Desde que murió Miles… Desde que murió
Coltrane… Sonny Rollins es el último coloso… En definitiva, ya no
existen aquellas figuras que marcaban época, que guiaban. Si acaso,
pasean su leyenda. Pero…
¿Cuántas veces hemos escuchado lo mismo? ¿Cuántas veces han certificado el final de la historia? Nos falta perspectiva y, quizá por ello, no sabemos separar el ramaje para visualizar con claridad el paisaje presente. En materia de impactos e influencias, los tiempos han cambiado mucho. Ahora, el discurso no es único sino múltiple, no necesariamente plural. Ya no hay fuente, sino una catarata global que casi ahoga cualquier voluntad de empapar las conciencias globales y dispersa el chorro informativo. No hay que ignorarlo.
¿Cuál hubiera sido el impacto mundial de Peter Evans hace quince, veinte años, cuando existía una jerarquía informativa más concentrada? ¿Cuál hubiera sido el impacto de un músico tan sublime si alguien con esas facultades y conceptos creativos hubiera nacido en los años cuarenta? Preguntas inútiles. Nació en 1981 y su eclosión se produce en momento de la historia en el que muchos aficionados al jazz adoran el embalsamamiento del género, en el que los actores más influyentes promueven su museización, en el que el jazz no se madura en clubes sino que se escruta en conservatorios, escuelas y universidades, en el que ya no existen gurús sino miles de replicantes que amplifican, en su mayor parte, voluntades predeterminadas. Frente a la distorsión digital de las prioridades, sólo queda la ardua criba de grano y paja de toda la vida.
Voy agotando adjetivos hacia Peter Evans conforme me va dejando sin palabras. Mi condición de trompetista no me permite escucharlo con la distancia de quien no conoce las particularidades del instrumento y su relación con el instrumentista, por lo que no sé si el oyente llega a ser consciente de la barbaridad técnica que, con la (aparente) misma sencillez con la que un niño aprende a decir “¡es mío!”, sustenta el virtuosismo permanente de su soplo. Nunca he escuchado a un trompetista del nivel de Evans. Y nunca es nunca. Hay trompetistas excelentes, por supuesto. Asombrosos, claro que sí. ¿Extraterrestres? Peter Evans. Si alguien consigue elevar alguna vez el listón un poquito más arriba, se saldrá de la galaxia y se producirá un nuevo big bang. Pero que nadie se equivoque. Sería un error pensar que la maravilla de Evans reside en su técnica (que también, obviamente). Lo verdaderamente relevante es que con ella, como base potencial, va pergeñando un estilo que trasciende lo personal y arrastra al colectivo. No será la revolución del be bop, pero tampoco ésta se hizo de la noche a la mañana.
¿Cuántas veces hemos escuchado lo mismo? ¿Cuántas veces han certificado el final de la historia? Nos falta perspectiva y, quizá por ello, no sabemos separar el ramaje para visualizar con claridad el paisaje presente. En materia de impactos e influencias, los tiempos han cambiado mucho. Ahora, el discurso no es único sino múltiple, no necesariamente plural. Ya no hay fuente, sino una catarata global que casi ahoga cualquier voluntad de empapar las conciencias globales y dispersa el chorro informativo. No hay que ignorarlo.
¿Cuál hubiera sido el impacto mundial de Peter Evans hace quince, veinte años, cuando existía una jerarquía informativa más concentrada? ¿Cuál hubiera sido el impacto de un músico tan sublime si alguien con esas facultades y conceptos creativos hubiera nacido en los años cuarenta? Preguntas inútiles. Nació en 1981 y su eclosión se produce en momento de la historia en el que muchos aficionados al jazz adoran el embalsamamiento del género, en el que los actores más influyentes promueven su museización, en el que el jazz no se madura en clubes sino que se escruta en conservatorios, escuelas y universidades, en el que ya no existen gurús sino miles de replicantes que amplifican, en su mayor parte, voluntades predeterminadas. Frente a la distorsión digital de las prioridades, sólo queda la ardua criba de grano y paja de toda la vida.
Voy agotando adjetivos hacia Peter Evans conforme me va dejando sin palabras. Mi condición de trompetista no me permite escucharlo con la distancia de quien no conoce las particularidades del instrumento y su relación con el instrumentista, por lo que no sé si el oyente llega a ser consciente de la barbaridad técnica que, con la (aparente) misma sencillez con la que un niño aprende a decir “¡es mío!”, sustenta el virtuosismo permanente de su soplo. Nunca he escuchado a un trompetista del nivel de Evans. Y nunca es nunca. Hay trompetistas excelentes, por supuesto. Asombrosos, claro que sí. ¿Extraterrestres? Peter Evans. Si alguien consigue elevar alguna vez el listón un poquito más arriba, se saldrá de la galaxia y se producirá un nuevo big bang. Pero que nadie se equivoque. Sería un error pensar que la maravilla de Evans reside en su técnica (que también, obviamente). Lo verdaderamente relevante es que con ella, como base potencial, va pergeñando un estilo que trasciende lo personal y arrastra al colectivo. No será la revolución del be bop, pero tampoco ésta se hizo de la noche a la mañana.
Peter Evans en el Jazzaldia 2012
© José Horna
Todo instrumentista humano sabe que la condición
de tal incluye una aburridísima (y necesaria)
rutina técnica para mantener los mínimos de
calidad en la interpretación y, a poder ser,
mejorarla. Hay al respecto unos cuantos manuales
técnicos que todo trompetista conoce y que
ejercita con mayor o menor fortuna pero, casi
siempre, con cierto hastío. Evans ha conseguido
hacerme creer que en esos ejercicios
anestesiantes hay un universo asombroso de
posibilidades. Y lo digo porque, si se escucha
con atención su música, ésta no tiene menor
mecanicismo que el que estos ejercicios proponen
y, es más, parte en muchas ocasiones de puros
ejercicios en potencia. Claro que la diferencia
es que la finalidad del método está en la
práctica y desarrollo de habilidades y que esas
habilidades son en Evans motor de una música en
la que arpegios, intervalos, escalas, dobles y
triples picados, etcétera, son tan artísticos en
su punto de partida y desarrollo como una buena
melodía o un arreglo ingenioso. Es decir, la
ejecución de todos esos recursos técnicos
dispara la música… y produce alucinaciones. No
es la demostración de la habilidad para
ejecutarlos lo que nos debería interesar como
oyentes (la vacuidad de la genuflexión ante la
técnica si a esta no le corresponde la emoción),
sino el resultado artístico que con ellos logra.
La música casi maquinal de Evans es intensa y
expresiva hasta extremos casi hilarantes y, si
me apuran, histriónicos. Sitúa al oyente al
borde del desequilibrio emocional. Excita y
tensa porque no da tregua en ningún momento de
los más de 78 minutos (¡¡!!) de banquete
opíparo, de acoso sensorial, de violación de los
límites de capacidad de asimilación que es esta
segunda entrega de Evans en su sello tras el
abrumador
Ghosts.
Del quinteto con aditivos electrónicos del anterior, al trío acústico de trompeta, contrabajo y batería. Puede parecer una versión “ortodoxa” de Peter Evans y, sin embargo, es la constatación de que da igual el formato, dinamita preconceptos. Por momentos puede sonar como un trío de jazz convencional, con su swing rítmico y el fraseo hard bop asociado. Sólo es la visión del sediento en el desierto, el oasis acogedor de lo conocido frente a lo ignoto por conocer. Y probablemente sea una de las versiones más “convencionales” que pueda ofrecer el trompetista, lo que demuestra que incluso en el terreno de lo conocido queda mucho por conocer. Ya sea a través de la emisión de un soplo, del inicio histérico de una serie circular de notas que se repiten de forma extenuante hasta que se desenroscan, o del estallido de un lengüetazo descomunal, Evans pone en marcha una maquinaria infernal en la que John Hébert y Kassa Overall ejercen la no menos virtuosa función de hacer aterrizar los constantes cambios de pulso y acento de la música loca del trompetista. Y aunque parezca broma, una pieza tan desbocada como la del cierre de disco (los 25 minutos largos (¡¡!!) de Carnival), dan hasta para que la batería ultrasónica de Overall cree la ilusión de una samba brasileña que, de tan veloz, quebraría hasta la cadera más curtida en carnavales. Impresiona la velocidad de ejecución, pero más si cabe cómo Evans se contornea sobre la “samba” con el desarrollo de uno de sus característicos bucles de notas que van y vienen para, de pronto, iniciar una secuencia de escalas descendentes que desembocan en una melodía (es un decir) que sería pura samba si no fuera porque no hay cuerpo que la baile.
La música de Peter Evans es obsesiva (u obsesiona… o ambas cosas), y en ello tiene mucho que ver que trabaje sobre motivos circulares (su Lullaby se expone sobre una única línea de notas reiteradas, después con dos motivos arpegiados paralelos, creando un tipo de hipnosis inversa al que se le supone a una canción de cuna, que termina en pesadilla). Que además controle la técnica de respiración circular, le permite el infinito. Cuando rompe con los ciclos, nuestro cuerpo eyacula con él, pero no se relaja porque Evans no lo permite, porque su hiperactividad personal se transmite sin filtro a una propuesta sensorial que exige una permanente actividad de sus compañeros de grupo (obligados a seguirle en su vértigo) y la máxima concentración del oyente que, si no entra de lleno en la montaña rusa de emociones y tiene todos los sentidos puestos en ella, puede sentirse aplastado. Y es ahí donde tengo la sensación de que con el tiempo debería pulir Peter Evans su discurso revalorizando el silencio, dando tiempo para que el oyente asimile semejante ametrallamiento, permitiendo que sus compañeros gocen de más espacio del que disponen (aunque cierto es que su sola actividad paralela a la de Evans es un solo en sí misma), desbrozando la música para eliminar quitar algo de barro.
¿Cuál hubiera sido el impacto mundial de Peter Evans hace quince, veinte años? ¿Cuál, si hubiera coincidido en el parto del be bop? (¡Madre mía! ¡¡A qué velocidad hubieran volado!!). Son preguntas que poco importan porque esa realidad no es posible. La suya es ahora, aunque probablemente Evans se encuentre más allá de este 2013 en el que estamos. Y como a tantos otros adelantados a su tiempo, nadie les asegura que lo suyo vaya a ser asimilado y admirado en su época (si no es por una minúscula legión de incondicionales). Ojalá lo sea y logre dinamitar de un solo lengüetazo cualquier estúpida tentación de encerrar el jazz y las músicas improvisadas en el museo de cera.
Del quinteto con aditivos electrónicos del anterior, al trío acústico de trompeta, contrabajo y batería. Puede parecer una versión “ortodoxa” de Peter Evans y, sin embargo, es la constatación de que da igual el formato, dinamita preconceptos. Por momentos puede sonar como un trío de jazz convencional, con su swing rítmico y el fraseo hard bop asociado. Sólo es la visión del sediento en el desierto, el oasis acogedor de lo conocido frente a lo ignoto por conocer. Y probablemente sea una de las versiones más “convencionales” que pueda ofrecer el trompetista, lo que demuestra que incluso en el terreno de lo conocido queda mucho por conocer. Ya sea a través de la emisión de un soplo, del inicio histérico de una serie circular de notas que se repiten de forma extenuante hasta que se desenroscan, o del estallido de un lengüetazo descomunal, Evans pone en marcha una maquinaria infernal en la que John Hébert y Kassa Overall ejercen la no menos virtuosa función de hacer aterrizar los constantes cambios de pulso y acento de la música loca del trompetista. Y aunque parezca broma, una pieza tan desbocada como la del cierre de disco (los 25 minutos largos (¡¡!!) de Carnival), dan hasta para que la batería ultrasónica de Overall cree la ilusión de una samba brasileña que, de tan veloz, quebraría hasta la cadera más curtida en carnavales. Impresiona la velocidad de ejecución, pero más si cabe cómo Evans se contornea sobre la “samba” con el desarrollo de uno de sus característicos bucles de notas que van y vienen para, de pronto, iniciar una secuencia de escalas descendentes que desembocan en una melodía (es un decir) que sería pura samba si no fuera porque no hay cuerpo que la baile.
La música de Peter Evans es obsesiva (u obsesiona… o ambas cosas), y en ello tiene mucho que ver que trabaje sobre motivos circulares (su Lullaby se expone sobre una única línea de notas reiteradas, después con dos motivos arpegiados paralelos, creando un tipo de hipnosis inversa al que se le supone a una canción de cuna, que termina en pesadilla). Que además controle la técnica de respiración circular, le permite el infinito. Cuando rompe con los ciclos, nuestro cuerpo eyacula con él, pero no se relaja porque Evans no lo permite, porque su hiperactividad personal se transmite sin filtro a una propuesta sensorial que exige una permanente actividad de sus compañeros de grupo (obligados a seguirle en su vértigo) y la máxima concentración del oyente que, si no entra de lleno en la montaña rusa de emociones y tiene todos los sentidos puestos en ella, puede sentirse aplastado. Y es ahí donde tengo la sensación de que con el tiempo debería pulir Peter Evans su discurso revalorizando el silencio, dando tiempo para que el oyente asimile semejante ametrallamiento, permitiendo que sus compañeros gocen de más espacio del que disponen (aunque cierto es que su sola actividad paralela a la de Evans es un solo en sí misma), desbrozando la música para eliminar quitar algo de barro.
¿Cuál hubiera sido el impacto mundial de Peter Evans hace quince, veinte años? ¿Cuál, si hubiera coincidido en el parto del be bop? (¡Madre mía! ¡¡A qué velocidad hubieran volado!!). Son preguntas que poco importan porque esa realidad no es posible. La suya es ahora, aunque probablemente Evans se encuentre más allá de este 2013 en el que estamos. Y como a tantos otros adelantados a su tiempo, nadie les asegura que lo suyo vaya a ser asimilado y admirado en su época (si no es por una minúscula legión de incondicionales). Ojalá lo sea y logre dinamitar de un solo lengüetazo cualquier estúpida tentación de encerrar el jazz y las músicas improvisadas en el museo de cera.
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