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viernes, noviembre 16, 2007

Pelusilla

No sé si lo mío es un caso de olvido premeditado o simplemente que tengo mala memoria pero parece que mi infancia juega conmigo al escondite. Cada vez que conduzco por la carretera de los recuerdos el sol se va ocultando velozmente hasta oscurecer mi viaje conforme me voy aproximando a la edad de la inocencia. No sólo la noche lo inunda todo sino que una densa niebla va cubriendo el paisaje hasta hacer mi camino prácticamente intransitable y me invita a volver a mis días a afrontar lo que vendrá, olvidando lo que vino. Por fortuna la niebla no viene sola, viene acompañada de los relámpagos de una tormenta que, cuando estalla, me permite al menos ver algo en el camino, aunque sólo sea durante un instante, una fugaz visión de lo que fui, de aquello que viví aunque en la distancia parezca que simplemente se trata de la visión de una vida ajena, de alguien que ¡no puedo ser yo! porque no me parezco en absoluto a ese mico que en vez de bigote vistió pelusa hasta que, por fin un día, mi padre me enseñó a afeitarme. Creo que de ese momento tiene que existir un vídeo, o una foto. A mi padre siempre le ha gustado guardar los momentos importantes de nuestra vida porque algún día te hará ilusión recordar. Lo que no sabía mi padre es que a mí me gusta más recordar lo que nunca sucedió; la nostalgia de un pasado que nunca fue. Lo que sí consiguió mi padre al enseñarme cómo se afeita un bigote es que dejara de sufrir la burla de mis compañeros de clase que no sólo descubrieron antes que yo que los Reyes Magos eran un disfraz sino que la madurez se alcanzaba cuando uno cambiaba esa pelusilla por un verdadero bigote, aunque fuera un tanto vago y remolón y apenas lo pareciera. Recuerdo aquella mañana en que, después de usar mi primera cuchilla, volví al colegio con otro ánimo. El mío era un colegio de monjas de ambiente claustrofóbico. No es que me impusieran las imágenes de vírgenes y cristos dolientes, que tampoco animaban mucho, sino que a nadie se le ocurría ventilar aquellos enormes pasillos y aulas en las que pasábamos largas horas cada día. A las ocho de la mañana entrar en el colegio era como entrar en la noche cuando fuera estaba amaneciendo. La oscuridad de recogimiento monástico apenas se veía amenazada por algún rayo de sol que se conseguía colar por alguna de las ventanas enrejadas cuya contraventana alguien dejó sin cerrar del todo la tarde anterior. Esa luz, ese pequeño rayo, irrumpía en el espacio negro y mostraba el baile de polvo en suspensión. Era un espectáculo al que yo solía prestar atención cada mañana antes de entrar a clase. Microscópicos entes de suciedad bailaban al ritmo del vals de entradas, salidas y carreras de mis compañeros. No era más que una excusa para intentar retrasar lo más posible mi entrada en la clase pero terminó por fascinarme. Pero aquella mañana recién afeitado sería diferente. Yo había dado el paso que otros dieron antes. Me había convertido en un hombre. Eso de sonrojarme ante las burlas de mis compañeros se había acabado, ahora yo era uno de ellos, ahora iba a competir en el mercado del Maite se gusta de tiBarrio Sésamo y, sobre todo, porque aquellos pelillos ridículos habían caído por fin. Aquella mañana me olvidé del baile de polvo y entré a clase de los primeros. Me atreví incluso a abrir las ventanas del aula para ventilar a pesar de los gritos de protesta de alguna compañera que tenía frío. Me dio igual. Ahora podía mirarla a los ojos y no ponerme rojo de vergüenza. Fueron dos mis victorias ese día. Por primera vez una chica parecía respetarme y por fin se podía respirar en clase. Estuvo bien que nadie se metiera conmigo por mi pelusilla aunque ese día también aprendí algo que nunca he olvidado hasta hoy. Aprendí que es mejor llevar las camisas por fuera para que no se note que ¡¡ la tiene grande !!

Carlos Pérez Cruz

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