Al ser embalsamado, el cuerpo del difunto permanece invariable por
los tiempos de los tiempos. Se detiene la degradación, se procura
sortear el olvido de la memoria y se le proporciona un barniz de
brillantez que iguala los matices.
Ha
muerto Hugo Chávez y sus acólitos promueven su embalsamamiento. Allá
ellos. Incluso los más ilustres tienen derecho al olvido. Si algún día a
alguien se le ocurriera hacer lo mismo con mi cuerpo, por favor,
quémenme antes de verme expuesto como el toro y la flamenca sobre el
televisor. Queden las obras y los recuerdos de uno en quien quiera
recordar, pero ayúdenme a olvidarme de mí.
Aunque
la RAE no acoja tal posibilidad, no sólo lo corpóreo puede ser
embalsamado. También la música. Un arte tan inaprensible como éste,
fugaz y sensorial, puede ser sometido a taxidermia. Parece imposible,
pero a las frecuencias en el aire se les puede aplicar el barniz de la
congelación hasta convertirlas en sólidos bloques de cemento dignos de
ser admirados en un museo. Algo parecido al embalsamamiento de sus
esencias sucede con el jazz en España. No sé si es la excepción, pero en
pocos lugares de Europa se observa tal admiración de su pasado
(glorioso y no tanto) e ignorancia de su presente. Si uno echa un
vistazo a las redes sociales, quienes se declaran públicamente
aficionados al jazz giran mayoritariamente en un bucle espacio-temporal
muy concreto, alrededor de figuras ya difuntas (por fortuna, no conozco
casos de cuerpos de jazzistas embalsamados). Los gustos personales son
sagrados, pero las circunstancias que los conforman son, al menos,
opinables.
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