Quién no se ha situado
frente a un mapa del mundo y con la punta del
dedo ha trazado un viaje soñado. De ahí a
hacerlo realidad hay un trecho enorme, en
ocasiones una distancia insalvable. Claro que
para eso está el arte, para hacer de los
imposibles físicos una realidad mental y
sensorial. Eso es
Oito pezas europeas: la consecución musical y literaria de una
aspiración viajera.
El saxofonista Roberto Somoza traza la línea que une Bulgaria con España a través de ocho países europeos y el escritor Quinito López Mourelle se encarga de proporcionar un relato, de dar forma a las vivencias de una orquesta que recorre esa agotadora distancia y, de paso, trufar ese recorrido con pequeños cuentos que sitúa en esos países. Hay mucho de imaginario personal en la descripción de personajes y paisajes de López Mourelle, quizá de aspiraciones (y suspiros) personales. En ese sentido es una proyección de su imaginario construido mediante la lectura, el cine y la música (además de por su experiencia viajera, claro está), al que puede añadir su experiencia como pianista, por la que conoce bien la parte más administrativa y funcionarial de la música. Por eso sabe de qué habla cuando refiere las horas muertas de la orquesta que recorre Europa en este libro y cómo sus componentes acomodan sus particulares y dispares caracteres a la convivencia forzosa de días y días en la carretera o de paseos por ciudades extrañas. Intuyo que también sabe de lo que habla cuando alguno de sus personajes suspira por el cuello de la acordeonista Galina (en esto de los suspiros en clave femenina Quinito me recuerda al cineasta Guerín, tan nostálgicos ambos de la belleza femenina; tan amantes del voyerismo de café y hall de hotel). Es probable que en el relato de la frustrada entrevista del periodista rumano Vasile Petrescu al actor Daniel Cabanchik (la grabadora que no graba) haya algo de su propia experiencia como periodista (o, al menos, la proyección de una pesadilla que todos los que hemos trabajado con grabadora hemos tenido). Como un maestro de la casual causalidad, Quinito encuentra siempre el modo de darle un giro a la situación; de, mediante un golpe de (aparente) azar, dar la vuelta a situaciones cotidianas y con fino humor irónico resolver pequeños misterios, como el de la incomprensible frase que vocifera en cada concierto el percusionista turco Ulasir. Desprenden las letras de Quinito un perfume de melancolía, tono crepuscular.
El saxofonista Roberto Somoza traza la línea que une Bulgaria con España a través de ocho países europeos y el escritor Quinito López Mourelle se encarga de proporcionar un relato, de dar forma a las vivencias de una orquesta que recorre esa agotadora distancia y, de paso, trufar ese recorrido con pequeños cuentos que sitúa en esos países. Hay mucho de imaginario personal en la descripción de personajes y paisajes de López Mourelle, quizá de aspiraciones (y suspiros) personales. En ese sentido es una proyección de su imaginario construido mediante la lectura, el cine y la música (además de por su experiencia viajera, claro está), al que puede añadir su experiencia como pianista, por la que conoce bien la parte más administrativa y funcionarial de la música. Por eso sabe de qué habla cuando refiere las horas muertas de la orquesta que recorre Europa en este libro y cómo sus componentes acomodan sus particulares y dispares caracteres a la convivencia forzosa de días y días en la carretera o de paseos por ciudades extrañas. Intuyo que también sabe de lo que habla cuando alguno de sus personajes suspira por el cuello de la acordeonista Galina (en esto de los suspiros en clave femenina Quinito me recuerda al cineasta Guerín, tan nostálgicos ambos de la belleza femenina; tan amantes del voyerismo de café y hall de hotel). Es probable que en el relato de la frustrada entrevista del periodista rumano Vasile Petrescu al actor Daniel Cabanchik (la grabadora que no graba) haya algo de su propia experiencia como periodista (o, al menos, la proyección de una pesadilla que todos los que hemos trabajado con grabadora hemos tenido). Como un maestro de la casual causalidad, Quinito encuentra siempre el modo de darle un giro a la situación; de, mediante un golpe de (aparente) azar, dar la vuelta a situaciones cotidianas y con fino humor irónico resolver pequeños misterios, como el de la incomprensible frase que vocifera en cada concierto el percusionista turco Ulasir. Desprenden las letras de Quinito un perfume de melancolía, tono crepuscular.
Quinito López Mourelle (sentado) y la Orquesta Voland
¿Y la
música? No se sabe muy bien si este libro es un
disco o si el disco es un libro. En todo caso,
el trabajo de Roberto Somoza, impulsor original
de esta idea de música con narrativa asociada
(por autoría intelectual de la criatura no
podemos hablar de libro con banda sonora, sino
de música con guión narrativo) es elegante,
sobrio y emocionante en su sencillez. Ojo, no
simplista, ni mucho menos. Pero el proyecto es
ambicioso si de infectar de música de los ocho
países recorridos se trata. Bulgaria, Rumanía,
Moldavia, Ucrania, Polonia, Alemania, Francia y
España ofrecen folclores muy diversos (por mucho
que haya elementos comunes, especialmente en los
países de la órbita balcánica). Por eso es
inteligente el modo en que se aproxima a ciertas
fórmulas métricas y melódicas características
para generar un conjunto que es uniforme de
principio a fin, con las sutilezas culturales
que determinan el acento de cada pieza pero sin
procurar una recreación antropológica de
folclores. La Orquesta Voland, diez músicos
asentados en Galicia (incluidos el violinista
búlgaro Nikolay Velikov y la acordeonista
moldava Galina Botnar, cuyos nombres son los
únicos que se replican tal cual en la orquesta
imaginaria de Quinito), profesores, músicos de
banda, de orquesta filarmónica, de jazz (el
propio Somoza) y otros menesteres, suena a
orquesta popular, a verbena de domingo, a
película de Angelopoulos y a grupo folk (que no
tanto de folclore). Así, en conjunción con el
texto de Quinito López Mourelle, la música de
Somoza suena tan descriptiva como la prosa
nostálgica (y poética en ocasiones) del escritor
(¿o viceversa?). Una pareja creativa bien
avenida que logra con estas
Oito pezas
europeas el feliz encuentro de letras y
notas (las de viaje y las musicales) y la grácil
felicidad de un vals polaco en el ánimo del
lector y del oyente (que aquí son uno).
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