2012 va terminando y el balance es pésimo. Como en aquella viñeta de 'El Roto' en la que un hombre, con traje de protección y mascarilla, portaba una bolsa de residuos tóxicos con el número del año impreso en ella, arrojaremos una vez más el año difunto al vertedero de los desechos tóxicos. Los años no son ni malos ni buenos; son - lo que cada uno crea que son - siempre desde la perspectiva personal; lo bueno y lo malo está, como Dios, en uno mismo y en todas partes, así que yo y mis circunstancias lo calificamos. Existen, claro, las sensaciones compartidas y este ha sido (es) un año cargante, de pesimismo colectivo y de aplastamiento del ánimo por inducción ambiental. Como si fuéramos ocas, nos han inflamado el higadillo vía embudo con un chorro torrencial de horribles perspectivas (y realidades ya constatables).
Con el cambio de año se procura un cambio del marco mental y anímico, se celebra un juego simbólico de purgación y propósitos que se frustran casi de inmediato, confrontado el buen deseo con la tozuda insistencia de los errores propios y ajenos.
El año nuevo nace en una noche excesiva, de risa nerviosa, histérica, la de quien prevé que el tiempo se acaba. El sol levanta acta notarial en la mañana del día 1: paisaje de un domingo fatal y resacoso, de tiempo detenido e inamovible. De la pesadez de la (in)digestión al enfrentamiento con uno de los meses más hostiles del año. Europa celebra el Año Nuevo batiendo palmas a una marcha militar. Es un síntoma.
Los malos años, los que uno desea finiquitar, se pueden ver en perspectiva como años de crecimiento personal, de fortalecimiento frente a la adversidad. Bien, es un consuelo, aunque a veces uno ve más costra que músculo en ello.
En 2012 hemos desayunado, almorzado, merendado y cenado (y, si me apuran, acostado) cada día con la palabra "crisis" como vínculo colectivo; pero la crisis es, fundamentalmente, íntima. Y esa intimidad, ya me disculparán, me la reservo para el ámbito al que hace referencia la propia palabra. En tiempos de desnudez pública, permítaseme el recato.
Hay intimidades publicables, privadas e inconfesables. Entre las primeras, la desazón profesional. La de (re)comprobar que la libertad de expresión, conciencia y movimientos, el reconocimiento e impulso del trabajo esforzado, laborioso, creativo y honesto, brillan en la lejanía de su ausencia. Agosto me pilló en Palestina (sin duda la experiencia más hermosa del año) y la censura de Carne Cruda en Ramallah. Fueron las primeras lágrimas del viaje. Las siguientes, a la vuelta, fueron interiores. El programa volverá, esa es una buena noticia para 2013, pero algo ha quedado violado en el camino (una vez más). Uno no sale indemne del cinismo institucional(izado). De eso hay, y mucho, en la terrible realidad de la cotidianidad palestina.
Año de idas y venidas, sin tener siempre muy claro si donde se está es donde se debe (uno a sí mismo). El verdadero viaje es interior, y para llevarlo a cabo no es estrictamente necesario moverse del hogar, aunque a veces uno lo encuentre donde menos se lo espera. Año de encuentro con amigos en la distancia y de amigos perdidos en ella. Año de risas y sonrisas, lloros y suspiros. De inspiración y sopor. Eso que llaman vivir. A veces en compañía y muchas con soledad, esa díficil pareja de la supervivencia para valientes (que no es mi caso). Como buen cobarde (ese debe de ser mi caso), la música, el cine y la lectura me han proporcionado una vez más consuelo. Son los placebos que sustituyen al verdadero motor de la vida: el (con)tacto.
Carlos Pérez Cruz
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