España tiene un déficit jazzístico equivalente
al democrático. La dictadura de Franco retrasó
la llegada de (una cierta) modernidad hasta
finales de los setenta, cuando en la Europa
civilizada Mayo del 68 era ya un vago recuerdo.
Aquí también tuvimos Mayo, pero del 2011.
En España, el jazz se vive con un delay descomunal. Para que se hagan una idea: hoy estamos descubriendo a los Beatles. ¿Exagerado? Si en los tiempos de la dictadura sólo unos pocos afortunados podían salir al mundo y descubrir América a cada rato, hoy el común descubre esa América de la época del telégrafo. Es bueno preservar e indagar en la memoria del pasado; no tanto no tener presente o ignorarlo.
Nada de malo hay en vivir en 2013, tener veintitantos años y flipar con Lee Morgan o Freddie Hubbard. Pero lo flipante de veras es que el confesor de sus flipes -trompetista, para más señas- reconozca que no tiene ni idea de quiénes son Dave Douglas o Peter Evans y sí, claro, Wynton Marsalis. Definitorio. Vivimos con medio siglo (o más) de retraso y Nixon es nuestro guía. Todavía no ha llegado el “Waterjazz” a España.
Llegó el jazz a los conservatorios y las aulas acogieron a músicos que, en algunos casos, no sabían muy bien por qué ni para qué estaban ahí. Algunos pensaron que la incapacidad técnica los validaba para el jazz y, por desgracia, algunos tribunales les confirmaron la sospecha. El caso era obtener un título y ahora el sistema parecía abrazarlos a todos, aunque fuera para justificar la existencia de un Superior en la comunidad. Para el profesorado se contó con lo que había (y había de todo, claro), y alguno hasta descubrió que Charles Lloyd seguía vivo y en activo. E incluso, que existía el jazz más allá de la big band de Count Basie. La buena noticia es que ahora salen titulados. También que a algunos catedráticos les escoció el swing en el aulario. El templo, profanado.
La afición encontró en internet un espacio para encontrarse, tan solitarios y raros que eran antes en sus pueblos y ciudades de residencia. Ahora comparten online a Coleman Hawkins, Duke Ellington o charlan de Bill Evans. Se relacionan en grupos virtuales y hacen sonar lo mismo que ‘Cifu’ en sus programas de radio. No es raro, la rueda de sintonización del receptor gira y no encuentra más. “Su definición del jazz es más estrecha de lo que parece”, escribía Diego Manrique sobre el veterano divulgador del jazz. No, Diego: es lo que parece. Hace mucho que es lo que parece y que se le parecen. El jazz del que se habla o pincha en los medios, en este hoy digital, suena con el crepitar de las palomitas del vinilo.
Se habla, se discute con pasión. España es un país en permanente debate dialéctico e inacción secular (menos cuando nos liamos a hostias y guerras). ¿Dónde está la tan docta y exigente afición cuando se “arriesga” en la programación? ¿Dónde están los músicos en formación –que, por ejemplo, en Barcelona son cientos- cuando tocan los maestros? Es verdad, no me acordaba: el músico vive encerrado en su mundo creativo y no puede infectarlo. Conviene resguardarlo en la endogamia de las propias ideas (geniales).
¡Ah, los festivales! Esas citas anuales que concitan la atención de miles, de aquellos que, cual osos pirenaicos, hibernan y despiertan al calor del reclamo de una cerveza en vaso de plástico y música cool para beberla. Los festivales son como el método de ‘el inglés con mil palabras’, que deja el lenguaje tan recortado como Europa los derechos ciudadanos. Si el método de idiomas alecciona Tarzanes en potencia, la programación de éstos parece confeccionada por el método de instrucción y recorte de la Merkel. No hay nada mejor que lo que ellos programan y The Rest is Noise. Su definición del jazz es más estrecha de lo que parece, que diría Manrique, y su presupuesto, una burbuja inflada con aire público. Aunque decirlo en este país puede tener consecuencias de veto informativo por no regalarles el oído con pleitesía genuflexa. Y es que el crítico “profesional”, si juega a publicista, puede alcanzar en esos días estatus de Sir (lo siento, no conozco Madame alguna en el gremio) para regresar después al de mendigo. Que no habría músico en este país dispuesto a tocar una nota por lo que (no) cobra un crítico. Eso sí, mientras sirva a la causa del dossier, será un fenómeno. Si su valoración no es digna de su (inviolable) estatura artística, será vilipendiado. Y así se forjará con esmero esa amistad-odio entre músico y crítico que en España es tan rica en descréditos como mísera en relevancia. Porque, ¿a quién importan sus desafueros pudiendo escuchar este verano a Miles? Alguien lo traerá, ¿no?
En España, el jazz se vive con un delay descomunal. Para que se hagan una idea: hoy estamos descubriendo a los Beatles. ¿Exagerado? Si en los tiempos de la dictadura sólo unos pocos afortunados podían salir al mundo y descubrir América a cada rato, hoy el común descubre esa América de la época del telégrafo. Es bueno preservar e indagar en la memoria del pasado; no tanto no tener presente o ignorarlo.
Nada de malo hay en vivir en 2013, tener veintitantos años y flipar con Lee Morgan o Freddie Hubbard. Pero lo flipante de veras es que el confesor de sus flipes -trompetista, para más señas- reconozca que no tiene ni idea de quiénes son Dave Douglas o Peter Evans y sí, claro, Wynton Marsalis. Definitorio. Vivimos con medio siglo (o más) de retraso y Nixon es nuestro guía. Todavía no ha llegado el “Waterjazz” a España.
Llegó el jazz a los conservatorios y las aulas acogieron a músicos que, en algunos casos, no sabían muy bien por qué ni para qué estaban ahí. Algunos pensaron que la incapacidad técnica los validaba para el jazz y, por desgracia, algunos tribunales les confirmaron la sospecha. El caso era obtener un título y ahora el sistema parecía abrazarlos a todos, aunque fuera para justificar la existencia de un Superior en la comunidad. Para el profesorado se contó con lo que había (y había de todo, claro), y alguno hasta descubrió que Charles Lloyd seguía vivo y en activo. E incluso, que existía el jazz más allá de la big band de Count Basie. La buena noticia es que ahora salen titulados. También que a algunos catedráticos les escoció el swing en el aulario. El templo, profanado.
La afición encontró en internet un espacio para encontrarse, tan solitarios y raros que eran antes en sus pueblos y ciudades de residencia. Ahora comparten online a Coleman Hawkins, Duke Ellington o charlan de Bill Evans. Se relacionan en grupos virtuales y hacen sonar lo mismo que ‘Cifu’ en sus programas de radio. No es raro, la rueda de sintonización del receptor gira y no encuentra más. “Su definición del jazz es más estrecha de lo que parece”, escribía Diego Manrique sobre el veterano divulgador del jazz. No, Diego: es lo que parece. Hace mucho que es lo que parece y que se le parecen. El jazz del que se habla o pincha en los medios, en este hoy digital, suena con el crepitar de las palomitas del vinilo.
Se habla, se discute con pasión. España es un país en permanente debate dialéctico e inacción secular (menos cuando nos liamos a hostias y guerras). ¿Dónde está la tan docta y exigente afición cuando se “arriesga” en la programación? ¿Dónde están los músicos en formación –que, por ejemplo, en Barcelona son cientos- cuando tocan los maestros? Es verdad, no me acordaba: el músico vive encerrado en su mundo creativo y no puede infectarlo. Conviene resguardarlo en la endogamia de las propias ideas (geniales).
¡Ah, los festivales! Esas citas anuales que concitan la atención de miles, de aquellos que, cual osos pirenaicos, hibernan y despiertan al calor del reclamo de una cerveza en vaso de plástico y música cool para beberla. Los festivales son como el método de ‘el inglés con mil palabras’, que deja el lenguaje tan recortado como Europa los derechos ciudadanos. Si el método de idiomas alecciona Tarzanes en potencia, la programación de éstos parece confeccionada por el método de instrucción y recorte de la Merkel. No hay nada mejor que lo que ellos programan y The Rest is Noise. Su definición del jazz es más estrecha de lo que parece, que diría Manrique, y su presupuesto, una burbuja inflada con aire público. Aunque decirlo en este país puede tener consecuencias de veto informativo por no regalarles el oído con pleitesía genuflexa. Y es que el crítico “profesional”, si juega a publicista, puede alcanzar en esos días estatus de Sir (lo siento, no conozco Madame alguna en el gremio) para regresar después al de mendigo. Que no habría músico en este país dispuesto a tocar una nota por lo que (no) cobra un crítico. Eso sí, mientras sirva a la causa del dossier, será un fenómeno. Si su valoración no es digna de su (inviolable) estatura artística, será vilipendiado. Y así se forjará con esmero esa amistad-odio entre músico y crítico que en España es tan rica en descréditos como mísera en relevancia. Porque, ¿a quién importan sus desafueros pudiendo escuchar este verano a Miles? Alguien lo traerá, ¿no?
© Carlos Pérez Cruz
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