Myra Melford y Ben Goldberg en Huesca
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)
En un momento de la charla fuera de micrófono con Ben Goldberg,
y a modo de broma tras algo que me estaba contando, le dije que
tendría que buscar otro pianista. En su respuesta no llegó a
elevar en ningún momento las comisuras de los labios: “There´s
no other pianist”, sentenció.
Hay más pianistas, por supuesto, pero encontrar ese anillo para el dedo, el reflejo de uno en el otro, es complicado. Ben Goldberg y Myra Melford son ahora uno, gracias a años de colaboraciones en sus respectivos proyectos. Ahora son uno en forma de dúo y el hecho de que sean “casi vecinos” en la californiana Berkeley debe de facilitar mucho las cosas. Ambos muestran una admiración mutua, que vista desde fuera se puede compartir. Su actuación en Huesca fue memorable. Las condiciones del auditorio del ‘Matadero’ permitieron disfrutar de un concierto sin amplificación, con lo que se respeta y disfruta el sonido natural. El silencio de sala de cámara permitió igualmente que la música rozara los extremos, con pianísimos que parecían surgidos de un estado de transposición, como percibidos en ese letargo tan cálido del cuerpo camino del sueño reparador de una siesta.
Hay más pianistas, por supuesto, pero encontrar ese anillo para el dedo, el reflejo de uno en el otro, es complicado. Ben Goldberg y Myra Melford son ahora uno, gracias a años de colaboraciones en sus respectivos proyectos. Ahora son uno en forma de dúo y el hecho de que sean “casi vecinos” en la californiana Berkeley debe de facilitar mucho las cosas. Ambos muestran una admiración mutua, que vista desde fuera se puede compartir. Su actuación en Huesca fue memorable. Las condiciones del auditorio del ‘Matadero’ permitieron disfrutar de un concierto sin amplificación, con lo que se respeta y disfruta el sonido natural. El silencio de sala de cámara permitió igualmente que la música rozara los extremos, con pianísimos que parecían surgidos de un estado de transposición, como percibidos en ese letargo tan cálido del cuerpo camino del sueño reparador de una siesta.
Myra Melford
© Jesús Moreno
Son
muchos años de música sobre el escenario pero no todos los saben
llevar con la sencillez, control escénico y naturalidad con la
que se comportan en escena Melford y Goldberg. Fred Hersch
me
dijo en una entrevista que lo primero que trabaja con sus
alumnos es la aproximación física al piano. La forma de
relacionarse de Myra con el instrumento dice mucho de su sonido,
y la composición de su figura con el piano es verdaderamente un
deleite para la vista. No siempre la presunta agresividad del
gesto deviene en un piano percusivo, ni viceversa. En ocasiones
todo su cuerpo baila y, como si de un efecto de resonancia se
tratara, ese baile se traslada al teclado con una pulsación
refleja, réplica de su cuerpo en movimiento. Acaricia las teclas
como si fueran las patitas de un pequeño petirrojo saltando
sobre ellas. El piano se extrema en sus mínimos sin perder jamás
la perfecta definición del sonido, su presencia y proyección,
algo tan difícil de encontrar en tantos y tantos pianistas de
jazz. Lograr no emborronar jamás el sonido en ambos extremos de
volumen, delimitar con precisión el perfil del sonido, explica
la gimnasia cotidiana de Myra Melford. Porque la improvisación
no está reñida con la precisión.
Ben Goldberg
© Jesús Moreno
El
control técnico de Melford, su cuerpo en perfecta sintonía con
el piano, tiene equivalencia en la gestualidad de Ben Goldberg.
Obviamente son instrumentos que requieren atenciones muy
diferentes, pero la serenidad expresiva, la llamativa relajación
física de ambos, permite que la música convoque no sólo a los
extremos de intensidad sino también a los discursos más complejos y
a los más (aparentemente) simples como si de una misma cosa se
tratara. La gestualidad zen de Goldberg es la del dominio
inmutable del aire que permite tanto el brote del sonido como su
desaparición, convirtiendo el soplido sordo en parte del
discurso melódico. No es por falta de esa (obsesiva, aunque
muchas veces necesaria) esterilidad clásica del sonido, es su
voluntad (no es lo mismo pretender que padecer) la que recubre
con una bellísima impureza la emisión sonora, tan flexible como
ágiles los pies de Melford bailando su propia música (por
cierto, gruesa plataforma la de su calzado).
Myra Melford
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)
Cuenta Goldberg que en un momento dado de su formación, para
tocar jazz usaba un saxo; para clásica, el clarinete. Es verdad
que el papel del clarinete en la historia del jazz está muy
asociado a la época del swing y que, sin ser una rareza (que sí,
que ya sé que hay unos cuantos jazzistas clarinetistas), parece
en cierto modo relegado. Quizá su timbre (hay instrumentos más
acogedores, lo siento), lo convierte en especialista secundario
más que en actor protagonista. La idea de un dúo de piano y
clarinete nos aproxima al imaginario de la música de cámara
clásica (toda etiqueta es una (auto)limitación) y de alguna
manera, lo fue. Las formas musicales de muchas de las
composiciones (se repartieron la autoría de los temas a
excepción del segundo bis, de Andrew Hill) podrían ser resultado
de imbricadas ecuaciones compositivas de autores del siglo XX,
pero también deliciosos paseos por el impresionismo musical más
minimalista y sensible. Al impacto
tayloriano de
The Kitchen de la
pianista, le respondía
el eco de una íntima
Moonless night de la propia Melford, el dibujo de una balada
con reminiscencias melódicas (para quien esto firma) de la
solitaria fémina de Ornette Coleman.
La música, siempre rica en matices, en estructuras que se abren a discursos paralelos y libres para volver a una disciplina soviética en la recapitulación del tema. El conjunto, resultado de la inspiración que se le exige al jazz y de la disciplina que se le supone a la clásica. Quizá por eso la expresión era un híbrido de ambas, demostración de que las etiquetas están para perder el tiempo. Digo ambas, aunque en realidad fueron múltiples. Porque en tan sólo un instante se puede pasar de los indicios de una canción pop en Breathing room (Ben Goldberg) a un swing de alegre (in)disciplina callejera que vuelve a ser canción, hasta diluirse en un nocturno que va deshaciéndose de pura abstracción. Abstracción y figuración en un permanente ir y venir. Hasta se sintió la alegría de un himno a medio caballo entre el gospel, la música vaquera y el tumbao latino en la Strawberry de Myra Melford.
La música, siempre rica en matices, en estructuras que se abren a discursos paralelos y libres para volver a una disciplina soviética en la recapitulación del tema. El conjunto, resultado de la inspiración que se le exige al jazz y de la disciplina que se le supone a la clásica. Quizá por eso la expresión era un híbrido de ambas, demostración de que las etiquetas están para perder el tiempo. Digo ambas, aunque en realidad fueron múltiples. Porque en tan sólo un instante se puede pasar de los indicios de una canción pop en Breathing room (Ben Goldberg) a un swing de alegre (in)disciplina callejera que vuelve a ser canción, hasta diluirse en un nocturno que va deshaciéndose de pura abstracción. Abstracción y figuración en un permanente ir y venir. Hasta se sintió la alegría de un himno a medio caballo entre el gospel, la música vaquera y el tumbao latino en la Strawberry de Myra Melford.
Myra Melford y Ben Goldberg
© Carlos Pérez Cruz (www.elclubdejazz.com)
Que no hay otro/a pianista posible, es un piropo convencido de
Goldberg hacia Melford. Sentir la convicción (y la felicidad),
mientras uno escucha el concierto, de que no existe mejor música
que ésa, es la demostración de que se asiste a una sesión
maestra, a un regalo para los sentidos y para la salud mental en
tiempos tan asquerosos como estos. Por eso la medicina que se
reparte con cierta frecuencia en ‘El Matadero’ de Huesca da la
vida. Y me quito el sombrero ante su responsable, el doctor Luis
Lles. Honoris causa, por supuesto. Su inversión en cultura, un
ahorro en gasto sanitario. Hagan cuentas.
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