¿Nostalgia? ¿Abaratamiento de costes? ¿Gratuidad
de derechos de autor? Varias pueden ser las
razones pero hay una realidad constatable en las
estanterías de las pocas tiendas de discos que
permanecen abiertas: es más fácil encontrar
“clásicos” del jazz que ediciones
contemporáneas. Es cierto que cada vez más son
los propios músicos quienes editan sus
grabaciones y que éstas han salido del circuito
tradicional de distribución para concentrarse en
la venta directa por internet o en conciertos.
Paradoja: nunca hubo tanta música a nuestra
disposición, nunca tan poca al alcance de la
mano.
Hace unos días eché un vistazo a la sección de discos de jazz de una de las delegaciones españolas de la cadena FNAC y constaté - no sin algo de pena y sopor - cómo la iconografía de la sección se construye alrededor de la imaginería vintage del género, de (un puñado de) los artistas que lo fundaron e hicieron crecer hasta… los sesenta, esa década que todo lo quebró. Así el jazz permanece encerrado en un bucle espacio-temporal autocomplaciente que se “renueva” con constantes reediciones y fondos de catálogo en tiendas que son, cada día más, de antigüedades. Pudiera parecer que hablamos de música difunta de la que algunas discográficas ofrecen el acta notarial que certifica su pasado. Existió, en efecto. Lo que hoy es, sin embargo, no existe, o reverencia pálidamente ese pasado “glorioso” (tan pálido como el rostro de Kenny G que se ha colado en la estantería de jazz).
¿Quién compra hoy discos? He aquí una pregunta nada fácil de responder. Las motivaciones del heroico comprador - el que se mantiene en sus trece e invierte unos ahorros (cada día más esquilmados) en ediciones físicas de algo que está ahí gratis, como por arte de un falso altruismo, en la red de internet - pueden ser muy variadas pero, todas ellas, sin duda tozudas. Son tiempos en los que quienes compramos un periódico en papel nos convertimos en objeto de burla e incomprensión de sus propietarios: ¿por qué mancharse los dedos de tinta? Y nos miran como a extraños. Así son estos tiempos. Por eso los impertinentes compradores, obstinados en nuestro error, deberíamos ser exigentes. No es permisible que se nos cobren cifras de dos dígitos por ediciones que, en muchos casos, ni siquiera contienen más información que la de los títulos de los temas. Por favor, un respeto, que somos inversores. Y como tales, esperamos beneficios. Somos los usuarios premium de la música y es de recibo que exijamos un extra que compense el desmesurado diferencial entre nuestra inversión y la de quienes (no) invierten en las ediciones digitales. Mas no, los periódicos adelgazan, cuestan más y ofrecen lo mismo gratis en la red mientras los discos se mantienen en sus trece del costo abusivo que alejaron a muchos y se dejan escuchar de formas legales, alegales e ilegales por la red al precio de una conexión a internet.
Hace unos días eché un vistazo a la sección de discos de jazz de una de las delegaciones españolas de la cadena FNAC y constaté - no sin algo de pena y sopor - cómo la iconografía de la sección se construye alrededor de la imaginería vintage del género, de (un puñado de) los artistas que lo fundaron e hicieron crecer hasta… los sesenta, esa década que todo lo quebró. Así el jazz permanece encerrado en un bucle espacio-temporal autocomplaciente que se “renueva” con constantes reediciones y fondos de catálogo en tiendas que son, cada día más, de antigüedades. Pudiera parecer que hablamos de música difunta de la que algunas discográficas ofrecen el acta notarial que certifica su pasado. Existió, en efecto. Lo que hoy es, sin embargo, no existe, o reverencia pálidamente ese pasado “glorioso” (tan pálido como el rostro de Kenny G que se ha colado en la estantería de jazz).
¿Quién compra hoy discos? He aquí una pregunta nada fácil de responder. Las motivaciones del heroico comprador - el que se mantiene en sus trece e invierte unos ahorros (cada día más esquilmados) en ediciones físicas de algo que está ahí gratis, como por arte de un falso altruismo, en la red de internet - pueden ser muy variadas pero, todas ellas, sin duda tozudas. Son tiempos en los que quienes compramos un periódico en papel nos convertimos en objeto de burla e incomprensión de sus propietarios: ¿por qué mancharse los dedos de tinta? Y nos miran como a extraños. Así son estos tiempos. Por eso los impertinentes compradores, obstinados en nuestro error, deberíamos ser exigentes. No es permisible que se nos cobren cifras de dos dígitos por ediciones que, en muchos casos, ni siquiera contienen más información que la de los títulos de los temas. Por favor, un respeto, que somos inversores. Y como tales, esperamos beneficios. Somos los usuarios premium de la música y es de recibo que exijamos un extra que compense el desmesurado diferencial entre nuestra inversión y la de quienes (no) invierten en las ediciones digitales. Mas no, los periódicos adelgazan, cuestan más y ofrecen lo mismo gratis en la red mientras los discos se mantienen en sus trece del costo abusivo que alejaron a muchos y se dejan escuchar de formas legales, alegales e ilegales por la red al precio de una conexión a internet.
Vuelvo al principio: la nostalgia. O lo que sea que mueva la permanente revisión de los “clásicos” del jazz que monopolizan las antaño plurales y al día estanterías de las tiendas. Por supuesto que nunca ha estado, está, ni estará de más la mirada al pasado de una música que acumula ya un bagaje histórico notable y que ha evolucionado – para nuestra fortuna - en paralelo al desarrollo de las tecnologías de grabación y difusión. Los avejentados festivales de jazz de nuestro país se mueven por ella y la promueven: en cada edición se nos cuela el homenaje de turno a la memoria del jazz (Ellington, Miles, Parker, las divas…), aunque en su caso se tengan que “conformar” con músicos de hoy que se prestan a ello para engorde de sus carteras (que no de su propia leyenda). Sacan más tajada con la reproducción de una memoria que con su vivo presente. Se premia a quienes mantienen una actitud estética evocadora de lo ya hecho y se ignora a quienes quieren seguir dando un paso adelante, o al menos propio.
Una de las consecuencias de la prevalencia de reediciones y revisiones discográficas es que, por su evidente diferencia de costo de producción, las reediciones tienen en muchos casos cifras de un sólo dígito mientras las nuevas lo hacen con precios comparativamente disuasorios. Si al factor puramente económico le sumamos la falta de cultura general sobre esta música – agravada por la glorificación (y simplificación) permanente del pasado y la ignorancia del presente – nos encontramos con terreno abonado para la reedición y difícilmente rentable para los proyectos de nuevo cuño. Resultado: hoy, discográficamente, el jazz es esencialmente un estilo musical museístico.
Recuerdo cómo hace un par de años, en la ciudad turca de Trebisonda, me dejó patidifuso que de una tienda de discos los clientes salieran con cedés bajo el brazo como quien compra el pan nuestro de cada día. Entraban, iban directos al estante donde visualizaban certeramente su objetivo, lo cogían, se acercaban a la caja, pagaban y se marchaban. Lo tomaría como una alucinación visual si no fuera porque tengo testigos que corroboran este recuerdo. Hoy, en España, ese es el sueño húmedo de un vendedor. Por eso, hemos cambiado la barra de pan de toda la vida por las más sofisticadas presentaciones discográficas con todo tipo de aderezos. Un disco ya no puede ser sólo un disco: o es una edición “exclusiva” y “limitada”, con algún DVD como extra y un libro de fotografías o dibujos hechos por el propio músico, o raramente tendrá salida. Asistimos a un cambio de paradigma: del disco como soporte al disco como objeto de coleccionista. He ahí otro dato de la museización de los discos. En jazz, con el mentado añadido de que las ediciones lo son, en la mayoría de los casos, de grabaciones con más de medio siglo de historia.
Es lógico que si el cliente es otro, más fetichista que sólo auditor, las ediciones tengan que ser especiales para que hagan de ellas merecedoras de atención y gasto. Por eso me pregunto: ¿a quién va dirigida la caja de 48 discos dedicada a Ella Fitzgerald por Membran? En principio, a cualquiera con el suficiente buen gusto como para situar a esta gran dama de la canción en el Olimpo que merece en una discoteca con clase. Pero, dado que hablamos de una voz tan “clásica” y que los clásicos han sido convenientemente exprimidos hasta la última gota, ¿qué hace de esta colección una inversión atractiva? Como objeto de deseo, la caja es absolutamente funcional. Un producto de lujo low cost. La caja es de cartón, los 48 discos van dentro de un sobrecito de cartón y todos tienen el mismo diseño. ¡Fuera gastos “superficiales”! Todos con la misma imagen dibujada de la cantante. Sólo los diferencia el número de CD y el título impreso. Eso sí, una sorpresa: tal y como señala el compañero Marcos Maggi en su artículo sobre First lady of song para ‘Cuadernos de Jazz’, a algunos de los discos originales contenidos en esta colección les han cambiado el título. ¿Por qué? Lo desconozco. Como también por qué los primeros discos parecen mantener un criterio cronológico para, de pronto, organizarse de forma temática y dar saltos temporales hacia atrás y hacia adelante. Son detalles, sin duda, pero insisto en que ante la compra de un disco – y máxime una edición de 48 – deberíamos ser más exigentes que nunca. No es la música aquí la que falla – qué duda cabe – sino su puesta en escena, tan austera que pareciera promovida por la troika. Cartón piedra para envolver una voz que fue de oro. Hasta el libreto adjunto es rácano: título, músicos y año de grabación (he localizado alguna errata). Ni siquiera una aproximación biográfica a la cantante. ¿Qué hace de esta colección una inversión atractiva? Ella, y punto (que es mucho). La posibilidad de concentrar en tan pequeño espacio tanta buena música (lo bueno, lo excelente y lo no tan bueno. Lo personal y lo más alimenticio. Lo más “crudo” y lo más edulcorado). Como objeto de coleccionismo, carece de valor. Está en la música.
Si el jazz es una actitud, y a esta se le supone
un grado de transgresión y experimentación
superior al de otras actitudes (músicas),
convendremos que las recopilaciones tienden a un
conservadurismo impropio del jazz. Por eso se
agradece una edición como la que promueve la
revista francesa ‘Jazz Magazine / Jazzman’, que
ha editado una caja de cinco discos cuya primera
virtud está en la ausencia de un epígrafe que la
catalogue. No es ni “lo mejor de” ni contiene
descripción alguna: tan sólo el nombre del medio
y una amplia colección de portadas en miniatura.
No abunda la información – en esto comparte
demérito con la caja de Ella -, se limita al
título del tema, autor, intérpretes, fecha de
grabación y sello de propiedad en origen.
Hubiera sido de ayuda el título del disco del
que se extrae cada tema, siendo consciente de
que en las grabaciones más antiguas los
conceptos disco y título no se corresponden con
los parámetros actuales. Pero más allá de unas
pinceladas del periodista Lionel Eskenazi sobre
algunos de los fundamentos de la recopilación,
no hay más información. En ese sentido, tanto la
colección de Ella Fitzgerald como la propuesta
francesa adolecen de falta de pedagogía. Y esto,
cuando procede de una revista a la que le supone
una voluntad formativa y divulgativa, resulta
chocante. Eso sí, por encima de cualquier
consideración, y al igual que en el caso de
Ella, el valor supremo está en la música.
No hay catalogación definitiva de la caja pero sí hay título explicativo para el contenido de cada uno de los cinco discos. ‘Jazz Magazine / Jazzman’ los divide en ‘Grandes intérpretes’, ‘Grandes compositores’, ‘El gran mestizaje’, ‘Hecho en Europa’ y ‘Los años 2000’. Cien cortes en total de los cuales, tal y como subraya Eskenazi, treinta lo son de música registrada a partir de 1992. ¡Bravo! ¡¡Existe el presente!! Hasta el punto de que el último disco, tal y como explica su título, está compuesto por música registrada en nuestro siglo. Una alegría que es mayor cuando estamos ante una recopilación que abre su espectro geográfico y da cabida en igualdad de condiciones a músicos de más allá de Estados Unidos, especialmente europeos.
No hay catalogación definitiva de la caja pero sí hay título explicativo para el contenido de cada uno de los cinco discos. ‘Jazz Magazine / Jazzman’ los divide en ‘Grandes intérpretes’, ‘Grandes compositores’, ‘El gran mestizaje’, ‘Hecho en Europa’ y ‘Los años 2000’. Cien cortes en total de los cuales, tal y como subraya Eskenazi, treinta lo son de música registrada a partir de 1992. ¡Bravo! ¡¡Existe el presente!! Hasta el punto de que el último disco, tal y como explica su título, está compuesto por música registrada en nuestro siglo. Una alegría que es mayor cuando estamos ante una recopilación que abre su espectro geográfico y da cabida en igualdad de condiciones a músicos de más allá de Estados Unidos, especialmente europeos.
Bernard Lubat y Louis Sclavis
© Jesús Moreno
Como sucede con toda selección, máxime cuando
todos llevamos un seleccionador en nuestro
interior, la “convocatoria” es discutible tanto
por presencias (¡Diana Krall en el apartado de
‘grandes intérpretes’!) como por ausencias. Pero
es diversa, un muestrario amplio de la inmensa
diversidad del jazz que, lógicamente, no llega a
abarcar en toda su dimensión. Pero es
estimulante encontrar junto a los inevitables
Louis Armstrong o Ella Fitzgerald (claro) a
Bernard Lubat, Marc Ducret, Le Sacre du Tympan,
E.S.T., Joachim Kühn, Paolo Fresu o Youn Sun
Nah. Y antes que con las numerosas ausencias de
nombres y de estéticas más radicales, prefiero
quedarme con la cantidad de puertas que esta
colección puede abrir al recién llegado y
también al presuntamente ilustrado, máxime
cuando la selección lo es a un 50% de
grabaciones previas y posteriores a 1962 (¡la
gran falla de los sesenta!). Eso sí, una vez al
oído se le despierte la curiosidad, el trabajo
de documentación le corresponde al oyente, que
aquí nada se dice. Ni quién es quién ni por qué
se elige cada tema. Al fin y al cabo hemos de
suponer que cuando de un músico se elige un
corte se hace por representativo. ¿O no?
Eskenazi dice que de cada músico se ha elegido
un tema de su “periodo esencial” (terreno
claramente subjetivo) y que se han tratado de
evitar los más “célebres” (Ejemplo: del cuarteto
de Dave Brubeck ni Take five ni Blue
rondo à la turk sino The golden horn).
También que se han decantado por cortes breves
para que pudieran entrar en los 80 minutos
máximos de cada CD y que han quedado fuera
músicos (cita a John Zorn, Anthony Braxton, Brad
Mehldau y Pat Metheny) por cuestión de derechos
de autor. Lástima, insisto, del complemento
informativo que le dé al objeto el valor añadido
que hoy apenas tiene comparado con una lista de
reproducción (gratuita) en Spotify. Porque de
eso se trata, ¿no?
© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com
© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com
4 comentarios:
pareceme querido carlos que has perdu le nord. no se de que te extrañas. el jazz no es de mucha venta. y la poca venta la tiene en el segmento de los clasicos. en el sota caballo y rey. que son tipos de puta madre -de arsmtrong a trane o quienes queramos poner-. lo que pasa es que lo que suelen vender, pues... como que tampoco. eso es ademas la ortodoxia, la musica atemporal que suena enlos programs atemporales de jazz (¡tan abuuridos ellos!). toda esa mierda (por mas que deliciosa) que encontramos en los estantes de las secciones de jazz es la punta del iceberg. es de lo qeu habla cifu y otros ortopèdicos aficionados esto. pero hay mas. no sulele star en los festivales, ni en los programs ni esnlas enstanterias de las tiendas. pero que coño existe. y eso es ... realmente la hostia. por eso sigo disfrutando de ello pese a los festivales, las multianciones l.......
nos vemos en la eternidad, que ya queda poco!
Siempre "pese a". Siempre navegando contracorriente... Nos va a salir músculo... Nos vemos allá, ¡buen viaje!
Hola Carlos, esencialmente estoy de acuerdo contigo en esa afirmación de que el jazz (discográfico) se está conviertiendo ( o se ha convertido) ya en una pieza de museo. Supongo que responderá a una serie de factores que se me escapan, sin embargo contrasta con la oferta -escasa o no- de música en directo, donde sí que percibo predomina más lo contemporáneo.
Supongo que para el jazz contemporáneo nos falta aún perspectiva histórica o vete tú a saber...
Yo por mi parte, como sabes, me afano por estudiar en profundidad los clásicos no porque denoste el contemporáneo, ni mucho menos, sino más por desenterrar esa imagen 'simplista' y 'cliché' que a veces se tiene del jazz antiguo. Cada uno en lo nuestro, vamos aportando nuestro granito de arena. Supongo...
Un abrazo
Hola Manu. Todos aportamos, o al menos lo intentamos. Estoy de acuerdo contigo en el cliché que se impone y que se de recibo tratar de afrontar con datos y conocimientos. Por otro lado, que uno sea aficionado en profundidad al jazz "clásico", no es demérito como tampoco tiene mérito estar al día de lo que se hace ahora.
Sobre la música en directo: Entiendo lo que quieres decir con lo de que predomina lo "contemporáneo" pero tampoco lo creo cierto por completo. Pocos son los que se dedican en serio a trabajar sobre la música de ese pasado y lo pueden hacer sin aroma amateur". Por otro lado, muchos de esos "contemporáneos" son un pálido reflejo de otro tipo de jazz "clásico", posterior al de tu campo de trabajo pero igualmente ya histórico. Predomina, a mi entender, un conservadurismo patológico, aunque lo vistan de moderna.
Un abrazo, Carlos.
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