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viernes, noviembre 22, 2013

Iván



Hay días en que la vida cierra extraños círculos. Esta semana nos llegaba desde Estados Unidos otro caso más (y van…) de un músico de jazz en una situación económica precaria por tener que afrontar los cuantiosos gastos de la atención médica requerida. Allí la sanidad es un lujo cuyo disfrute se convierte en tal. Y ya sabemos que la de músico de jazz no es una profesión precisamente lucrativa. El sistema no discrimina por valores artísticos ni creativos, por las aportaciones a la pequeña gran historia del arte de la improvisación. El sistema discrimina personas por su capacidad económica.

Masabumi Kikuchi se suma a una larga lista de ilustres del jazz que se han visto obligados en Estados Unidos a acudir a la caridad (con “c” de crowdfunding) para poder afrontar unos gastos que, de lo contrario, le privarían de su vivienda en Nueva York, en riesgo de embargo. Hasta final de este mes existe la posibilidad de aportar de forma individual para una colecta de 10.000 dólares. Así de cruel, contante y sonante es el sistema al que servimos las personas. Contradictoria creación represiva del hombre.

Esta misma mañana publicaba en ‘Cuadernos de Jazz’ una nota para difundir la situación de Kikuchi y hacer memoria de algunos casos recientes y semejantes. Después he salido de casa para tomar un café. Estaba en ello cuando en la cafetería ha entrado alguien que me ha llamado la atención. Alto, joven, llevaba gorro para protegerse del frío intenso que agredía ventoso esta mañana en Pamplona. Me he quedado mirándolo durante unos instantes. No sé por qué su presencia me resultaba extraña en ese lugar, qué en su aspecto me ha hecho pensar por un instante que no correspondía a él, una cafetería falsamente refinada para displicentes lectoras del ‘Diario de Navarra’. Se ha fijado en mí y, de pronto, lo he reconocido. Mi cerebro ha reconstruido al instante el vago recuerdo de una conversación anterior con alguien que me contó lo que le había sucedido. Algo perdido en mi memoria y que ha brotado como un géiser, de inmediato.

Iván es músico de jazz. Contrabajista. El detalle del instrumento no es lo de menos. La doctora suspiró aliviada al conocerlo. Si hubiera sido trompetista o trombonista, quizá también saxofonista o clarinetista, hoy ya no podría tocar, ya no podría ser músico. Pero es contrabajista y, si todo va medianamente bien, pronto volverá a cogerlo entre sus manos y a seguir donde lo había dejado. Imagino que, en realidad, es imposible retomar el pulso donde éste se había detenido, más después de una experiencia en la que, literalmente, Iván se ha sentido y ha sido una mierda. Tuvieron que abrirle la mitad del rostro, levantar la piel y llevarse de camino unos cuantos nervios para poder extirparle un tumor. Más tarde, las sesiones de quimio, la confluencia de varias pequeñas tragedias familiares en el momento más inoportuno (siempre lo es), la crianza de un hijo nacido apenas meses antes… Y, sin embargo, ahora que empieza a ver la luz, ahora que espera (imagino que con cierta aprensión) el resultado de unos análisis, Iván mira hacia atrás y minimiza lo vivido. No en un acto de irresponsabilidad, claro, sino de consciente reevaluación de su vida, de por dónde iba, cómo caminaba, dejando de lado qué. No creo que se trate de la típica reacción de quien valora lo que tenía cuando cree perderlo o ha estado cerca de ello. Creo que su reflexión personal es de un calado más hondo que todo eso que, al fin y al cabo, no deja de ser un lugar común que, al igual que se acude a él, se abandona.

Iván está muy agradecido por la atención que ha recibido en la sanidad pública. Ha comprendido el valor de cada céntimo que de nuestros impuestos va para pagar a los profesionales sanitarios y los elevadísimos costes de equipos y medicamentos de la atención médica. “¿Qué se pueden haber gastado en mí? ¿Cincuenta mil euros? ¿Sesenta mil?”, se preguntaba. “Tenemos lo que no nos merecemos”, sentenciaba. ¿Por qué? Por algo muy sencillo de describir pero, me temo, muy difícil de cambiar: la falta de educación y de responsabilidad. Sí, creo que es una cuestión de falta de ellas cuando no somos conscientes de que lo fundamental no es que el televisor de la habitación del hospital disponga de una televisión gratuita, sino que lo fundamental está en haber podido llegar hasta ella y permanecer allí el tiempo y con las atenciones que sean necesarias para salir recuperado, rescatado para la vida. Imagino que Kikuchi y otros tantos ciudadanos en Estados Unidos suspirarían por poder recibir la atención que ha recibido Iván a quien su condición de músico de jazz jamás le permitiría pagar el coste de la atención que ha recibido y que todavía tendrá que recibir. Ni él ni la mayoría de ciudadanos podríamos afrontar los gastos que suponen atenciones y tratamientos tan costosos como los sanitarios en atenciones, incluso, menores. Por eso produce el mismo escalofrío que el frío de esta mañana pensar cuántas personas viven pensando que les es debido; que el trabajador público (ya sea médico, profesor o barrendero) es deudor de su voluntad; que el pago de un impuesto (que apenas sí puede alcanzar para comprar una jeringuilla) habilita para el despotismo del niño caprichoso que exige con el dedo índice acusador. “No quiero hacer un discurso político”, me ha dicho Iván, pero su experiencia le ha permitido apuntar con los focos a ese rincón oscuro de nuestra sociedad, a ese gesto laureado del egoísta que escatima hasta unos céntimos para eludir impuestos. El riesgo no está sólo en las políticas de casino de nuestros gobernantes, también en la irresponsabilidad individual y colectiva.

Saben bien nuestros dirigentes políticos lo que nos están birlando a poquitos con su política especulativa. Claro que lo saben. Saben que la sanidad convertida en negocio, en regalo para amiguitos del alma, en empresa particular a la que se accede por la puerta giratoria del salón ministerial, es un pastel ciertamente goloso. En Estados Unidos lo saben muy bien, de ahí la resistencia a la (comedida) reforma sanitaria de Obama. Pero al igual que ellos saben cuán lucrativa es una atención sanitaria privatizada, personas (antes que músicos) como Masabumi Kikuchi conocen todavía mejor el valor incalculable de un sistema sanitario que atiende a todos por igual, sean músicos de jazz sin un jodido duro en el bolsillo o tiburones del Ibex 35. Iván lo sabe también muy bien. Y aunque haya perdido sensibilidad y movilidad en algunas partes de su cara, sabe que sale del quirófano mejor de lo que entró. Sabe que después de haber llorado en la consulta, de haberle tenido que contar su historia a alguien a quien apenas conoce de unos cuantos encuentros, de palparse la cara y decir “aquí no siento”, de tomarse un café para reconfortar el frío de la consulta y de la mañana, puede caminar al encuentro de su pareja y de su hijo que, mientras tanto, le esperan jugando en el parque.

Carlos Pérez Cruz

sábado, noviembre 02, 2013

Agustí Fernández, Barry Guy, Ramón López - "A moment's liberty"


Se pregunta el pianista Agustí Fernández en las notas del libreto de esta tercera entrega de su trío junto a Barry Guy y Ramón López, “¿qué buscamos los músicos cuando hacemos música? ¿Qué pretendemos cuando nos juntamos y mezclamos nuestros sonidos unos con otros? ¿Por qué o para qué hacemos música?”. Es decir, Agustí traslada a la música lo que en filosofía son las grandes preguntas de la humanidad. Y él mismo se responde con diversas opciones: “La primera es la que dice que los músicos buscamos la perfección técnica. Es decir, la música entendida como artesanía, como oficio. Una segunda respuesta afirma que los músicos buscamos construir un nuevo lenguaje, o dominar uno ya existente. La música como escuela de idiomas. Una tercera respuesta es la que mantiene que los músicos buscamos la expresión, tanto personal como colectiva. La música como comunicación, como vehículo para expresar ideas y/o emociones.” Agustí ofrece respuestas canónicas a las preguntas esenciales hasta que, sin negarles validez, añade: “No creo que sean las más adecuadas para describir lo que hacemos Barry, Ramón y yo”. Sí, todo eso está ahí pero “no son estas cualidades las más importantes, a mi parecer. Creo que para nosotros lo fundamental es la voluntad común de que, a través de la música, se cree un momento extraordinario, imprevisto e inusual. Un momento quizás no verbalizable pero que se puede percibir perfectamente, como en las mejores ocasiones en que la música esquiva el intelecto y pasa únicamente a través de los sentidos”.

Es cierto, no resulta fácil expresar con palabras la buena música. Nunca lo ha sido. Las mismas preguntas que Agustí se hace resultan pertinentes llevadas al terreno de la crítica. ¿Qué buscamos con ella? ¿Qué intentamos hacer cuando –en este caso, en solitario- afrontamos con voluntad crítica esa mezcla de sonidos? ¿Por qué hacemos crítica? ¿Para qué? Ninguna de ellas tiene una fácil respuesta, aunque también las hay canónicas. Pero permítaseme decir, al hilo de este A moment’s liberty, que si algo impulsa nuestro trabajo, si algo lo hace razonable en nuestra absurda inversión de tiempo, es tratar de transmitirles nuestro entusiasmo y, por ende, ayudar a la difusión de una música que casi nunca encuentra los canales de distribución y difusión que le hagan justicia. O, al menos, nuestra idea de justicia. Claro que no siempre el crítico afronta una valoración motu propio, muchas son encargos. Pero cuando lo hace sin que nadie se lo pida es porque quiere comunicar algo extraordinario y no puede reprimir las ganas de contarlo allá donde pueda hacerse un hueco con la palabra. Es el entusiasmo el que mueve estas palabras, aunque éstas sean una herramienta absolutamente imperfecta para describir A moment’s liberty. Porque, ¿cómo explicar ese “preciso momento en que los sonidos que emiten los músicos dejan de ser simples notas y toman vida propia, ajena a su voluntad”?

Determinado tipo de jazz, quizá el predominante, el que ha determinado una percepción de lo que esta música es a nivel social, se caracteriza por la exposición melódica y el desarrollo posterior de los solos en base a esa melodía o las armonías que la sustentan. Es decir, la melodía supone una excusa más o menos labrada para lanzarse al vértigo de la creación en el momento: la improvisación. Si hay una característica compartida por el trío Aurora y esta forma estandarizada de entender el jazz es que la melodía puede ser motor, el artificio con el que se pone en común un universo estético, un tono emocional determinado que imbuye la aportación individual. Pero eso es todo. Cualquier parecido con la estandarización en la música del Aurora Trío es producto de una enajenación de la consciencia. Sí, hay melodía, incluso estructuras (sirven para pisar suelo y/o proponer giros en la trama), pero lo que percibe el oyente al escucharlos –si se presta atención- es que lo que estructura de verdad todo el trabajo, cada una de las piezas que lo componen, es una búsqueda del momento en el que lo planificado salta por los aires y algo –quién sabe qué- pone en marcha los resortes de un instante irrepetible que por la gracia del arte mantiene relación con su detonante, pero que adquiere una forma y una estética insospechadas de primeras. Es el placer de quien crea con la certeza de que la propia experiencia y la de sus compañeros, bregados en mil batallas, admite un salto al vacío en la que la red son los otros y uno mismo. Y así el grito de vértigo (¿de Barry?) cuando la música se arroja al delirio de la caída libre en la loca Annalisa, una vez liberados de la densa secuencia anterior, de las alucinógenos motivos de estudio de transporte melódico en el piano azotados por los latigazos de clústeres, es también el grito de placer del oyente que poco podía imaginar el destino de Annalisa que, de tan tímida, no permitía suponer semejante desmelene.

Agustí Fernández, Ramón López y Barry Guy (Foto: Caroline Forbes)

Los amantes de la música como confortable medicina de la previsión, devotos del control de las circunstancias, se sentirán desorientados con este disco. No todo el mundo espera lo extraordinario, lo inesperado y lo excepcional. Para poder disfrutar de esta grabación es preciso ser consciente de que nada es evidente. Que la belleza formal, melódica e íntima que proponen muchos de los temas de Agustí (como ya hiciera en El laberint de la memòria o en Azul junto a Ramón, también en anteriores entregas de este trío) no cae nunca en la evidencia, en el regodeo meloso ni en el subrayado de las emociones –como si se tratara de una acaramelada película de sábado por la tarde-, sino que aquí la belleza nunca es evidente o, mejor dicho, no se deja arrastrar por la evidencia. Sucede en el inicial A moment´s liberty (quién nos iba a decir que el minimalismo más absoluto de inicio podía hacer parada y fonda en el abismo desatado de unos trazos negros de viñetista que se frustra ante el vacío de una hoja en blanco o con balbuceantes primeros esbozos) y también en ese auténtico regalo que es El tesoro de la pianista jiennense Irene Aranda, fuego lento prendido con delicadeza y sostenido sin regodeos ni excesos lacrimales. Tan medido en su intensidad que, una vez escuchado, se precisa una pista consecuente de silencio. Pero no hay respiro ni cuando la música lo proclama: Breath sólo al final, cuando la tensión y el misterio tramado in crescendo con una insistencia semejante a la del Ligeti de la Musica Ricercata (claro que el desarrollo…), altera los sentidos lo justo para convertir la muerte de la música  en un bellísimo epitafio.Mil y un pequeños detalles para el oído atento y entregado a la gozosa labor de la escucha concentrada de la música que es capaz de bailar en Bielefeld breakout un delicioso vals de madrugada o convertir la Orangina de Albert Cirera (registrada en el reciente trabajo del Free Art Ensemble) en una especie de paseo por los cuadros de una exposición. Entre sala y sala temática, el paseante puede percibir las conexiones nerviosas de un cerebro excitado por lo visto en la anterior sala. Claro está que son interpretaciones que tienen más de sugestión que de criterio técnico pero, ya lo dijo Agustí, este trío “quizá no pueda ser descrito con palabras” ni a través de “meras matemáticas”. 

Cómo explicar la Algarabía que bien podría anunciar una fiesta flamenca y que termina proponiendo un alocado y complejo encaje de bolillos rítmico que, muy en el fondo, sigue utilizando la vieja fórmula de la llamada-respuesta. O cómo explicar sin sentirlo, sin poner todos los sentidos en ello, el maravilloso y bien medido rubato del pianista mallorquín que arrastra y que secundan con precisión y ligereza los magníficos Guy y López en Uma y otros de los ya mencionados con anterioridad. O el trance en el que entra el tema inicial cuando se cuela el Ramón en París de Azul con su momento de campana y suspensión del tiempo. O el efecto que produce la interpretación en trío de Joan i Joana (aquí cierra lo que en El laberint de la memòria abría) que, paradójicamente, genera una sensación de mayor intimidad que la del solo original (quizá inducida por el contraste con la inquietante improvisación que precede a la exposición temática… pero no sólo). O la cortante definición del perfil de cada nota en el sonido de Agustí; la capacidad de Ramón López para una actividad siempre presente, llena de ingenio en su nervio, pero nunca intrusiva (y qué preciosa intervención con la tabla en The ancients); la versatilidad de Barry Guy, quizá el contrabajista más completo del ámbito de la improvisación y con el sonido más… ¿cómo describirlo? ¿Cálido y envolvente con este instrumento? Se queda corto, máxime cuando él habla con el contrabajo de tantas maneras. Escúchenlo mejor ustedes mismos que Ferran Conangla, el técnico de sonido de la grabación, se lo sirve como siempre con una claridad cristalina. Dense el lujo de dejarse llevar durante casi hora y cuarto por un viaje que se inicia y muere calmo después de atravesar picos y valles de una belleza devastadora, de cruzar ríos de furia y océanos de serenidad, de avistar horizontes fascinantes antes de dar media vuelta para despertar del éxtasis por un nuevo sendero jamás asfaltado de antemano y en el que rara vez se ven turistas ni áreas de descanso con café de máquina; sólo viajeros, exploradores y nuevos caminos por recorrer. 

© Carlos Pérez Cruz

Publicado originalmente en la web de www.elclubdejazz.com

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