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miércoles, diciembre 26, 2007

El Cielo de Roma

Al llegar a la Piazza di Spagna alzó la vista y se encontró con una bandera de España que ondeaba aparatosamente frente a una imagen de la Inmaculada Concepción. Se detuvo por un instante hipnotizado ante el ir y venir de la tela rojigualda que parecía luchar por alcanzar la sagrada imagen. El viento soplaba con fuerza pero la tela era demasiado corta y el esfuerzo inútil. Fascinado ante aquel juego en las alturas, comenzó a caminar con la vista puesta en el mundo sobre su cabeza. Llevaba en Roma dos intensos días de turismo pero rara vez había considerado la idea de alzar su mirada, y aquella visión le había turbado de tal manera que le animó a caminar contemplando la ciudad de otra manera. Al hacerlo comprobaba cómo cada paso era más difícil que el anterior. Le resultaba más complicado mantener el equilibrio y, sin embargo, una extraña sensación, un placer de naturaleza indescriptible se apoderaba de él a cada instante. La vida alrededor parecía difuminarse, el griterío de la masa se fue convirtiendo en un eco cada vez más lejano e indescifrable, ajeno a sus pensamientos, ajeno a su consideración. Apenas percibía el impacto con los cuerpos terrestres. Recibía insultos, severas reprimendas y alguna que otra burla. Pero sus oídos eran incapaces de descodificar aquel idioma. El sonido se apagaba mientras ante sus ojos fueron dibujándose más y más estrellas hasta llenar la imagen de pequeños fulgores, casi inapreciables, que, estaba seguro, nadie más contemplaba en ese momento. Sus pies se elevaron ligeramente del suelo, apenas unos centímetros, como si quisieran caminar hacia un mundo nuevo por encima de su pasado allá abajo. Un mundo más allá del ruido y la desconsideración, más allá de las masas y los colapsos, una vida nueva que sólo los que como él caminaran, con la vista alzada, podrían alcanzar. Apenas unos centímetros por encima y allá abajo estaba muy lejos.

Una mano de algo, de un ser de allá abajo, le hizo descender. En un primer momento fue incapaz de oír lo que ese extraño, visiblemente nervioso, trataba de decirle. Poco a poco el silencio que habitaba en sus oídos fue dejando paso a la voz de un hombre que le agarraba con fuerza del brazo, tirando de él hacia adelante. Sin embargo su cuerpo se negaba a avanzar. A su izquierda aquel hombre, a su derecha, a apenas unos centímetros, el frontal de un autobús urbano cuyo conductor gesticulaba agresivamente con los ojos desorbitados. La insistencia de la mano agarrada a su brazo izquierdo le puso definitivamente en marcha. Caminó lentamente, con el rostro sereno e impasible, hasta alcanzar la acera. Sólo entonces aquella persona a la que seguía sin entender le soltó y continuó su camino mientras hacía aspavientos con los brazos y se giraba para contemplarle. Algo se derrumbó entonces en su interior y un angustioso ardor de estómago se fue apoderando de su cuerpo. Los ojos se le humedecieron hasta casi dejarle ciego. Había estado a punto de morir, a punto de ser un cuerpo inerte rodeado por su propia sangre, a punto de ser cadáver, estadística de accidente, nota de prensa. Al regresar al hotel trató de dormir pronto pero la excitación se lo impidió. Abrió el mini bar y sacó una botella de whisky que poco a poco vació en su interior. Al dejar de beber, tumbado sobre la cama, comenzó a sentir cómo su cuerpo se elevaba apenas unos centímetros hacia el techo y cómo éste se iba llenando de pequeñas estrellas, de pequeños fulgores casi inapreciables que, estaba seguro, nadie más contemplaba en ese momento.

© Carlos Pérez Cruz

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