En fotografía, tan importante es
lo que se muestra como lo que se oculta. La historia está llena de grandes
ocultaciones, sutiles manipulaciones que modifican sustancialmente la
comprensión. Igualmente manipulables son las palabras, las que se eligen y las
que se descartan.
Desde el espléndido mirador del
parque Trotner al que me lleva Carmen, los ojos se admiran con la singular
belleza de la ciudad vieja de Jerusalén, las murallas que la circundan y el
brillo dorado de la cúpula de la mezquita de Al-Aqsa. Si además anochece, la
visión es mística. Los ojos eligen la postal turística y resulta difícil
abstraerse de la hipnosis de tan sublime escenario. Los objetivos se concentran
en él y las parejas y familias se sientan y orientan su mirada hacia allí. Pero,
¿qué sucede si abrimos el plano?
El mirador abarca un extenso paisaje y el embrujo de la joya jerosolimitana apenas admite puntos de fuga. Un vistazo hacia el Oeste lo es hacia la funcionalidad del moderno Jerusalén del siglo XXI. Cuanto más al Oeste, más se confunde con cualquier urbe occidental. Pulcritud constructiva, bloques de oficinas, zonas ajardinadas, un pinar que invita a protegerse del sol abrasador. Pero, ¿y si la mirada gira hacia su oriente?
Mientras Carmen me descifra el paisaje bajo la austera sombra de un árbol, aparecen dos jóvenes en la terraza en la que nos encontramos. Uno de ellos luce kipá y habla, el otro escucha, a veces interroga. Tengo enorme curiosidad por saber qué le cuenta, habla en castellano. Señala con su mano hacia la ciudad vieja y, al igual que hace Carmen conmigo, parece desentrañar a su compañero los misterios de la geografía, aunque la direccionalidad de sus gestos parece limitarse a la ciudad amurallada. Después de un largo monólogo apenas audible, se dirige a nosotros en inglés para pedirnos que les hagamos una foto. Pronto acudimos al idioma común, son argentinos. Posan alegres y dejan un espacio entre ellos para que quede encuadrada la ciudad vieja. Sus cuerpos le ponen en la foto marco judío a un escenario en disputa histórica entre israelíes y palestinos. Después bajan a una zona ajardinada bajo el mirador y vuelven a pedirnos el mismo fondo para su posado. Le confieso a Carmen que siento la tentación de apuntar la cámara hacia la derecha. Pero, ¿por qué? ¿Qué paisaje nos ofrece el mirador en esa dirección? ¿Qué tiene de particular para que me resulte tentador dejarlo impreso en la memoria fotográfica de esa cámara en particular?
Carmen, paciente y dedicada anfitriona, me lee el paisaje y me cuenta que cada tarde, como haré yo ese mismo día, acuden autobuses de turistas para fotografiar el anochecer sobre Jerusalén. Fijan su vista y sus cámaras al frente. Miran la historia, la belleza del pasado. ¿Y el presente? El presente hay que mirarlo con atención para entenderlo en toda su sutil degradación. Lo definen sus cicatrices. El presente es una discriminación racista y colonial cincelada en unas calles que cuanto más al Este menos asfalto tienen (si es que alguna vez lo tuvieron), que cuanto más al Este más tórridas y desérticas, más abandonadas a su suerte. Casas de cemento visto, edificios a medio construir (los permisos de construcción para palestinos en Jerusalén Este jamás alcanzan el 1% anual (¡!). Los de derribos…). Donde en el Oeste el verde da un respiro al paisaje, al Este la tierra está seca, duele a los ojos bajo el sol de primera hora de la tarde. En apenas unos cientos de metros queda expresada la naturaleza discriminatoria de la política israelí. La postal obvia el Este para ocultar el olvido consciente de quienes pagan igualmente sus impuestos y reciben órdenes de derribo, colonos en sus casas (barrio de Silwan) e incluso complejos turísticos que se pretenden de base histórica (Ciudad de David). Pero los ojos nos son suficientes por sí mismos. Los ojos sólo ven cuando hay voluntad de mirar y sólo entienden cuando son capaces de pensar. Pero, ¿quién quiere pensar cuando la ciudad vieja seduce todos los sentidos?
El joven de la kipá rehúsa subir por las escaleras y escala el murete que separa el mirador en el que nos encontramos del jardín al que han bajado para hacerse la segunda de las fotos. Le admiro por ello, muestra una excelente forma física y habilidad trepadora. Se lo hago saber. Su respuesta es brillante. Resume –sin él saberlo- la naturaleza del Israel al que ha servido militarmente: “Después de hacer el servicio militar eres capaz de cualquier cosa”. ¡Exacto! Quizá por eso Israel pretende evitar cualquier denuncia de Palestina en la Corte Penal Internacional. Porque Israel es capaz de “cualquier cosa”. También de berlinizar el paisaje del Medio Oriente con el muro del apartheid que corona la visión panorámica en su mirada más oriental. Allá luce mortecino ese infame bloque de cemento que encarcela a los palestinos de Cisjordania, que anexiona tierras violando toda legalidad territorial e impide el libre tránsito de personas. “Cualquier cosa”, solidificada.
Desde el mirador del parque Trotner sólo se precisa abrir un poco más el plano para que la belleza de la ciudad vieja no excluya el horror y se convierta en postal tramposa. Mirar al frente e ignorar el Este es un acto de cobardía. Es asumir el horror del muro y lo que oculta detrás: las vidas asfixiadas de los palestinos y la aberrante colonización que crece y se extiende como un cáncer en el maltrecho cuerpo de los Territorios Ocupados. Y ese muro no hay coloso que lo escale. No hay servicio militar que te prepare para treparlo. Mirarlo, fotografiarlo y pensarlo es una forma de derribarlo. Ignorarlo le convierte a uno en cómplice. Porque en la vida, tan importante es lo que se ve como lo que no se quiere ver. Lo que se cuenta, como lo que no.
© Carlos Pérez Cruz (Texto y fotos)
Cuanto más al Oeste... |
El mirador abarca un extenso paisaje y el embrujo de la joya jerosolimitana apenas admite puntos de fuga. Un vistazo hacia el Oeste lo es hacia la funcionalidad del moderno Jerusalén del siglo XXI. Cuanto más al Oeste, más se confunde con cualquier urbe occidental. Pulcritud constructiva, bloques de oficinas, zonas ajardinadas, un pinar que invita a protegerse del sol abrasador. Pero, ¿y si la mirada gira hacia su oriente?
Mientras Carmen me descifra el paisaje bajo la austera sombra de un árbol, aparecen dos jóvenes en la terraza en la que nos encontramos. Uno de ellos luce kipá y habla, el otro escucha, a veces interroga. Tengo enorme curiosidad por saber qué le cuenta, habla en castellano. Señala con su mano hacia la ciudad vieja y, al igual que hace Carmen conmigo, parece desentrañar a su compañero los misterios de la geografía, aunque la direccionalidad de sus gestos parece limitarse a la ciudad amurallada. Después de un largo monólogo apenas audible, se dirige a nosotros en inglés para pedirnos que les hagamos una foto. Pronto acudimos al idioma común, son argentinos. Posan alegres y dejan un espacio entre ellos para que quede encuadrada la ciudad vieja. Sus cuerpos le ponen en la foto marco judío a un escenario en disputa histórica entre israelíes y palestinos. Después bajan a una zona ajardinada bajo el mirador y vuelven a pedirnos el mismo fondo para su posado. Le confieso a Carmen que siento la tentación de apuntar la cámara hacia la derecha. Pero, ¿por qué? ¿Qué paisaje nos ofrece el mirador en esa dirección? ¿Qué tiene de particular para que me resulte tentador dejarlo impreso en la memoria fotográfica de esa cámara en particular?
Cuanto más al Este... |
Carmen, paciente y dedicada anfitriona, me lee el paisaje y me cuenta que cada tarde, como haré yo ese mismo día, acuden autobuses de turistas para fotografiar el anochecer sobre Jerusalén. Fijan su vista y sus cámaras al frente. Miran la historia, la belleza del pasado. ¿Y el presente? El presente hay que mirarlo con atención para entenderlo en toda su sutil degradación. Lo definen sus cicatrices. El presente es una discriminación racista y colonial cincelada en unas calles que cuanto más al Este menos asfalto tienen (si es que alguna vez lo tuvieron), que cuanto más al Este más tórridas y desérticas, más abandonadas a su suerte. Casas de cemento visto, edificios a medio construir (los permisos de construcción para palestinos en Jerusalén Este jamás alcanzan el 1% anual (¡!). Los de derribos…). Donde en el Oeste el verde da un respiro al paisaje, al Este la tierra está seca, duele a los ojos bajo el sol de primera hora de la tarde. En apenas unos cientos de metros queda expresada la naturaleza discriminatoria de la política israelí. La postal obvia el Este para ocultar el olvido consciente de quienes pagan igualmente sus impuestos y reciben órdenes de derribo, colonos en sus casas (barrio de Silwan) e incluso complejos turísticos que se pretenden de base histórica (Ciudad de David). Pero los ojos nos son suficientes por sí mismos. Los ojos sólo ven cuando hay voluntad de mirar y sólo entienden cuando son capaces de pensar. Pero, ¿quién quiere pensar cuando la ciudad vieja seduce todos los sentidos?
El joven de la kipá rehúsa subir por las escaleras y escala el murete que separa el mirador en el que nos encontramos del jardín al que han bajado para hacerse la segunda de las fotos. Le admiro por ello, muestra una excelente forma física y habilidad trepadora. Se lo hago saber. Su respuesta es brillante. Resume –sin él saberlo- la naturaleza del Israel al que ha servido militarmente: “Después de hacer el servicio militar eres capaz de cualquier cosa”. ¡Exacto! Quizá por eso Israel pretende evitar cualquier denuncia de Palestina en la Corte Penal Internacional. Porque Israel es capaz de “cualquier cosa”. También de berlinizar el paisaje del Medio Oriente con el muro del apartheid que corona la visión panorámica en su mirada más oriental. Allá luce mortecino ese infame bloque de cemento que encarcela a los palestinos de Cisjordania, que anexiona tierras violando toda legalidad territorial e impide el libre tránsito de personas. “Cualquier cosa”, solidificada.
Allá luce mortecino ese infame bloque de cemento... |
Desde el mirador del parque Trotner sólo se precisa abrir un poco más el plano para que la belleza de la ciudad vieja no excluya el horror y se convierta en postal tramposa. Mirar al frente e ignorar el Este es un acto de cobardía. Es asumir el horror del muro y lo que oculta detrás: las vidas asfixiadas de los palestinos y la aberrante colonización que crece y se extiende como un cáncer en el maltrecho cuerpo de los Territorios Ocupados. Y ese muro no hay coloso que lo escale. No hay servicio militar que te prepare para treparlo. Mirarlo, fotografiarlo y pensarlo es una forma de derribarlo. Ignorarlo le convierte a uno en cómplice. Porque en la vida, tan importante es lo que se ve como lo que no se quiere ver. Lo que se cuenta, como lo que no.
© Carlos Pérez Cruz (Texto y fotos)
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