La noticia en el mediodía del día 6 de julio era una tela de enormes
dimensiones, situada frente a la fachada del Ayuntamiento de Pamplona.
Colores y líneas dibujaban la bandera de Euskadi. El chupinazo sanferminero
se retrasaba y las filias y fobias políticas se desataban, como de
costumbre, en la ciudad (ahora también en la red). Unos se insultan a
otros y todos demuestran apagar la razón para expresarse con las
vísceras. Allá ellos. Aborrezco las patrias. A todo patriota le une su
ceguera.
A la misma hora en que todo ese guirigay patrio-testosterónico
se exacerbaba, una joven daba signos de un más que presumible coma
etílico. Dos policías municipales trataban de tumbarla en el suelo del
zaguán de la Casa Consistorial. Ella, ojos en blanco, no oponía
resistencia, y una vez lograron depositarla, se alejaron dando por
cumplido su trabajo. No hacía falta titulación médica para sospechar que
aquello era algo más que una simple borrachera, que la muchacha
requería atención sanitaria. Se lo hice saber a uno de los policías
quien, sin contestar, se alejó de mí como para evitarse un problema.
Busqué a alguna autoridad política para hacer constar esa dejación y la
presumible urgencia del caso, pero debían de estar arrojándose banderas
por algún salón. Tuve que irme para cumplir con mi obligación como
músico de banda. A la vuelta, unos 40 minutos después, la Cruz Roja por
fin la estaba atendiendo. Ella parecía no responder. Espero que se
encuentre bien.
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