Cuando Agustí rompe el discurso melódico a
mitad del inicial Ramón en París
y entra en trance – insiste sobre un mismo acorde, parece emular el
timbre de una campana –, Ramón activa el cepillado con sus escobillas y
quien esto escribe recuerda por qué sigue amando la música. Porque sigue
siendo el contrapeso de este mundo desequilibrado, la compensación al
absurdo de la vida (Elina Duni, dixit). El pianista detiene el tiempo y
embellece con esa fotografía el devenir plácido de sus arrebatos más
preciosistas.
Leí a alguien decir que el minimalismo es vivir con lo básico. Como básico entiendo lo fundamental. Y hacia ese fundamento camina la música de Azul, hacia un desnudo casi integral en el que el sonido se desvanece y deja dibujado en el aire un gran interrogante. Si los doce temas grabados conformaran una unidad, el final sería una cadencia suspendida que impide el acomodo del oyente. No hay conclusión o, al menos, el relato no se cierra. Y las mejores obras dejan siempre que el oyente (lector, espectador) siga interrogándose.
A Agustí Fernández se le tiene por un vanguardista, por un percusionista del piano con ecos ceciltaylorianos. Sin embargo su sentido de la melodía no tiene parangón. Posee la pócima para la congoja. Su melodía tiene ecos de la cadencia española que trabajara con tanto acierto en el increíble El laberint de la memòria (del que aquí recupera La processó, que Ramón lee con la fabulosa heterodoxia expresiva que lo caracteriza); ese punto de regionalismo que armoniza y flexibiliza en los tempos de modo que mantiene la esencia folclórica pero, a su vez, la hace universal y contemporánea. Para mí, Agustí es uno de los creadores más poéticos que existen, porque la poesía está en su capacidad de ser más melódico que los melódicos y a la vez en su habilidad para indagar en las regiones más oscuras del alma, que también habitan la caja de resonancia de un piano.
Ramón López, otro del club de los sospechosos habituales (habitado por los maravillosos locos de la música creativa, los más transgresores a fuerza de no vender su alma al diablo, lúdicos en la creación), rompe también prejuicios con la sutileza de ese tic nervioso que es su golpeo, reducido en muchos momentos a la mínima expresión del juego de escobillas. Lo suyo es como una corriente subterránea que discurre bajo el pulso que Agustí estira y encoge, y que se hace presente con una flexibilidad y una ligereza que pocos creerían probable. Es magistral la capacidad que ambos muestran de hacerse íntimos y, a la vez, activos, al igual que son geniales en la exploración de timbres y texturas en Carámbano o Lucero del día (espectacular lluvia de meteoritos que estallan y saltan de las cuerdas de Agustí y parecen caer sobre los platos de Ramón).
En el lirismo del piano de Agustí no hay edulcoración. De su contacto con el teclado brota una belleza mayúscula no exenta de aspereza y rotundidad, de convicción y definición (escúchese al respecto su Polvo enamorado a solo). No hay ningún recurso gratuito, ninguna caída en la tentación del romanticismo de escaparate. La belleza más evidente tiene la misma entidad creativa de la menos evidente. La compensación y equilibrio de Azul no está en las concesiones, porque Agustí y Ramón son tan radicalmente libres en su expresión que no las hacen, simplemente se expresan como son, da igual el material: ya sea folclórico (Sa Ximbomba), ya sea Bill Evans (We will meet again). Acogen de tal manera el original de Evans que Agustí lo transmuta en mediterráneo mientras Ramón dibuja los ritmos subyacentes más inverosímiles con la maestría reservada a oídos tan privilegiados y poco comunes como los de un Paul Motian, capaces de hacer caminar la música por senderos sin trillar.
Como eco tras la promesa en título de Evans, Concilio de sueños y Una leve luz parecen el proceso de desmontaje de la arquitectura creada en los diez temas anteriores. Ese deshacer que en su retirada deja ecos de lo mejor que han dado y de lo que, sin duda, darán.
Leí a alguien decir que el minimalismo es vivir con lo básico. Como básico entiendo lo fundamental. Y hacia ese fundamento camina la música de Azul, hacia un desnudo casi integral en el que el sonido se desvanece y deja dibujado en el aire un gran interrogante. Si los doce temas grabados conformaran una unidad, el final sería una cadencia suspendida que impide el acomodo del oyente. No hay conclusión o, al menos, el relato no se cierra. Y las mejores obras dejan siempre que el oyente (lector, espectador) siga interrogándose.
A Agustí Fernández se le tiene por un vanguardista, por un percusionista del piano con ecos ceciltaylorianos. Sin embargo su sentido de la melodía no tiene parangón. Posee la pócima para la congoja. Su melodía tiene ecos de la cadencia española que trabajara con tanto acierto en el increíble El laberint de la memòria (del que aquí recupera La processó, que Ramón lee con la fabulosa heterodoxia expresiva que lo caracteriza); ese punto de regionalismo que armoniza y flexibiliza en los tempos de modo que mantiene la esencia folclórica pero, a su vez, la hace universal y contemporánea. Para mí, Agustí es uno de los creadores más poéticos que existen, porque la poesía está en su capacidad de ser más melódico que los melódicos y a la vez en su habilidad para indagar en las regiones más oscuras del alma, que también habitan la caja de resonancia de un piano.
Ramón López, otro del club de los sospechosos habituales (habitado por los maravillosos locos de la música creativa, los más transgresores a fuerza de no vender su alma al diablo, lúdicos en la creación), rompe también prejuicios con la sutileza de ese tic nervioso que es su golpeo, reducido en muchos momentos a la mínima expresión del juego de escobillas. Lo suyo es como una corriente subterránea que discurre bajo el pulso que Agustí estira y encoge, y que se hace presente con una flexibilidad y una ligereza que pocos creerían probable. Es magistral la capacidad que ambos muestran de hacerse íntimos y, a la vez, activos, al igual que son geniales en la exploración de timbres y texturas en Carámbano o Lucero del día (espectacular lluvia de meteoritos que estallan y saltan de las cuerdas de Agustí y parecen caer sobre los platos de Ramón).
En el lirismo del piano de Agustí no hay edulcoración. De su contacto con el teclado brota una belleza mayúscula no exenta de aspereza y rotundidad, de convicción y definición (escúchese al respecto su Polvo enamorado a solo). No hay ningún recurso gratuito, ninguna caída en la tentación del romanticismo de escaparate. La belleza más evidente tiene la misma entidad creativa de la menos evidente. La compensación y equilibrio de Azul no está en las concesiones, porque Agustí y Ramón son tan radicalmente libres en su expresión que no las hacen, simplemente se expresan como son, da igual el material: ya sea folclórico (Sa Ximbomba), ya sea Bill Evans (We will meet again). Acogen de tal manera el original de Evans que Agustí lo transmuta en mediterráneo mientras Ramón dibuja los ritmos subyacentes más inverosímiles con la maestría reservada a oídos tan privilegiados y poco comunes como los de un Paul Motian, capaces de hacer caminar la música por senderos sin trillar.
Como eco tras la promesa en título de Evans, Concilio de sueños y Una leve luz parecen el proceso de desmontaje de la arquitectura creada en los diez temas anteriores. Ese deshacer que en su retirada deja ecos de lo mejor que han dado y de lo que, sin duda, darán.
© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com
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