Desde hace unos años asisto aterrorizado (siento no exagerar) a la derrota del silencio frente al ruido. Derrota en muy diversos ámbitos, por supuesto, pero en esta ocasión me voy a centrar en la derrota en el Arte (aunque todas las batallas pertenecen, en el fondo, a la misma guerra). No logro entender las razones que han llevado a una progresiva contaminación acústica en las salas de cine, teatros, auditorios, etcétera. Hace tiempo que saqué pañuelo blanco y me entregué. No hay nada que hacer.
Asisto en X (da igual la geografía, en Iberia el resultado es el mismo o sólo peor) a una proyección vespertina de Vicky Cristina Barcelona de Woody Allen. Apenas estamos unas treinta personas en una sala de enorme capacidad. Desde el primer segundo de proyección una pareja (hombre y mujer) de unos sesenta años de edad (cálculo mental meramente aproximativo) conversa y comenta ya cada plano de la película. Tras dos o tres minutos de cortesía mi pareja se gira (yo, insisto, admití hace tiempo mi derrota), les ruega educadamente que dejen de hablar y vuelve a girarse para recuperar la posición inicial. En ese volver a la posición la pareja retoma su animada (profundísima e inaplazable) conversación. Nos batimos en retirada a un lateral de la platea. Derrota.
Este episodio me llevaría a remorar otras memorables batallas perdidas recientes (el adolescente que se descalza, sorbe ruidosamente su vaso ya vacío de una bebida gaseosa de cola y atiende al teléfono móvil durante la proyección de El Caballero Oscuro o el joven mexicano - inconfundible su acento - que canta y le (nos) anticipa con su imaginación cada escena a su subyugada novia o presa de la noche durante el último Indiana Jones) o no tan recientes (el hombre polaco - inconfundible su acento - que atiende el teléfono móvil durante la proyección de Zatoichi, el joven - adolescente mental, sin duda - que se descojona con el tiro en la cabeza de una película de ambientación en el Holocausto o las muchas señoras ociosas que han confundido, confunden y confundirán la sala de cine con la cafetería en la que se ponen al día del tomateo sociotelevisivo en innumerables proyecciones).
Después de asistir a la proyección de la mencionada película de Allen acudimos en la misma ciudad (la ciudad X) a la actuación de la cantante Estrella Morente. Es en la plaza de la Catedral de la citada localidad. Las conversaciones en voz alta, las animadas y elevadísimas (el ruido musical así lo exige) charlas telefónicas (¡¡¿¿Cómooooooo??!! ¡¡No te oigoooooo!!) y, sobre todo, las muy documentadas opiniones sobre lo que se escucha (dicen que la presunción es sagrada) me impiden no sólo entender las letras sino escuchar la música (sobre todo cuando es más piano que forte). Podría explicármelo por la gratuidad de la plaza, por ser ésta un espacio público, pero está mal engañarse. La película de la tarde era de pago y el equivalente de contaminación acústica estaba en clara equivalencia con el de la masiva presencia de espectadores (¿?) del concierto.
¿Qué significa el Cine para la gente (ese ente)? ¿Y la música? ¿Alguien puede decir, sin temor a ser cazado en su mentira, que ha escuchado un concierto o visto una película si no ha prestado atención alguna? ¿Qué tipo de experiencia busca el personal en estos acontecimientos? Porque es imposible profundizar en lo que sucede, en lo que la película te cuenta, imposible viajar (espiritual, física o emocionalmente) en el tiempo y en el espacio con la música, dejarse embriagar por las armonías que salen del escenario. Porque yo lo intento y no me dejan, ¿cómo va a conseguirlo quien ni siquiera pone de su parte? Da lo mismo, acudimos al cine, al teatro, a los conciertos como si de un bar de copas se tratara. Nos convertimos en protagonistas del espectáculo cuando ¿no deberíamos ser los espectadores? Es la cultura del "hilo de fondo", el Arte sólo es la guarnición de nuestro expléndida condición de seres sociales, de nuestra profunda existencia, el decorado de las muy interesantes e inaplazables conversaciones. Y luego dicen que las personas se comunican cada vez menos. Quizá tengan razón porque yo quiero decirles que son unos imbéciles y no se lo digo. Guardo silencio.
Asisto en X (da igual la geografía, en Iberia el resultado es el mismo o sólo peor) a una proyección vespertina de Vicky Cristina Barcelona de Woody Allen. Apenas estamos unas treinta personas en una sala de enorme capacidad. Desde el primer segundo de proyección una pareja (hombre y mujer) de unos sesenta años de edad (cálculo mental meramente aproximativo) conversa y comenta ya cada plano de la película. Tras dos o tres minutos de cortesía mi pareja se gira (yo, insisto, admití hace tiempo mi derrota), les ruega educadamente que dejen de hablar y vuelve a girarse para recuperar la posición inicial. En ese volver a la posición la pareja retoma su animada (profundísima e inaplazable) conversación. Nos batimos en retirada a un lateral de la platea. Derrota.
Este episodio me llevaría a remorar otras memorables batallas perdidas recientes (el adolescente que se descalza, sorbe ruidosamente su vaso ya vacío de una bebida gaseosa de cola y atiende al teléfono móvil durante la proyección de El Caballero Oscuro o el joven mexicano - inconfundible su acento - que canta y le (nos) anticipa con su imaginación cada escena a su subyugada novia o presa de la noche durante el último Indiana Jones) o no tan recientes (el hombre polaco - inconfundible su acento - que atiende el teléfono móvil durante la proyección de Zatoichi, el joven - adolescente mental, sin duda - que se descojona con el tiro en la cabeza de una película de ambientación en el Holocausto o las muchas señoras ociosas que han confundido, confunden y confundirán la sala de cine con la cafetería en la que se ponen al día del tomateo sociotelevisivo en innumerables proyecciones).
Después de asistir a la proyección de la mencionada película de Allen acudimos en la misma ciudad (la ciudad X) a la actuación de la cantante Estrella Morente. Es en la plaza de la Catedral de la citada localidad. Las conversaciones en voz alta, las animadas y elevadísimas (el ruido musical así lo exige) charlas telefónicas (¡¡¿¿Cómooooooo??!! ¡¡No te oigoooooo!!) y, sobre todo, las muy documentadas opiniones sobre lo que se escucha (dicen que la presunción es sagrada) me impiden no sólo entender las letras sino escuchar la música (sobre todo cuando es más piano que forte). Podría explicármelo por la gratuidad de la plaza, por ser ésta un espacio público, pero está mal engañarse. La película de la tarde era de pago y el equivalente de contaminación acústica estaba en clara equivalencia con el de la masiva presencia de espectadores (¿?) del concierto.
¿Qué significa el Cine para la gente (ese ente)? ¿Y la música? ¿Alguien puede decir, sin temor a ser cazado en su mentira, que ha escuchado un concierto o visto una película si no ha prestado atención alguna? ¿Qué tipo de experiencia busca el personal en estos acontecimientos? Porque es imposible profundizar en lo que sucede, en lo que la película te cuenta, imposible viajar (espiritual, física o emocionalmente) en el tiempo y en el espacio con la música, dejarse embriagar por las armonías que salen del escenario. Porque yo lo intento y no me dejan, ¿cómo va a conseguirlo quien ni siquiera pone de su parte? Da lo mismo, acudimos al cine, al teatro, a los conciertos como si de un bar de copas se tratara. Nos convertimos en protagonistas del espectáculo cuando ¿no deberíamos ser los espectadores? Es la cultura del "hilo de fondo", el Arte sólo es la guarnición de nuestro expléndida condición de seres sociales, de nuestra profunda existencia, el decorado de las muy interesantes e inaplazables conversaciones. Y luego dicen que las personas se comunican cada vez menos. Quizá tengan razón porque yo quiero decirles que son unos imbéciles y no se lo digo. Guardo silencio.
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