Al acceder a la azotea vio que no estaba solo. No era el único que había decidido subir desnudo a aquellas horas en las que empezaba a clarear el día pero sin que todavía se tuviera noticia del sol. Pensó en volver atrás sobre sus pasos. Que pudiera haber alguien a esas horas era lo último que había imaginado pero estaba decidido y nada ni nadie frustraría sus planes. Comenzó a caminar antes incluso de que ella se girara al escuchar cómo se abría la puerta de la azotea. No se inmutó. Después de reconocer la figura desnuda del recién llegado volvió a recuperar su posición. Sentada sobre la barandilla apoyaba el tronco sobre sus brazos mientras las piernas bailaban ligeramente en el vacío. Él se acercó y sin mediar palabra se colocó a su lado, exactamente en la misma posición que ella. Ninguno dijo nada. Se aceptaron sin necesidad de pedir permiso ni disculpas. Empezó a sentir cómo el viento más frío del día, el que precede a los primeros rayos del sol, recorría como un escalofrío su piel. Hubiera agradecido una manta con la que cubrirse y, sin embargo, sintió algo que en su vida había sentido: sintió su existencia desde la punta de los dedos de sus pies colgantes hasta la punta del pelo más largo en la cima de su cabeza. Durante unos segundos cerró los ojos e imaginó que al final del abismo no estaba la calle, vacía a esas horas, apenas algún coche con legañas, sino un acantilado en el que estallaban las olas en violento oleaje. Todo resultaba tan fascinante y extraño que tuvo que abrir los ojos para convencerse de que era producto de su imaginación y que en el abismo seguía habitando el cemento, los coches aparcados, ahora también un señor que barría la calle ajeno a los dos cuerpos sobre su cabeza.
Seguían sin decirse nada aunque estaban tan próximos uno del otro que un mínimo movimiento de cualquiera hubiera hecho que sus cuerpos se rozaran. Ella tenía el rostro sereno y la mirada fija en algún punto que él no conseguía descifrar. A su izquierda un paquete de tabaco. De vez en cuando él la miraba de reojo, no se atrevía a romper la armonía que el silencio, el frío, la desnudez y las primeras luces del día le hacían sentir. Aquella mujer podía ser su abuela, sesenta y muchos años, incluso más. Le pareció muy guapa. Nunca había pensado así de una mujer que pudiera tener la edad de su abuela. Le llamó la atención lo bonitas que eran sus piernas que, al igual que las suyas, seguían bailando serena pero incontrolablemente en el vacío. De pronto ella rompió el silencio y, tras coger el paquete de tabaco, le ofreció un cigarrillo.
- No gracias, no fumo.
Ella encendió uno y aspiró profundamente. Después soltó el humo y el humo se camufló en el vaho. Largos segundos y una nueva calada, cada vez más profunda, cada vez más tiempo el humo en su interior.
- Eres muy joven para no fumar -, dijo ella.
Le hizo gracia el comentario pero no respondió. Se había sentido tan bien en silencio que no le apetecía iniciar una conversación. Sonrió.
- ¿Cuántos años tienes?
Una segunda pregunta sin respuesta le hubiera hecho pasar por un maleducado. Pero, ¿por qué había decidido hablarle? Empezó a culparse por no haberse sentado en el lado opuesto de la azotea pero, de haber elegido así, no habría podido ver el sol asomar su primer rayo.
- Veintidós - respondió.
- ¡Vaya! Eres muy joven para estar aquí a estas horas - exclamó sin ni siquiera mirarle.
- ¿Joven? No creo que esto sea cuestión de edad.
- Bueno, a esta hora los de tu edad o están todavía de fiesta o empezando a dormir. ¿No podías dormir?
- Tampoco lo he intentado.
Volvieron al silencio, a las caladas profundas ellas y él a cerrar los ojos. Le había gustado sentir el mar. Pero esta vez no podía escucharlo.
- ¿Sueles subir aquí? – preguntó él.
- Eso quiere decir que es tu primera vez.
- ¿Por qué?
- Porque si subieras a menudo ya me habrías visto.
- No es la primera vez que subo – se defendió algo nervioso, aunque en realidad sólo se había asomado la tarde anterior para echar un vistazo.
- Pero sí a estas horas.
Con esa sentencia llegó de nuevo el silencio. Él cambió de postura, recogió sus piernas y las rodeó con sus brazos. No supo por qué pero empezó a sentirse incómodo con su desnudez. Ya no sentía frío pero le hubiera gustado tener esa manta. El sol seguía sin aparecer aunque el cielo iba tejiendo una fina tela entre blanquecina y rojiza cuanto más cerca estaba del punto en el que el sol asomaría en unos minutos. Realmente le hubiera gustado estar a solas en ese momento pero ella no parecía tener prisa. Quizá cuando apurase el cigarrillo se marchara.
- ¿Subes a fumar? – preguntó con un tono que delató su esperanza.
Ella no contestó. Simplemente sonrió y tras la sonrisa quedaron dos pequeñas arrugas en la comisura de sus labios.
El sol asomó de golpe, sin avisar. La mirada de ambos se tensó y los párpados se arrugaron. La calle seguía dormida, el hombre que barría ya había desaparecido y seguían siendo pocos los coches que irrumpían en el ruidoso silencio del barrio. Los dos cuerpos desnudos, ella con las piernas flotando en el espacio, él con los brazos alrededor, se habían iluminado. Él se sentía cada vez más incómodo ya no sólo por la presencia de aquella mujer sino porque sintió que el sol les delataba a los ojos del mundo.
- Me voy – dijo mientras se bajaba de la barandilla.
Ella se giró, le sonrió serenamente y volvió a su posición. Él permaneció por un instante con la mirada fija en su espalda con la sensación de que le quedaba algo por decir. No supo qué. Reanudó su camino de vuelta pero al poco volvió a detenerse.
- ¿Volverás a subir mañana?
- ¿Subir? Hace mucho que no bajo – dijo ella sin mirarle.
Y se marchó.
© Carlos Pérez Cruz
Seguían sin decirse nada aunque estaban tan próximos uno del otro que un mínimo movimiento de cualquiera hubiera hecho que sus cuerpos se rozaran. Ella tenía el rostro sereno y la mirada fija en algún punto que él no conseguía descifrar. A su izquierda un paquete de tabaco. De vez en cuando él la miraba de reojo, no se atrevía a romper la armonía que el silencio, el frío, la desnudez y las primeras luces del día le hacían sentir. Aquella mujer podía ser su abuela, sesenta y muchos años, incluso más. Le pareció muy guapa. Nunca había pensado así de una mujer que pudiera tener la edad de su abuela. Le llamó la atención lo bonitas que eran sus piernas que, al igual que las suyas, seguían bailando serena pero incontrolablemente en el vacío. De pronto ella rompió el silencio y, tras coger el paquete de tabaco, le ofreció un cigarrillo.
- No gracias, no fumo.
Ella encendió uno y aspiró profundamente. Después soltó el humo y el humo se camufló en el vaho. Largos segundos y una nueva calada, cada vez más profunda, cada vez más tiempo el humo en su interior.
- Eres muy joven para no fumar -, dijo ella.
Le hizo gracia el comentario pero no respondió. Se había sentido tan bien en silencio que no le apetecía iniciar una conversación. Sonrió.
- ¿Cuántos años tienes?
Una segunda pregunta sin respuesta le hubiera hecho pasar por un maleducado. Pero, ¿por qué había decidido hablarle? Empezó a culparse por no haberse sentado en el lado opuesto de la azotea pero, de haber elegido así, no habría podido ver el sol asomar su primer rayo.
- Veintidós - respondió.
- ¡Vaya! Eres muy joven para estar aquí a estas horas - exclamó sin ni siquiera mirarle.
- ¿Joven? No creo que esto sea cuestión de edad.
- Bueno, a esta hora los de tu edad o están todavía de fiesta o empezando a dormir. ¿No podías dormir?
- Tampoco lo he intentado.
Volvieron al silencio, a las caladas profundas ellas y él a cerrar los ojos. Le había gustado sentir el mar. Pero esta vez no podía escucharlo.
- ¿Sueles subir aquí? – preguntó él.
- Eso quiere decir que es tu primera vez.
- ¿Por qué?
- Porque si subieras a menudo ya me habrías visto.
- No es la primera vez que subo – se defendió algo nervioso, aunque en realidad sólo se había asomado la tarde anterior para echar un vistazo.
- Pero sí a estas horas.
Con esa sentencia llegó de nuevo el silencio. Él cambió de postura, recogió sus piernas y las rodeó con sus brazos. No supo por qué pero empezó a sentirse incómodo con su desnudez. Ya no sentía frío pero le hubiera gustado tener esa manta. El sol seguía sin aparecer aunque el cielo iba tejiendo una fina tela entre blanquecina y rojiza cuanto más cerca estaba del punto en el que el sol asomaría en unos minutos. Realmente le hubiera gustado estar a solas en ese momento pero ella no parecía tener prisa. Quizá cuando apurase el cigarrillo se marchara.
- ¿Subes a fumar? – preguntó con un tono que delató su esperanza.
Ella no contestó. Simplemente sonrió y tras la sonrisa quedaron dos pequeñas arrugas en la comisura de sus labios.
El sol asomó de golpe, sin avisar. La mirada de ambos se tensó y los párpados se arrugaron. La calle seguía dormida, el hombre que barría ya había desaparecido y seguían siendo pocos los coches que irrumpían en el ruidoso silencio del barrio. Los dos cuerpos desnudos, ella con las piernas flotando en el espacio, él con los brazos alrededor, se habían iluminado. Él se sentía cada vez más incómodo ya no sólo por la presencia de aquella mujer sino porque sintió que el sol les delataba a los ojos del mundo.
- Me voy – dijo mientras se bajaba de la barandilla.
Ella se giró, le sonrió serenamente y volvió a su posición. Él permaneció por un instante con la mirada fija en su espalda con la sensación de que le quedaba algo por decir. No supo qué. Reanudó su camino de vuelta pero al poco volvió a detenerse.
- ¿Volverás a subir mañana?
- ¿Subir? Hace mucho que no bajo – dijo ella sin mirarle.
Y se marchó.
© Carlos Pérez Cruz
2 comentarios:
Si es que al final me obligas a quitarme la boina...
Frío y calculado, marca de la Kasa. Ahora a ver que se me ocurre; ¡espero que sea pronto porque la vamos a matar de un resfriado!
Bueno, por lo que cuenta parece que lleva tiempo allí arriba. No creo que le importe mucho quedarse más. Pero, en fin, todo tuyo...
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