Michael Wollny, Tim Lefebvre y Eric Schaefer
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Bajo tierra y al fondo de un largo pasillo que
bien podría conducir a una cripta. El jazz está enterrado en
Múnich; al menos el club Unterfahrt, local señero de esta
carísima ciudad en la que tienen sede algunos de los sellos
discográficos más importantes del jazz en Europa. Un paseo por
los barrios céntricos de la ciudad bávara no resuelve el
misterio del porqué de la sobreabundancia discográfica
muniquesa. Apenas una tienda con referencias expresas en su
escaparate a ECM (y con quejas sobre el descenso abrupto de
ventas discográficas) y algunas de segunda mano, sin especial
presencia de los sellos locales. Eso sí, cerveza y papeo, todo
el que se quiera y más.
Pasillo de acceso al club Unterfahart de Múnich
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La historia del jazz sigue escribiéndose en
pequeños garitos, no hay duda. Lejos de cualquier espejismo de
masas festivaleras, su día a día tiene lugar en locales como
Unterfahrt. El club se encuentra dentro de un complejo
subterráneo, que comparte con otras salas, y tiene una capacidad
aproximada de un centenar de personas. Se come y se bebe pero,
cuando la música se pone en marcha, se guarda silencio. Esa es
la costumbre, me asegura un parroquiano, aunque no sé si el
silencio para la actuación del trío de Michael Wollny viene
inducido también por el hecho de que el concierto va a ser
grabado. El pianista germano juega en casa (nació en 1978 en un
pequeño pueblo de Baviera) y lo hace durante cinco noches
consecutivas (una anomalía, según la misma fuente). Esta es la
tercera, la sala está llena y Siegfried Loch presente. Wollny es
artista del catálogo de su sello ACT. Es probable que la
grabación sea futura edición discográfica.
Cartel anunciador del concierto
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El
pianista lidera desde hace unos diez años el trío [em] junto a
la bajista Eva Kruse y el baterista Erich Schaefer. La baja
maternal de Eva obliga a la sustitución de la titular, de ahí la
presencia del bajista estadounidense Tim Lefebvre. La elección
sorprende. Aunque el trío juega en muchas ocasiones con el
impacto roquero, la trayectoria de Lefebvre está ligada en
muchos casos a nombres de un jazz fusión roquero bastante más
edulcorado que el que tiñe la propuesta de Wollny. Cumplió con
su papel, discreto, a veces inaudible. En muchos momentos quedó
sepultado por la complicidad labrada con los años de Wollny y
Schaefer. Lógico. Tenía difícil encontrar su hueco entre dos
músicos tan hiperactivos y ensamblados como los alemanes.
Schaefer es una verdadera máquina de ritmos. Golpes de precisión
suiza para definir los vertiginosos cambios de tempo con los que
jugaron en muchos momentos. Un percutor incisivo y poderoso que
se despachó a gusto cuando la música devino en puro y simple
rock.
Que el jazz es esponja de todo tipo de músicas es bien sabido. Siempre lo ha sido. Michael Wollny y su música son un ejemplo brillante de esa deglución que desde el jazz se hace tanto de lo estudiado como de lo escuchado. Se combina en su pianismo la elegancia del clasicismo, el reto armónico de las músicas más avanzadas del siglo XX y la afinidad con las populares de su tiempo. En ocasiones, todo al mismo tiempo. Lo mismo estudia a Paul Hindemith, otorgándole etéreas resonancias jazzísticas, que discurre ultraveloz con su mano derecha sobre pegadas a piñón fijo de banda de rock, que dinamita en mil pedazos de improvisación abierta y al filo lo que parecía en un primer momento una versión de música de Nirvana. En ocasiones recurre al swing como contraste sincopado a tanta caída en tierra de la música, pero el trío de Wollny no necesita reivindicarse swingueante para que el suyo pueda sentirse con pleno derecho jazz del siglo XXI. Tiempo de jóvenes cada vez más preparados (que no necesariamente más interesantes de escuchar).
Que el jazz es esponja de todo tipo de músicas es bien sabido. Siempre lo ha sido. Michael Wollny y su música son un ejemplo brillante de esa deglución que desde el jazz se hace tanto de lo estudiado como de lo escuchado. Se combina en su pianismo la elegancia del clasicismo, el reto armónico de las músicas más avanzadas del siglo XX y la afinidad con las populares de su tiempo. En ocasiones, todo al mismo tiempo. Lo mismo estudia a Paul Hindemith, otorgándole etéreas resonancias jazzísticas, que discurre ultraveloz con su mano derecha sobre pegadas a piñón fijo de banda de rock, que dinamita en mil pedazos de improvisación abierta y al filo lo que parecía en un primer momento una versión de música de Nirvana. En ocasiones recurre al swing como contraste sincopado a tanta caída en tierra de la música, pero el trío de Wollny no necesita reivindicarse swingueante para que el suyo pueda sentirse con pleno derecho jazz del siglo XXI. Tiempo de jóvenes cada vez más preparados (que no necesariamente más interesantes de escuchar).
Michael Wollny, Tim Lefebvre y Eric Schaefer
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Wollny
es un pianista voraz. El vértigo de su música, el virtuosismo
que requiere la velocidad extrema de su fraseo, contrasta con
una expresividad física poco flexible. Uno se compadece por la
dolorosa postura curvada desde la que enfrenta el piano y se
sorprende por la rigidez con la que sus dedos aparentan
relacionarse con el teclado. Apenas los flexiona y las teclas no
parecen alcanzar jamás el fin de su recorrido. Una relación poco
ortodoxa que, sin embargo, no le impide jugar con sutilezas y
matices ciertamente insospechados para su gesto. Del puro
puntillismo pasa de golpe al impacto en forma de
clusters y de ahí a
recorrer blancas y negras cual Usain Bolt. Del minimalismo
melódico más extremo a la abrumadora colección de fuegos
artificiales.
Es en el artificio donde quizá pierde interés la música del trío. La actuación, generosa en tiempo y divida en dos pases, fue aplaudida con entusiasmo por el público (edades de cuarenta para arriba, con alguna excepción juvenil), que consiguió arrancar dos bises. Quien esto firma también disfrutó, si bien, a la hora de asimilar lo escuchado, creo legítimas ciertas dudas sobre lo que de truco efectista puede llegar a tener la música. La insistencia sobre esquemas semejantes de in crescendo roquero funciona como señuelo pasional en el momento, pero le resta trascendencia a lo que de artístico pueda tener. En la segunda parte reincidieron en ello, mientras en la primera el gozo vino más con las permanentes mutaciones rítmicas y estéticas. En el virtuosismo rítmico y en la pegada son brillantes; en la intimidad, más convencionales.
Es en el artificio donde quizá pierde interés la música del trío. La actuación, generosa en tiempo y divida en dos pases, fue aplaudida con entusiasmo por el público (edades de cuarenta para arriba, con alguna excepción juvenil), que consiguió arrancar dos bises. Quien esto firma también disfrutó, si bien, a la hora de asimilar lo escuchado, creo legítimas ciertas dudas sobre lo que de truco efectista puede llegar a tener la música. La insistencia sobre esquemas semejantes de in crescendo roquero funciona como señuelo pasional en el momento, pero le resta trascendencia a lo que de artístico pueda tener. En la segunda parte reincidieron en ello, mientras en la primera el gozo vino más con las permanentes mutaciones rítmicas y estéticas. En el virtuosismo rítmico y en la pegada son brillantes; en la intimidad, más convencionales.
© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com
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