Desde aquella conversación con José la noche del jueves había llegado a la conclusión de que no merecía la pena volverse loco por este mundo y había tomado una decisión con la que pretendía dar un giro completo a su vida: Iba a buscar un curro. El mundo en que le había tocado vivir era así, le gustara o no, y tenía muy pocos visos de cambiar. Al fin y al cabo esas reflexiones que José y él contraponían todas las semanas terminaban por deprimirle más que por solucionar nada que no fuera su propio ego, pero el discurso de los acontecimientos seguía la senda marcada por un guía superior a ellos, se llamara Dios, Capitalismo o Conformismo. José y él llevaban trece años reuniéndose cada jueves por la noche y en trece años los temas de conversación no habían variado más que en los pequeños matices que la actualidad marcaba en cada momento. En el fondo de cada una de sus discusiones bullía una profunda insatisfacción vital, el peso de la imaginación de un mundo diferente que otros habían desarrollado para ellos en el cine o en las novelas y ensayos que leían y que formaban el bagaje intelectual que José y él desparramaban sobre una mesa de madera humedecida por cientos de cervezas derramadas.
No era la primera vez que había llegado a la conclusión de que debía darse por vencido y convertirse a la religión de los iguales, tal y como la habían bautizado en uno de aquellos jueves noche. Si muchas personas, a las que ambos conocían, parecían sobrevivir con dignidad, incluso con aparente felicidad, con sus vidas horarias de calendario fijo, él también podría hacerlo. Si luchar por cambiar el mundo, aunque fuera el de los ochenta metros cuadrados de su piso, no le había hecho sentirse mejor, ¿por qué no habría de probar a ser uno de ellos? Así que durante unos días buscó ofertas de trabajo en los periódicos locales y fue llamando a las que menos le disgustaban de primeras. Contactó con comunidades de vecinos que buscaban porteros, con tiendas de ropa que buscaban dependiente, con oficinas de seguros que requerían secretarias (¡no secretarios!) - otras que requerían personal de limpieza (¿es usted rumano? ¿No? Lo sentimos, no estamos interesados.) -, con empresas que buscaban repartidores, incluso una cadena de pizzería que le colgó al informarles de su edad (32. ¿Hola? ¿Está ahí?). Finalmente, a punto de renunciar, consiguió una entrevista para un trabajo de comercial en una tienda de telefonía.
Se puso el mejor traje que tenía, abandonado en el fondo del armario desde la ceremonia de graduación de su hermana de hacía cinco años, y se encaminó hacia su cita. Al llegar le hicieron pasar al despacho del señor Don José López Jiménez, encargado de la tienda. Se sentaron frente a frente separados por una mesa de trabajo repleta de papeles con miles de datos. La conversación discurrió con amabilidad. Don José le reconoció que necesitaban contratar a alguien con urgencia y que sólo quería conocer algunos datos más. Todo parecía dispuesto hasta que el señor Don José, mientras buscaba el contrato entre la orgía de fotocopias y facturas, preguntó.
- ¿Qué le gusta hacer en su tiempo libre?
- Pensar. Me encanta pensar, leer, ver películas... Por cierto, tengo un amigo que se llama como usted. Quedamos todos los jueves desde hace trece años. Ya sabe, arreglamos el mundo en torno a una cerveza.
- ¿De qué hablan? ¿De fútbol? -, inquirió Don José.
- Que va, que va. Últimamente andábamos discutiendo sobre un ensayo de Freud. El malestar en la Cultura, no sé si lo conocerá.
Tras titubear durante un instante, Don José López Jiménez se levantó de su silla, le dio la mano y le acompañó hacia la puerta.
- Gracias por venir. Ya le llamaremos.
Carlos Pérez Cruz
No era la primera vez que había llegado a la conclusión de que debía darse por vencido y convertirse a la religión de los iguales, tal y como la habían bautizado en uno de aquellos jueves noche. Si muchas personas, a las que ambos conocían, parecían sobrevivir con dignidad, incluso con aparente felicidad, con sus vidas horarias de calendario fijo, él también podría hacerlo. Si luchar por cambiar el mundo, aunque fuera el de los ochenta metros cuadrados de su piso, no le había hecho sentirse mejor, ¿por qué no habría de probar a ser uno de ellos? Así que durante unos días buscó ofertas de trabajo en los periódicos locales y fue llamando a las que menos le disgustaban de primeras. Contactó con comunidades de vecinos que buscaban porteros, con tiendas de ropa que buscaban dependiente, con oficinas de seguros que requerían secretarias (¡no secretarios!) - otras que requerían personal de limpieza (¿es usted rumano? ¿No? Lo sentimos, no estamos interesados.) -, con empresas que buscaban repartidores, incluso una cadena de pizzería que le colgó al informarles de su edad (32. ¿Hola? ¿Está ahí?). Finalmente, a punto de renunciar, consiguió una entrevista para un trabajo de comercial en una tienda de telefonía.
Se puso el mejor traje que tenía, abandonado en el fondo del armario desde la ceremonia de graduación de su hermana de hacía cinco años, y se encaminó hacia su cita. Al llegar le hicieron pasar al despacho del señor Don José López Jiménez, encargado de la tienda. Se sentaron frente a frente separados por una mesa de trabajo repleta de papeles con miles de datos. La conversación discurrió con amabilidad. Don José le reconoció que necesitaban contratar a alguien con urgencia y que sólo quería conocer algunos datos más. Todo parecía dispuesto hasta que el señor Don José, mientras buscaba el contrato entre la orgía de fotocopias y facturas, preguntó.
- ¿Qué le gusta hacer en su tiempo libre?
- Pensar. Me encanta pensar, leer, ver películas... Por cierto, tengo un amigo que se llama como usted. Quedamos todos los jueves desde hace trece años. Ya sabe, arreglamos el mundo en torno a una cerveza.
- ¿De qué hablan? ¿De fútbol? -, inquirió Don José.
- Que va, que va. Últimamente andábamos discutiendo sobre un ensayo de Freud. El malestar en la Cultura, no sé si lo conocerá.
Tras titubear durante un instante, Don José López Jiménez se levantó de su silla, le dio la mano y le acompañó hacia la puerta.
- Gracias por venir. Ya le llamaremos.
Carlos Pérez Cruz
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