su experiencia le ha
permitido apuntar con los focos a ese rincón oscuro de nuestra sociedad, a ese
gesto laureado del egoísta que escatima hasta unos céntimos para eludir impuestos.
El riesgo no está sólo en las políticas de casino de nuestros gobernantes, también
en la irresponsabilidad individual y colectiva.
Saben bien nuestros dirigentes políticos lo que nos están
birlando a poquitos con su política especulativa. Claro que lo saben. Saben que la sanidad
convertida en negocio, en regalo para amiguitos del alma, en empresa particular
a la que se accede por la puerta giratoria del salón ministerial, es un pastel
ciertamente goloso. En Estados Unidos lo saben muy bien, de ahí la resistencia
a la (comedida) reforma sanitaria de Obama. Pero al igual que ellos saben cuán
lucrativa es una atención sanitaria privatizada, personas (antes que músicos) como
Masabumi Kikuchi conocen todavía mejor el valor incalculable de un sistema
sanitario que atiende a todos por igual, sean músicos de jazz sin un jodido
duro en el bolsillo o tiburones del Ibex 35. Iván lo sabe también muy bien. Y
aunque haya perdido sensibilidad y movilidad en algunas partes de su cara, sabe
que sale del quirófano mejor de lo que entró. Sabe que después de haber llorado
en la consulta, de haberle tenido que contar su historia a alguien a quien
apenas conoce de unos cuantos encuentros, de palparse la cara y decir “aquí no
siento”, de tomarse un café para reconfortar el frío de la consulta y de la
mañana, puede caminar al encuentro de su pareja y de su hijo que, mientras
tanto, le esperan jugando en el parque.
Carlos Pérez Cruz