Conocí a Lucía en Berlín una noche fría,
lluviosa y ventosa de noviembre de 2009. Era mi
primera (y única) vez en la capital germana y
después de un día de generosa caminata por sus
calles quedamos con Lucía y Mario. Creo que ella
se quedó impactada por la dimensión de nuestro
paseo berlinés, pero es que somos muy de patear
allá donde vamos, que así nos da tiempo a ver
los lugares de un lado y del revés. Había
entrevistado a Lucía por teléfono meses antes
con motivo de la presentación de su primer
disco,
Soños e delirios. Una enorme y agradable
sorpresa, tan acostumbrado como estoy a recibir
trabajos rutinarios. El suyo tenía la fuerza, la
pasión y la energía que uno espera (y exige) de
un disco grabado por alguien de veintiséis años,
y la sensibilidad y el poso de madurez que no
sospecha de alguien de su edad. En la
conversación telefónica descubrí a una mujer
apasionada por descubrir, por compartir, por
aprender, por el cine, por las palabras… lo que
ya explicaba en parte la solidez de su música y
de su discurso. Nada más estimulante que la
curiosidad permanente. En persona, encontré las
piezas para completar el puzle de su arte. Lucía
se apoyaba en una muleta, estaba pasando una
mala etapa. A pesar de lo desapacible de la
noche, a pesar de que nada me debía y de que
bien podía haberse excusado, ejerció de
entusiasta anfitriona de nuestra primera noche
berlinesa. Con el mismo impulso arrebatador de
su música avanzaba bajo la lluvia, subía
escaleras y negociaba la mesa para cenar. ¡Ris!
¡Ras! ¡¡Todo un carácter!! ¿Qué hubiera sido de
nosotros sin aquella muleta que impedía la
natural velocidad de sus actos?
Recuerdo que después de cenar nos llevó hasta uno de esos espacios para el arte que sólo son posibles en una isla llamada Berlín. Un edificio que mi memoria recuerda como un barco varado en las oscuras aguas de la noche centroeuropea; una casa que en España ya habrían desokupado a limpia hostia pero que en Berlín florecen como setas alucinógenas para el artista. El interior, un gran cuarto de estar con butacas y espacio casi industrial. Sobre el escenario, a ras de suelo, un cuarteto rasgaba el aire a golpes de baqueta y estallidos de saxofón con la vehemencia de la improvisación más aulladora del Jazz. La sala estaba llena, tuvimos que irnos hacia el fondo y desde nuestra posición se escuchaba, pero no se veía. Lucía, inquieta, se levantaba con el sostén de la muleta, se alejaba de nosotros buscando la visión del escenario. Pensé que en cualquier momento iba a arrojar la muleta e iniciar una lucha cuerpo a cuerpo por la propiedad de la batería. Los ojos le hacían chiribitas, su cuerpo se tensaba por la excitación. Puzle completo. Lucía aspiraba la música con tal intensidad que comprendí que la suya no era sino la sudoración de tanta pasión.
No aguantamos mucho tiempo allí. Recorrer el mapa berlinés por todos sus cuadrantes en un solo día deja secuelas de cansancio nocturno y sueño irrenunciable. Nos despedimos hasta una próxima vez. Desde entonces hasta hoy nos hemos encontrado en un par de ocasiones. La primera en su natal Vigo en junio de 2010, durante la celebración del festival ‘Imaxina Sons’. Apenas un saludo. La segunda este mismo año en su presentación en Bilbao con MBM, el trío que comparte con Baldo Martínez y Antonio Bravo. Durante el concierto nos contó la historia de los temas que ella había compuesto. Ahora sé que necesita que los temas tengan un relato, y ella lo cuenta antes de tocarlos. La seriedad, firmeza y concentración en el ejercicio de su pegada se transmuta en una candidez verbal que desarma con un discurso como de travieso pillado in fraganti. Sus manos se frotan nerviosas contra las piernas y, sin embargo, no es el tic de la vergüenza el que las mueve sino el pudor, que lucha por proteger la intimidad de su mundo interior. Pero le puede la necesidad de contar, la necesidad de compartir esas pequeñas cosas que dan forma a una música inmensa que desborda el espacio de resonancia de la batería y crea cómplices sobre el escenario.
Recuerdo que después de cenar nos llevó hasta uno de esos espacios para el arte que sólo son posibles en una isla llamada Berlín. Un edificio que mi memoria recuerda como un barco varado en las oscuras aguas de la noche centroeuropea; una casa que en España ya habrían desokupado a limpia hostia pero que en Berlín florecen como setas alucinógenas para el artista. El interior, un gran cuarto de estar con butacas y espacio casi industrial. Sobre el escenario, a ras de suelo, un cuarteto rasgaba el aire a golpes de baqueta y estallidos de saxofón con la vehemencia de la improvisación más aulladora del Jazz. La sala estaba llena, tuvimos que irnos hacia el fondo y desde nuestra posición se escuchaba, pero no se veía. Lucía, inquieta, se levantaba con el sostén de la muleta, se alejaba de nosotros buscando la visión del escenario. Pensé que en cualquier momento iba a arrojar la muleta e iniciar una lucha cuerpo a cuerpo por la propiedad de la batería. Los ojos le hacían chiribitas, su cuerpo se tensaba por la excitación. Puzle completo. Lucía aspiraba la música con tal intensidad que comprendí que la suya no era sino la sudoración de tanta pasión.
No aguantamos mucho tiempo allí. Recorrer el mapa berlinés por todos sus cuadrantes en un solo día deja secuelas de cansancio nocturno y sueño irrenunciable. Nos despedimos hasta una próxima vez. Desde entonces hasta hoy nos hemos encontrado en un par de ocasiones. La primera en su natal Vigo en junio de 2010, durante la celebración del festival ‘Imaxina Sons’. Apenas un saludo. La segunda este mismo año en su presentación en Bilbao con MBM, el trío que comparte con Baldo Martínez y Antonio Bravo. Durante el concierto nos contó la historia de los temas que ella había compuesto. Ahora sé que necesita que los temas tengan un relato, y ella lo cuenta antes de tocarlos. La seriedad, firmeza y concentración en el ejercicio de su pegada se transmuta en una candidez verbal que desarma con un discurso como de travieso pillado in fraganti. Sus manos se frotan nerviosas contra las piernas y, sin embargo, no es el tic de la vergüenza el que las mueve sino el pudor, que lucha por proteger la intimidad de su mundo interior. Pero le puede la necesidad de contar, la necesidad de compartir esas pequeñas cosas que dan forma a una música inmensa que desborda el espacio de resonancia de la batería y crea cómplices sobre el escenario.
He vuelto a charlar con ella. Lucía clausura la
década de sus veinte con su segundo trabajo
discográfico propio,
AzulCielo. Es el proyecto final de un
Máster en Composición y Batería en la
Universidad de las Artes de Berlín, y la música
desprende tanta luz como la palabra que titula
el disco. Durante la charla Lucía verbaliza las
musas que la inspiran pero también descubre los
rudimentos que, con mucha paciencia y
laboriosidad, van dando forma a la música. Es
ese trabajo incansable e irritante, frustrante
la mayor parte del tiempo, el que se oculta a
los ojos del melómano. Lucía lo cuenta con la
alegría que desprende la recogida de un fruto
largamente esperado, pero sin ocultar la dureza
artesana y concienzuda de toda buena creación.
Cuando la música habita entre fotos y textos, cuando el sonido se convierte en un álbum de recuerdos, es el momento del oyente. Y ese es hoy un momento frágil. Todo el trabajo, todas las horas de inmersión en el oficio, la laboriosidad fatigosa de la creación - que tanto tiene de maratón mental como físico -, los interminables días de parálisis, de miedo al vacío o de excesos punitivos contra uno mismo, se convierten, de pronto, en un simple disco entre las manos. Sí, nada más, un simple disco. Algo tan vulgar como una caja de plástico con un pequeño libreto y un CD insertados. Es entonces cuando a la expansión del alma por ver el sueño cumplido se le abre el vacío inmenso de la aspiración satisfecha. La duda ante el pentagrama vacío es ahora la duda por la valía de lo que tanto costó y parece tan sencillo entre las manos. Y no lo es. Nada tan complicado como llevar a buen puerto el bote de los sueños propios. Pero, ¡ay la música! La música es un sueño descargable. La música se arroja desde la nube en un descenso suicida, en un puenting sin cuerda ni colchón, hacia el inmenso gulag de nuestros ordenadores. Vastas extensiones de una nada matemática a la que se destierra la música. Los músicos la observan atónitos. ¿Cómo es posible? ¿Todo esfuerzo es gratuito? El aprecio, fugaz, intercambiable, olvidable. ¡No me cabe en la cabeza cómo una persona se puede bajar doscientos discos en una hora! Doscientos discos, ¡¿cuántas horas de trabajo son?! A Lucía no le cabe en la cabeza, pero en el gulag de los unos y los ceros sí cabe. La dictadura no aprecia esfuerzos, no admite justicia y equidad, no contempla recompensa al trabajo. La dictadura, como su propia acepción indica, impone. Y hoy impone la música como pañuelo desechable (al menos en otro tiempo eran de tela y se guardaban en el bolsillo hasta la siguiente secreción) y cuyo uso (que no disfrute) nos es debido.
Y, sin embargo, ahí sigue Lucía, luminosa, creciendo cada día, buscando su propio ritmo inspirada por el Elogio de la lentitud con el que pone freno a su natural impaciencia (ella lo intenta, conste) y por los pacientes consejos y exigentes estímulos de maestros como John Hollenbeck. Ahí sigue, persiguiendo sus propios sueños y delirios, dibujando el AzulCielo sobre Berlín a brochazos de escobilla y golpes de mar Atlántico; viendo venir la amenazante tormenta de la catástrofe china para espantarla con un estallido de platos que gritan y muerden para defender la única caja que merece la vida, la de una batería. Y tal vez algún día, con un poco de suerte, como en aquel mirador de Vigo desde el que veía venir la tempestad, pueda celebrar con redoble alegría que la negra lluvia no tocó tierra y que su música exorciza al pesimismo.
Cuando la música habita entre fotos y textos, cuando el sonido se convierte en un álbum de recuerdos, es el momento del oyente. Y ese es hoy un momento frágil. Todo el trabajo, todas las horas de inmersión en el oficio, la laboriosidad fatigosa de la creación - que tanto tiene de maratón mental como físico -, los interminables días de parálisis, de miedo al vacío o de excesos punitivos contra uno mismo, se convierten, de pronto, en un simple disco entre las manos. Sí, nada más, un simple disco. Algo tan vulgar como una caja de plástico con un pequeño libreto y un CD insertados. Es entonces cuando a la expansión del alma por ver el sueño cumplido se le abre el vacío inmenso de la aspiración satisfecha. La duda ante el pentagrama vacío es ahora la duda por la valía de lo que tanto costó y parece tan sencillo entre las manos. Y no lo es. Nada tan complicado como llevar a buen puerto el bote de los sueños propios. Pero, ¡ay la música! La música es un sueño descargable. La música se arroja desde la nube en un descenso suicida, en un puenting sin cuerda ni colchón, hacia el inmenso gulag de nuestros ordenadores. Vastas extensiones de una nada matemática a la que se destierra la música. Los músicos la observan atónitos. ¿Cómo es posible? ¿Todo esfuerzo es gratuito? El aprecio, fugaz, intercambiable, olvidable. ¡No me cabe en la cabeza cómo una persona se puede bajar doscientos discos en una hora! Doscientos discos, ¡¿cuántas horas de trabajo son?! A Lucía no le cabe en la cabeza, pero en el gulag de los unos y los ceros sí cabe. La dictadura no aprecia esfuerzos, no admite justicia y equidad, no contempla recompensa al trabajo. La dictadura, como su propia acepción indica, impone. Y hoy impone la música como pañuelo desechable (al menos en otro tiempo eran de tela y se guardaban en el bolsillo hasta la siguiente secreción) y cuyo uso (que no disfrute) nos es debido.
Y, sin embargo, ahí sigue Lucía, luminosa, creciendo cada día, buscando su propio ritmo inspirada por el Elogio de la lentitud con el que pone freno a su natural impaciencia (ella lo intenta, conste) y por los pacientes consejos y exigentes estímulos de maestros como John Hollenbeck. Ahí sigue, persiguiendo sus propios sueños y delirios, dibujando el AzulCielo sobre Berlín a brochazos de escobilla y golpes de mar Atlántico; viendo venir la amenazante tormenta de la catástrofe china para espantarla con un estallido de platos que gritan y muerden para defender la única caja que merece la vida, la de una batería. Y tal vez algún día, con un poco de suerte, como en aquel mirador de Vigo desde el que veía venir la tempestad, pueda celebrar con redoble alegría que la negra lluvia no tocó tierra y que su música exorciza al pesimismo.
© Carlos Pérez Cruz
Puedes escuchar una entrevista con Lucía Martínez en la edición de Club de Jazz del 14 de Diciembre de 2011.
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com
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