Con mis piernas como escritorio,
alternaba la lectura del periódico del día con la del libro en el que
estuviera inmerso en ese momento. La postura resultaba incómoda. Como
respaldo, los pies del compañero de atrás. Abrir el periódico suponía
invadir parte del espacio de los vecinos de localidad. Pero, por encima
de cualquier molestia física, lo más importante era no apartar la mirada
del libro y del periódico, limitar el espacio visual a las letras para
evitar la sangre.
El día en que logré una plaza (no hay ironía en el término) en la banda de música de Pamplona, además de felicitarme, mi padre bromeó con un aspecto no menor del compromiso que adquiría al formar parte de ella: tendría que tocar en los toros por San Fermín. Es lo que tienen las bandas en este país: lo mismo están tocando en una lujosa sala de conciertos que en el cemento de una plaza de toros. Es decir, lo mismo hacen música de Paul Hindemith que dan requiebros de pasodoble para premiar el arte de desgarrar órganos vitales de un ser vivo (lo que convierte la madrileña declaración de ‘patrimonio cultural inmaterial’ de los toros en un verdadero oxímoron: nada más material que los órganos segados por una espada). Me entró la risa nerviosa.
2 comentarios:
Mi experiencia con los toros se reduce a una vez que de chico que me llevaron a ver vaquillas y recuerdo que no acababa de entender por qué un grupo de sanos jóvenes como me decían (por aquellos años ya pensaba yo en términos más de gilipollas) saltaban a la arena a fastidiar, molestar y herir a una vaquilla. ¿Te ha gustado?, me dijeron. No quiero volver, respondí. Siempre ha sido un niño raro, dijeron los vecinos, no sabe divertirse, anda siempre con libros.
Y, le confieso, que cuando llegan estas fechas pienso en usted y me entran ganas de adoptarlo quince días hasta que pase todo. A. está de acuerdo.
"Siempre ha sido un niño raro"... Qué gran honor, ¿no? Oye, que ya me pasas si eso la dirección. Responderé con un mugido de vaca cuando descuelgues el telefonillo...
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