La ciudad, epicentro actual de la actividad humana, es un contenedor de masas y, como tal, tiene sus riesgos inherentes. Algunos de ellos son obvios, como la posibilidad de que un automóvil sea atropellado por la circulación de peatones o que, en verano, el calor derrita el frescor de los espacios con aire acondicionado.
De todos es conocido el riesgo de tropezarse con un poeta callejero que, en verso, predice el futuro de nuestros antepasados o la posibilidad de que un coro de jóvenes ataviados como describe la tradición interrumpa temprano nuestro sueño con líricas loas al amor entonadas a dos voces. Como bien sabrá el lector no es infrecuente que suceda a pesar de que estos puedan ser sus últimos días al correr peligro su tradicional pervivencia por las restrictivas normas dictadas por los burócratas de pueblo, incapaces de distinguir los usos y costumbres urbanas de sus fobias rurales.
La vida en una ciudad se encuentra expuesta a constantes riesgos, como el del colapso de las grandes arterias en época de trashumancia o el peligro de resbalar en alguna acera encerada al despistarnos con el reflejo de estrellas y luna. Algunos de los riesgos son más populares que otros, claro está. Entre los más populares la posibilidad de quedarse dormido por falta de ruidos matinales (y más ahora que ha entrado en vigor la normativa contra grupos de jóvenes ataviados como describe la tradición que entonan líricas loas al amor a dos voces) o el de no encontrar plaza en los abarrotados Centros Públicos del Pensamiento Ilustrado (problema éste de difícil solución a pesar de la inauguración cada mes de varios de estos centros).
Entre los riesgos menos populares y, por lo tanto, más desconocidos, se encuentra el de “Excesos Rurales”, así denominado en la normativa vigente de ordenación urbanística y que se refiere a la continua desaparición de espacios cementados sustituidos por zonas de esparcimiento ajardinadas que son, sin discusión posible, excesivas para el núcleo urbano, hasta el punto de que ya son varias las urbes que han perdido tal denominación por la de “Reserva Natural”, con evidente perjuicio para sus habitantes que pasan a ser alimentados con piensos varios.
Otro riesgo poco conocido, y al que me gustaría dedicar hoy unas líneas, es el riesgo de andar por la calle con la boca abierta. La Sociedad Internacional de Estudios Mentales advirtió recientemente de que esta práctica tan extendida promueve la excesiva oxigenación individual en perjuicio del correcto reparto del bien oxígeno. Destaca en su advertencia este organismo que tiene especial incidencia en las grandes avenidas con expositores de Arte Contemporáneo, por lo que recomienda el recubrimiento de éstos o, en su defecto, un control exhaustivo por tramos de acceso a dichas avenidas para evitar, en lo posible, la confluencia simultánea de excesivos viandantes.
Otro de los riesgos de esta práctica es que los pensamientos ajenos, expresados de viva voz, accedan a través de nuestras bocas abiertas a la psique individual y anulen la personalidad. Los médicos consultados respecto de esta grave anomalía confían en una pronta recuperación de los casos sueltos gracias a intensivos tratamientos de espejoterapia. Sin embargo advierten del riesgo de una epidemia masiva que llevaría, a quien esto escribe, a defender lo mismo que usted, estimado lector, o incluso que usted y que usted y también que usted. Esta epidemia tiene ya nombre, recogido en el último boletín de la Organización Mundial de la Salud y a la que se refiere como “Pensamiento Único”. Dicho organismo aconseja medidas preventivas como el diseño de algún tipo de bozal (inspirado en el de nuestros amigos los cánidos) o la prohibición de hablar en calles y plazas (en espacios públicos en general) con el fin de preservar el pensamiento privado.
De todos es conocido el riesgo de tropezarse con un poeta callejero que, en verso, predice el futuro de nuestros antepasados o la posibilidad de que un coro de jóvenes ataviados como describe la tradición interrumpa temprano nuestro sueño con líricas loas al amor entonadas a dos voces. Como bien sabrá el lector no es infrecuente que suceda a pesar de que estos puedan ser sus últimos días al correr peligro su tradicional pervivencia por las restrictivas normas dictadas por los burócratas de pueblo, incapaces de distinguir los usos y costumbres urbanas de sus fobias rurales.
La vida en una ciudad se encuentra expuesta a constantes riesgos, como el del colapso de las grandes arterias en época de trashumancia o el peligro de resbalar en alguna acera encerada al despistarnos con el reflejo de estrellas y luna. Algunos de los riesgos son más populares que otros, claro está. Entre los más populares la posibilidad de quedarse dormido por falta de ruidos matinales (y más ahora que ha entrado en vigor la normativa contra grupos de jóvenes ataviados como describe la tradición que entonan líricas loas al amor a dos voces) o el de no encontrar plaza en los abarrotados Centros Públicos del Pensamiento Ilustrado (problema éste de difícil solución a pesar de la inauguración cada mes de varios de estos centros).
Entre los riesgos menos populares y, por lo tanto, más desconocidos, se encuentra el de “Excesos Rurales”, así denominado en la normativa vigente de ordenación urbanística y que se refiere a la continua desaparición de espacios cementados sustituidos por zonas de esparcimiento ajardinadas que son, sin discusión posible, excesivas para el núcleo urbano, hasta el punto de que ya son varias las urbes que han perdido tal denominación por la de “Reserva Natural”, con evidente perjuicio para sus habitantes que pasan a ser alimentados con piensos varios.
Otro riesgo poco conocido, y al que me gustaría dedicar hoy unas líneas, es el riesgo de andar por la calle con la boca abierta. La Sociedad Internacional de Estudios Mentales advirtió recientemente de que esta práctica tan extendida promueve la excesiva oxigenación individual en perjuicio del correcto reparto del bien oxígeno. Destaca en su advertencia este organismo que tiene especial incidencia en las grandes avenidas con expositores de Arte Contemporáneo, por lo que recomienda el recubrimiento de éstos o, en su defecto, un control exhaustivo por tramos de acceso a dichas avenidas para evitar, en lo posible, la confluencia simultánea de excesivos viandantes.
Otro de los riesgos de esta práctica es que los pensamientos ajenos, expresados de viva voz, accedan a través de nuestras bocas abiertas a la psique individual y anulen la personalidad. Los médicos consultados respecto de esta grave anomalía confían en una pronta recuperación de los casos sueltos gracias a intensivos tratamientos de espejoterapia. Sin embargo advierten del riesgo de una epidemia masiva que llevaría, a quien esto escribe, a defender lo mismo que usted, estimado lector, o incluso que usted y que usted y también que usted. Esta epidemia tiene ya nombre, recogido en el último boletín de la Organización Mundial de la Salud y a la que se refiere como “Pensamiento Único”. Dicho organismo aconseja medidas preventivas como el diseño de algún tipo de bozal (inspirado en el de nuestros amigos los cánidos) o la prohibición de hablar en calles y plazas (en espacios públicos en general) con el fin de preservar el pensamiento privado.
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